En el reino de Orwell
Venezuela, como aquel imperio de ficción, ha sido débil como sociedad, al permitir que una élite despiadada ocupara el espacio que le correspondía a aquélla, hasta el punto de que sólo desde arriba se dictan las pautas de lo que es o no agradable al régimen, mientras que la disidencia es execrada a niveles de infamia y humillación. El concepto de Apátrida o de No Ciudadano, fue certificado por Orwell en su fábula, como el paroxismo de la represión y la intolerancia, algo que ya había sido puesto en práctica por regímenes nefastos como los de Hitler, Mussolini, Mao, Ceaucescu, Stalin, Hoxa, Pol Pot y, más recientemente, Castro y Kim Jong Il, estos dos últimos, grandes inspiraciones para el venezolano Chávez.
En la novela de Orwell, el Estado omnipresente obliga a cumplir las leyes y normas a los miembros del partido totalitario mediante el adoctrinamiento, la propaganda, el miedo y el castigo despiadado. La novela introdujo los conceptos del siempre presente y vigilante Gran Hermano, de la notoria Habitación 101, de la ubicua Policía del Pensamiento y de la Neolengua, adaptación del inglés en la que se reduce y se transforma el léxico -lo que no está en la lengua, no puede ser pensado.
Sin ir muy lejos, nuestro Big Brother criollo intenta controlar todos los actos ciudadanos, desde lo político y social, hasta lo económico y cultural, sin mediar en factores como dignidad o integridad, que le son tan caros a la sociedad venezolana, luego de un largo y sudoroso período de aprendizaje. Por muchos años, la política intentó influir en el desarrollo de los venezolanos, sólo que lo hizo desacertadamente, al desdibujarse de las necesidades más ingentes de los ciudadanos. La aparición de Chávez, a finales del siglo XX, significó la ruptura con un pasado que nadie, ni el más sensato, preconizaba iba a perder, sino a recomponer, tal y como se hace con el rompecabezas que intentamos armar, de acuerdo a nuestros gustos y necesidades.
Ningún venezolano, de los últimos tiempos, contempló jamás la disolución del statu quo, sino que, por el contrario, con la elección de Chávez, auscultó la posibilidad de regenerar lo que con tanto sacrificio logró nuestra sociedad: una democracia estable, liberal, de valores sólidos y morales, que únicamente sería destruida por una hecatombe. Lo que se planteaba ante la necesidad de sustituir el agotado bipartidismo, no era precisamente la instalación de un autoritarismo agobiante y amenazador, sino experimentar la prueba más ejemplar del sistema democrático, que es su capacidad de corregirse y de reinventarse a sí mismo.
Pero la llegada de Chávez fue más combustible para el fuego: la sustitución de una élite por otra, insulsa y fracasada, que no admite siquiera la virtud de la circunstancialidad de su mandato, pues, enferma de trascendencia, en su fuero más interno, se asume como la tribu que impondrá nuevos cánones de vida, que no es más que una vulgar mampara para paliar su sed de poder.
Hasta estos extremos llega la comidilla de miserias y semejanzas entre Orwell y Chávez. No solamente en lo político ("Al enemigo, ni agua"), sino en la vigilancia consuetudinaria de la vida y en el ejercicio comunicacional propagandístico, donde lo prioritario es mostrar las bondades personalísimas de un régimen que lo brinda todo, lo regula todo, lo cura todo y lo satisface todo, sin importar la opinión, ni la disidencia de ninguno de los mortales. Desde los tiempos de Hitler y Ceaucescu no se veían tales patologías en un grupo humano, pero la historia genera círculos que se entrecruzan inexplicables y, en el momento menos pensado, las semejanzas nos hacen vivir como si estuviéramos en el mismísimo pasado, temible y oscuro.
El autor es analista y escritor
- 23 de julio, 2024
- 28 de diciembre, 2009
- 25 de noviembre, 2012
- 2 de diciembre, 2023
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