Argentina: La importancia de la institucionalidad

(Puede verse también Los pobres y el día después por Alvaro Vargas Llosa)
Desde hace tres años, contamos con un Indice Internacional de Calidad Institucional, que elabora el director del Centro de Investigaciones Institucionales y Mercados de la Argentina (Ciima-Eseade), Martín Krause. Esto permite ver cómo está evolucionando la Argentina respecto del resto de los 191 países del mundo calificados. El resultado no es bueno, ya que pasó del lugar 93, en 2007, al 114 en el de este año y, dentro de los 36 países americanos, descendió del 22 al 28. A nadie sorprenderá este resultado; pero lo grave es la poca importancia que los argentinos le damos a esta decadencia, a pesar de ser determinante de nuestro nivel de vida.
Si dividimos a los 191 países en dos subconjuntos, los que muestran alta calidad institucional y los que no, veremos que los primeros son todas naciones desarrolladas o en camino a serlo y que tienden a mejorar los estándares de vida de su gente. En cambio, los otros son economías subdesarrolladas y con creciente pobreza relativa. Alguno podría preguntarse si la calidad institucional no es una consecuencia del desarrollo. Sin embargo, la historia muestra que, primero, los países se organizaron normativa y políticamente y luego empezaron a crecer. De hecho, eso le sucedió a la Argentina desde la sanción de la Constitución nacional de 1853 y la llevó a estar entre las primeras diez naciones desarrolladas a principios del siglo siguiente. Lamentablemente, hacia fines de la década de 1920 abandonamos ese camino e iniciamos uno de decadencia institucional, con una seguidilla de golpes de Estado y gobiernos populistas.
Si tuviera que invertir en algún lado sus ahorros, ¿no optaría por hacerlo donde se respeta el derecho de propiedad y hay reglas de juego estables, transparentes y generales? Sí, pues no es el único, casi el 80% de la inversión extranjera directa se dirige a los 20 primeros países mejor calificados por su institucionalidad. Es más: la mala evolución de la Argentina en dicho indicador de calidad se refleja también en una continua tendencia a perder participación en el total de fondos que vienen a América latina.
La actual crisis se originó en economías en que la calidad institucional es alta; pero eso solo confirma que, dado que los seres humanos somos imperfectos, el sistema ideal no existe y que las comparaciones son relativas. Todos los países tienen que bregar continuamente por mejorar sus sistemas de gobierno y la estabilidad y transparencia de su normativa. Por ejemplo, se puede demostrar que, en Estados Unidos, lo que falló fueron sus instituciones monetarias y financieras, que incentivaron y posibilitaron asumir cualquier nivel de riesgo para ganar un poco más y generar las "burbujas" que luego estallaron. Más allá de que todos deberán realizar correcciones, los países con mayor institucionalidad o que tienden a mejorarla lograrán salir primero de esta crisis. Por ello, no extraña que haya dudas de que la Argentina comience un proceso de recuperación sostenido una vez que el "tembladeral" mundial se revierta.
Para los argentinos, fue un gran logro institucional consolidar la democracia; pero nos falta entender que igual nivel de importancia tiene el concepto de "república". Cuando uno vota, le está delegando un enorme poder a quien ha elegido para un determinado cargo. Para que los funcionarios no violenten los derechos de sus conciudadanos, la Constitución nacional divide este poder entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Además, establece los límites para las funciones de cada uno y les manda controlarse mutuamente.
Los argentinos tenemos una cómoda cultura caudillista y paternalista, que hace que, cada cuatro años, votemos líderes iluminados para que, con la suma del poder público, resuelvan mágicamente nuestros problemas y nos releven de nuestras responsabilidades. Por lo tanto, los legisladores oficialistas y opositores, que surgen de esa misma cultura, a pesar que la Constitución lo prohíbe expresamente, tienden a delegar al Poder Ejecutivo sus funciones exclusivas (por ejemplo, superpoderes, leyes de emergencia, imposición de las exportaciones, etc.).
Para cambiar esta triste realidad, lo primero es comprender que la decadencia argentina no es responsabilidad de los políticos, de un sistema de elección o de que la "gente" vota mal. Eso es desentenderse nuevamente de la propia responsabilidad cívica y no tener en cuenta que la construcción de nuestro futuro y el de nuestros hijos es demasiado importante para delegárselo a otro. Somos cada uno, en las pequeñas y grandes acciones diarias, los que contribuimos a la calidad institucional. Cuando respetamos nuestro lugar en la "cola" o las normas de tránsito o pagamos nuestros impuestos, o no tiramos papeles en la calle. A partir de allí, se gana el derecho a exigirles lo mismo a los demás, y a nuestros representantes, que cumplan con lo que dice la Constitución nacional. El siguiente paso es votar legisladores que, por sus propuestas, idoneidad y honradez, consideremos que serán nuestros mejores representantes en el Congreso y, luego, controlar que cumplan con el mandato que les dimos. Ser ciudadano es un trabajo de tiempo completo.
En la generación de este cambio cultural que el país necesita, la dirigencia empresarial, intelectual y profesional tiene la mayor responsabilidad, ya que cuenta con los medios, conocimientos o recursos económicos para llevarlo adelante. Si por miedo o interés, es poco lo que hacen quienes más "talentos" recibieron.
Recordemos que cuando uno cede sus responsabilidades, cede sus derechos. Entonces, no nos quejemos cuando los veamos avasallados con el poder que delegamos al votar; sino mejor evaluemos en qué medida somos culpables, ya sea por acción u omisión.
El autor de la nota es director ejecutivo del Ciima-Eseade.
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