Un hombre elegante
26 de febrero, 2009
26 de febrero, 2009
Un hombre elegante
En la entrega de los Oscar, Sean Penn aludió a Barack Obama como un hombre elegante, an elegant man. Al cabo de su primer mes en la Casa Blanca, el presidente hace frente a desafíos comparables a los de F. D. Roosevelt en 1933. Obama tiene ante sí una gigantesca crisis, primero financiera, luego económica, hoy social y política. Y tiene, gravitando sobre la nación, el recuerdo del 11-S. América es un país unido, compacto, desde 1776. Los europeos tratan de unirse desde 1950. Obama es hoy el único líder global. El presidente Hu Jintao se preguntaba si es realista que China construya un portaaviones. Estados Unidos tiene once en servicio.
Sin embargo la Casa Blanca puede rozar un escollo mayor. Los colaboradores de Bush -Cheney, Rumsfeld, Ashcroft, Al Gonzales- defendieron activamente la tortura. Con otros nombres significativos: I. Lewis Libby Jr., Paul Wolfowitz, John Bolton, Douglas Feith, John Yoo, Richard Perle… En los últimos días de enero, Cheney tuvo un choque con el presidente. Insistió en que Bush concediera la gracia presidencial a Libby, su antiguo jefe de gabinete. Bush esquivó la petición. Cheney, que durante ocho años había dominado la política interior, se sintió alcanzado por esa postrera señal de independencia. Libby, hombre de aspecto risueño, sórdido de fondo, había hecho algunas jugadas feas, quizá por encargo del vicepresidente. Fue condenado por cohecho, prevaricación y falsedad, entre otros cargos. Cheney había defendido el warterboarding, practicado en Guantánamo y en las prisiones de la CIA, lejos de las fronteras americanas. Al prisionero se le metía la cabeza en una bañera llena, mientras un enfermero secretamente monitorizaba su corazón: la sensación de asfixia es espeluznante. Las Convenciones de Ginebra prohíben la tortura, aunque Bush anunciara en 2002 la no sujeción de Estados Unidos a ese instrumento jurídico. La Cuarta Convención, en su convenio III, prohíbe el trato cruel, inhumano o degradante al detenido. Los padres, hijos, mujeres, maridos, de los posibles prisioneros americanos esperan, con razón, que las Convenciones sean de ida y vuelta en su aplicación internacional. Tratan de garantizar un trato digno a todos los prisioneros.
Ni Obama ni sus colaboradores quieren llevar a los tribunales a la administración anterior. Pero la opinión pública americana permanece dividida. La corriente demócrata de los últimos dos años ha marcado en los puentes una raya muy alta.
Al Gonzales, Fiscal General, apoyó desde el departamento de Justicia algunas de las suciedades de Guantánamo, no solo el waterboarding: mantener al prisionero durante ocho días con sus noches en un ruido infernal, bajo los focos, sin poder dormir… Algunos jueces se plantean en privado el alcance de esos delitos.
Gonzales, hijo de inmigrantes mejicanos, trepó entre los colaboradores del entonces gobernador de Tejas, George W. Bush, hasta convertirse años después en asesor jurídico de la Casa Blanca. Era de esos tipos que muestran sin cesar su agradecimiento a quien les hizo subir. Son muy peligrosos. Dio su gran salto al serle confiado el departamento de Justicia. Desde entonces sólo repetía una frase: yo cumplí órdenes. Venenosa acusación.
Cheney, Al Gonzales o Rumsfeld podrían ser imputados por un juez desde cualquier punto de Estados Unidos. Eso provocaría nuevos quebraderos de cabeza a Obama, necesitado de concentrarse en la crisis, no de aparecer como un presidente vengativo. Conviene leer el informe del abogado británico Philippe Sands, profesor de Derecho en Londres, Torture Team: Rumsfeld´s Memo and the Betrayal of American Values (Ed. Palgrave MacMillan).
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