Una botella al mar
MANAGUA – El recuerdo de mis primeros instrumentos de escritura me parece una prueba excesiva de antigüedad, cuando a través de la pantalla me asomo al universo infinito de la Red, en la que reboto saltando de un siglo a otro. La modernidad no es más que la nostalgia por los instrumentos perdidos, la emoción ante la imagen de lo que fue, mientras el tiempo marca a zancadas sus distancias. Escribir en el cuadernillo de caligrafía siguiendo las líneas punteadas que te enseñaban a imitar la letra Palmer, trazos elegantes e inclinados que sólo servían después para llenar los pliegos del castigo que obligaba a repetir cien veces "no vuelvo a hablar en clases", hasta entumirse la mano.
La escritura como penitencia mucho antes de la escritura como gozo. Y más en la adolescencia. Las lecciones de mecanografía en el sopor de las dos de la tarde, sentado en el corredor frente a un patio soleado, donde buscaban gusanos las gallinas y un mono se agitaba dentro de su jaula queriendo huir. Sobre la mesa, la vieja máquina Remington de alta alzada y teclas redondas que olían a aceite, a un lado, bajo una piedra para que no volara las hojas el viento, el método descuadernado. Mientras, el carrete de cinta mil veces usado iba imprimiendo las letras filosas, mitad en negro, mitad en rojo, y nunca haber aprendido a usar todos los dedos para quedarme con los índices con los que sigo escribiendo a picotazos sin dejar de mirar el teclado.
Y el encuentro con los tipos sueltos de las cajas de chibaletes en las tipografías provincianas de León, donde imprimí mi primera revista, aprendiendo el arte de leer al revés los moldes de las planas para comprobar si el cajista había incorporado las correcciones hechas en la galerada, impresa en papel húmedo con el rodillo entintado; largas tiras de papel periódico en las que escribí mis primeros cuentos para no desperdiciar el tiempo en meter en el carro de la máquina folios de tamaño normal, porque la escritura comenzaba a ser un gozo, pero antes de eso era ansiedad, urgencia, escribir y publicar sin corregir, como quien saca las piezas de pan a medio dorarse.
De las máquinas de escribir que traqueteaban como animales cansados en la incómoda soledad de la escuela de mecanografía, y que no escondían sus entrañas, a las pudorosas Underwood, ya atemperada la furia de teclear sin pausas para escribir de una sentada la obra maestra. Y siempre las portátiles de peso leve, que podían llevarse colgadas de la manija del estuche, así la Olympia, que acompañó mis años de Berlín en los setenta y que dejé en manos de Antonio Skármeta cuando volví a Nicaragua.
Objetos arcaicos que un día fueron modernos y que nos sorprendieron por el progreso tecnológico que representaban. Y las palabras que designaron a esos objetos, más que para un diccionario, sirven hoy para un museo inundado por las aguas del olvido. Objetos que pronto nadie recordará, junto con las palabras que los nombraron, y su desaparición me llena de desasosiego, porque si hay algo cierto es que el tiempo pasa más de prisa que antes, que los objetos de la tecnología que tienen que ver con la palabra, que es mi propio instrumento de trabajo, se multiplican más aceleradamente y hunden incesantemente a otros bajo su peso.
Pero desde antes estaban los despachos por telégrafo que iban a través del cable submarino, la formidable invención decimonónica que hoy ha recuperado su vigor y poderío en los albores de la era cibernética. Los textos de los despachos por cable, escritos por los poetas modernistas que también eran periodistas, debían atenerse a la brevedad y dominaban en ellos los párrafos cortos separados por puntos, todo un nuevo estilo dictado por la clave Morse.
La posmodernidad y sus instrumentos de escritura, y de transmisión y difusión de la escritura a través de la red cibernética están creando también un estilo que desborda el territorio de los escritores en singular para introducir en el lenguaje corrientes capaces de alterar la prosa y todo su tinglado de sintaxis, prosodia y ortografía. Nunca tantos millones escribieron al mismo tiempo ni se escribieron unos a otros al mismo tiempo.
¿No es esto prueba de que la tecnología abre las puertas de la democracia en la cultura y las multiplica? ¿O es que la comunicación abre más bien las puertas al desperdicio, nos inunda con un alud de basura, y estamos perdiendo la oportunidad de calzar masificación y cultura, dejando de tejer hilos perdurables y transformadores en la red cibernética?
Esa multitud de manos que teclean desde todos los rincones multiplican los neologismos, las abreviaturas, las expresiones crípticas, las transposiciones de uno a otro idioma. ¿Es una verdadera cultura masiva o sólo un remedo? ¿Bulle en la espesa sustancia de ese nuevo lodo primigenio un nuevo lenguaje, creado sobre todo por adolescentes?
Me ganó para siempre la máquina. Y, por primera vez, frente el resplandor verde de las viejas pantallas catódicas de las computadoras de comienzos de los años 80, me consolé sabiendo que tenía bajo mis dedos el mismo teclado de las aburridas tardes de la escuela en la que debí aprender la mecanografía que desprecié para quedarme escribiendo a dos dedos.
En la pantalla tengo frente a mí lo que no existe, porque la escritura se vuelve una estremecedora expresión ilusoria, y al final de cada jornada, cuando apago la computadora, todo lo que he escrito regresa a la nada, y todo, lenguaje, escritura, se vuelve un asunto de ansiedad filosófica ante lo precario. On , off , apagar, encender. He allí el dilema. Pero si antes fui parte de una minoría que usaba instrumentos tecnológicos para escribir, hoy soy parte de una mayoría. Somos millones los que tecleamos en el mundo. Millones usamos para escribir instrumentos que crean una nueva democracia, cualquiera sea su calidad.
Soy parte de un ejército que escribe. Pero en el mundo virtual que comparto, mi obsesión con la materia se vuelve recurrente, como si pudiera asomarme a través de la frontera de dos siglos para reconocer el viejo inventario de mis instrumentos, y las manías y fijaciones con que me marcaron. Cuando escribo un libro, puedo corregir muchas veces en la pantalla, avanzar de uno a otro borrador, pero siempre sé que mi verdadero encuentro con las palabras escritas sólo estará en el papel y que la única corrección verdadera será la que haga lápiz en mano sobre las páginas impresas, un haz de afilados lápices que vienen a ser mis instrumentos de la verdad. Una verdad con filo, sobre la tersura material del papel que se deja rasgar por el lápiz.
Botellas con un mensaje navegando en el espacio cibernético en el que todos somos, de alguna manera, náufragos esperando ser escuchados, cada quien en su propia isla desierta, frente a su propia pantalla, pulsando las teclas que componen el mensaje que alguien leerá. Segregando hilos como arañas, los hilos de una escritura compartida.
Hoy soy un blogger , un "bloguero" entre millones. Escribo en una nueva democracia de las palabras. Las anotaciones diarias de mi bitácora, que lanzo todos los días dentro de la botella, son una escritura compartida, una experiencia que no se parece a ninguna otra de mi vida de escritor. En este nuevo espacio que creo cada vez bajo mis dedos, las viejas teclas haciendo su oficio de siempre, la palabra sin consecuencias deja de existir y entra en un nuevo espacio dialéctico en el que toda frase gana la posibilidad de tener una respuesta y cada afirmación puede ser de inmediato desafiada, y por tanto, la palabra viene a situarse en ese territorio dichosamente precario en el que quien escribe puede ser corregido en sus juicios, puede enmendar sus opiniones o refutar a quienes lo refutan.
¿Debemos llamar a esto democracia? ¿Debemos llamar a esto cultura?
No tengo duda. Voltaire hubiera estado encantado con semejante posibilidad de generar un espacio crítico múltiple semejante. El, que escribió miles de cartas en defensa de causas perdidas, hubiera sido, sin dudas, un blogger . La botella que se va en la corriente ignorada lleva el mensaje y puede regresar a mis manos.
El último libro del autor es El cielo llora por mí
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