Este mes el presidente de México, Felipe Calderón, celebra su segundo aniversario en el cargo. Calderón tomó posesión en diciembre de 2006 en circunstancias adversas. Fue electo con el 35% de los votos, no tenía la mayoría en el Congreso y la oposición se negó a reconocer su victoria. También ha tenido que gobernar en un ambiente difícil: un presidente debilitado en Estados Unidos, una grave desaceleración económica y el legado de corrupción, negligencia y complicidad que le dejaron sus predecesores desde 1968, cuando el sistema político de un solo partido empezó a desmoronarse.
La opinión pública se vuelve cada vez más escéptica en cuanto a la prudencia de la política emblemática de Calderón: utilizar a las Fuerzas Armadas para lanzar una ofensiva frontal contra los narcotraficantes. En última instancia, esto es por lo que se le juzgará.
El Gobierno y el Ejército habían establecido un modus vivendi tácito, semiviolento, corrupto pero efectivo con los cárteles de la droga desde principios de los 70. En esa época, México era productor de heroína y marihuana, y país de tránsito para la cocaína desde América del Sur. A finales de 2006, Calderón decidió que el arreglo ya no era tolerable: la violencia se había salido de control; la corrupción y la complicidad habían infectado a la Policía y la élite política; y México se había convertido en uno de los principales productores de metanfetaminas para EE.UU. y en un consumidor importante de cocaína. De ahí la declaración de guerra.
Pero el nuevo presidente alborotó el avispero de los narcóticos sin fumigador y sin red de protección, así que no pudo defenderse. Las avispas lo abrumaron y la violencia, la corrupción, la complicidad y la contaminación del Estado se han disparado.
Las razones por las que Calderón rechazó el antiguo acuerdo ahora parecen menos obvias que antes. No resulta claro que el uso de drogas se esté extendiendo en la población: las tasas alarmantes de crecimiento de las adicciones son engañosas porque la adicción comienza a partir de una base extremadamente baja. Calderón ha tratado de promover su “guerra contra las drogas” insistiendo en que se trata de “salvar a nuestros niños”. Si esa conexión resulta defectuosa, no funcionará, y los mexicanos podrían cuestionar la finalidad de una “guerra” en la que el número de ejecuciones entre bandas se ha más que duplicado, de 2.000 en 2006 a 5.000 en 2008, cuando sus hijos, al menos según las estadísticas, no están en peligro.
Además, la capacidad de la maquinaria de seguridad de México parece estar disminuida. La Policía, en el mejor de los casos, no sirve y, en el peor, está al servicio de los capos de la droga; el Ejército está menos contaminado, pero no está preparado para hacerse cargo de la labor. Cambiar esta situación tomará años y miles de millones de dólares; Calderón no tiene tiempo y sólo Estados Unidos tiene el dinero.
Pero Calderón no quiere ayuda de EE.UU. bajo las condiciones que fija ese país. Rechaza el modelo colombiano que implicaría situar en territorio nacional a asesores, instructores, mecánicos, agentes y personal de mantenimiento estadounidense. Quizá tenga razón, pero la alternativa es que no se hagan mejoras al Ejército y que se pierda la posibilidad de ganar una guerra que tal vez, para empezar, no debió haberse declarado.
Si no hubiera sido por la crisis económica, o si ésta resulta ser corta y no muy pronunciada, muchos observadores estamos convencidos de que México puede seguir avanzando en medio del desorden, como lo ha hecho desde 1996. Estos últimos 13 años han sido pasables: un crecimiento económico mediocre pero sin colapso; una rotación democrática del poder sin levantamientos ni masacres; una expansión lenta pero constante de la clase media y una disminución lenta pero constante de la corrupción.
Con 15 o 20 años más de este progreso poco satisfactorio, México se convertirá en un país de clase media baja como Portugal, Grecia o Polonia. Pero los optimistas realistas ya no nos hacemos ilusiones: puede ser que una vez más nos llevemos una decepción.
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