La Habana a la espera
Tras casi cincuenta años de revolución, La Habana representa la más tenaz resistencia a la transformación que ha ocurrido en todo el país. Permanece como referencia a una época desaparecida, al tiempo que es el eje de las decisiones futuras. Resultaron inútiles los intentos de humillarla, reducir su importancia cultural y llevar a cabo esa venganza proclamada el primero de enero de 1959, cuando la ciudad fue considerada un centro del vicio y corrupción, e incluso se declaró la intención de trasladar la capital a Santiago.
Pero salvo el paisaje de las ruinas establecidas en medio del centro urbano, tampoco puede hablarse de un desarrollo que permita definir a una Habana distinta a la que existía en 1959, cuando las tropas campesinas entraron en ella, dispuestas a convertir la zona en sus cuarteles de invierno o de verano, campamento de descanso y entrenamiento guerrillero, cantera desde la cual estudiantes, soldados y profesionales revolucionarios saldrían para llevar los ideales fidelistas al resto de la nación y el mundo.
A lo largo de los años La Habana admitió –con renuencia, pero también con entusiasmo– a guajiros, analfabetos y toscos, jóvenes campesinas que llegaron para aprender corte y costura y no quisieron volver a sus pueblos de origen, técnicos y funcionarios soviéticos y de los países socialistas, idealistas de cualquier parte del mundo, turistas en busca de la experiencia revolucionaria o simples fornicadores, aventureros y estafadores, becados de los remotos y cercanos confines, y año tras año a los aspirantes a policías y represores: individuos que a cambio de un techo colectivo y una comida mejor están dispuestos a romperle la cabeza a cualquiera, especialmente a quienes los desprecian y no los entienden.
Durante todo ese tiempo, la revolución ha sido incapaz de crear una arquitectura en que fundamentar su permanencia. Los pocos edificios que pueden asociarse con el presente –o a estas alturas con el pasado– revolucionario han sido víctimas de una apropiación que los desvirtúa del objetivo original. Es imposible hablar de la heladería Coppelia sin asociarla a la persecución de los homosexuales, las viviendas hechas por las microbrigadas apenas una mención al deterioro de las edificaciones, la Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría (CUJAE) un proyecto a medias, el Instituto Superior de Arte (ISA) como un recinto sospechoso y lleno de creadores disidentes, el Parque Lenin sólo una referencia al refugio temporal del escritor Reinaldo Arenas y el Centro de Convenciones se nombra al identificar el sitio que ha servido para reuniones internacionales de variada trascendencia. Lo demás son las referencias constantes al deterioro, la caída de edificios, las construcciones convertidas en apenas fachadas y la reconstrucción del centro histórico de la ciudad colonial, una tarea de por sí valiosa, pero que al igual que en otras partes del mundo cumple fundamentalmente una función turística. No es que dicho desempeño sea negativo, sino simplemente que una ciudad como La Habana es –o debiera ser– algo más que cascarón histórico bien conservado, lugar de encuentro de delegaciones políticas, núcleo de mando y alojamiento de convenciones.
El verdadero centro de poder del país se limita a la Plaza de la Revolución, un conjunto de edificios fascistoides, creados según los designios del dictador Fulgencio Batista, del que se apropió Fidel Castro a su llegada a La Habana –olvidando casi de inmediato la declaración de la capital santiaguera– y adaptó a sus fines de supervivencia.
Definido entre la ausencia y el deterioro, el actual conjunto arquitectónico capitalino postrevolucionario obliga a los escritores cubanos a una evocación basada en afinidades literarias (Abilio Estévez), un discurso sobre las ruinas (José Antonio Ponte) y una descripción del deterioro (Leonardo Padura), sin la existencia en la actualidad de una obra narrativa que permita constituirse en paradigma de una época, de forma similar a La Habana presente en los textos de Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante. Una capital que, para los lectores de buena parte del mundo, permanece en la esfera literaria y se fundamenta más en el pasado que en el presente.
Tantas décadas de un cuerpo narrativo donde los ejemplos más destacados describen acontecimientos y personajes del pasado, y con un paisaje urbano donde lo nuevo es el envejecimiento, como lo destacan quienes pueden aún considerarse los exponentes más jóvenes dentro de esta tendencia literaria, conlleva a que el marco referencial más inmediato y panorámico continúe siendo la literatura escrita treinta, cuarenta o cincuenta años atrás. Un hecho acentuado por los años de una épica revolucionaria centrada en lo rural y el interés de varios escritores en crear –con mayor o menor fortuna– una narrativa histórica.
Si bien la falta de un desarrollo urbano avanzado tras el triunfo de la revolución ha cumplido –como un objetivo secundario– una función de preservación, ello ha contribuido también para que en la imaginación literaria, especialmente para los exiliados y extranjeros, La Habana continúe gravitando sobre los pilares edificados por Carpentier, Lezama y Cabrera Infante. Este panorama podrá servir de punto de partida y sólo será superado en una fecha imprecisa: cuando la ciudad comience una transformación acelerada, que de momento apenas es posible imaginar.
Existe sin embargo un notable esfuerzo de análisis y discusión, tanto en Cuba como en el exilio, destinado a imaginar esa ciudad del futuro y de contribuir a su realización, al menos en el plano teórico.
El último número de la revista Encuentro de la Cultura Cubana trae un excelente dossier que explora La Habana por hacer, donde arquitectos y urbanistas de dentro y de fuera de la isla descartan y levantan hipótesis, discuten entre sí y responden a las provocaciones de un cuestionario.
Esa exploración de los límites y sueños alrededor de una ciudad debe continuarse, los editores de la revista son los primeros en proponerlo, en otros ámbitos y otras voces. Mientras tanto, La Habana continúa a la espera.
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