Guatemala: El chivo expiatorio y el servicio público
Por Carroll Ríos
Siglo XXI
La esperanza del poder político es que los ciudadanos demos por cerrado el capítulo una vez ellos han señalado públicamente y castigado al chivo expiatorio, supuesto causante de un escándalo. Usualmente se le remueve de su cargo, y en contadas ocasiones se abre en su contra un proceso jurídico o se le encarcela. Han desfilado frente a la opinión pública varios chivos expiatorios (Weymann, Meyer, Manolito, Solano, etc.), pero contrario a la expectativa del político, nos queda un mal sabor en la boca. Cada escándalo provoca un daño permanente a la administración pública.
La misma naturaleza del chivo expiatorio contribuye a esta sensación de insatisfacción entre los ciudadanos. El chivo es el macho joven de la cabra. En épocas pasadas, el sacerdote imponía sus manos sobre la cabeza del llamado “chivo expiatorio” o “chivo emisario” para que cargara con las culpas de todo el pueblo; luego, los pobladores lo expulsaban al desierto, gritándole imprecaciones. Hoy día, el chivo expiatorio es aquella persona que carga con culpas colectivas o ajenas, el que paga por los errores y males de otros. A veces intuimos que el acusado no es el “cerebro” ni el único involucrado en el acto delictivo; otros que deberían correr la misma suerte. O podemos sentir que el chivo expiatorio señalado es una víctima inocente. Es decir que la mera identificación de un culpable no siempre calma nuestra sed de justicia.
La naturaleza del proceso jurídico tampoco ayuda, pues es largo y complicado. En la política, tendemos a buscar desenlaces rápidos, y los políticos lo saben. Además, los vericuetos del sistema parecen ofrecer oportunidades a los más hábiles, no a los inocentes. Frustra a la ciudadanía escuchar sobre papeles perdidos, tácticas dilatorias, o jueces que renuncian debido a amenazas. Años más tarde, ¿se hizo justicia o no? Cuando llega la condena o la absolución oficial, si llega, habremos perdido interés.
Un efecto secundario de este escenario es que las personas éticas declinan prestar sus servicios al gobierno. El riesgo para la persona decente de salir trasquilado es alto. Se meterán al ring político aquellos que estimen poder obtener beneficios por encima de los posibles costos; los que tienen poco que perder.
Los gobernantes nos ofrecen ser intolerantes con la corrupción. Dicen que aplicarán el peso completo de la ley a cualquier sospechoso de corrupción, así sea pariente o amigo de una figura pública. Como hemos visto, esta promesa no basta. Podrían acusar a todos los funcionarios públicos de crímenes diversos, y no llegaría la cura, pues los incentivos seguirán estando mal puestos.
En última instancia, se erosiona nuestra fe en el gobierno; aumenta la “ingobernabilidad”. Un grave problema del juego político es que la responsabilidad de los propios actos queda diluida. Necesitamos un cambio de reglas, tal y como el que propone la Asociación ProReforma: un conjunto de normas claras y coherentes que transparenten la gestión pública y eliminen las oportunidades de corrupción.
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