Carta a los amigos georgianos
Por Germán Yanke
ABC
No tengo amigos georgianos, aunque desde hace tiempo siento por todos ellos una mezcla de admiración y compasión. Esta última porque mis vecinos, los nacionalistas vascos, se pasaban las tardes dándoles la murga con las coincidencias entre unos y otros, entre el euskera y su idioma, entre los georgianos y nosotros, que no sabíamos nada de ellos. Y admiración también por estos “indios de Europa” desde que leí “Euforia y utopía”, el tercer volumen de la autobiografía de Arthur Koetsler y el relato de viaje de Sergio Pitol, de sus paisajes, la descripción de sus gentes, melancólicas y que al mismo tiempo “pisan fuerte y bien”, el descubrimiento de que los “indios” tenían ya libros en su lengua en el siglo V (“¿El XV ha dicho?”, pregunta Pitol asombrado) y de que uno de los nombres antiguos del lugar fuera Iberia, lo que resultaba una graciosa ironía para mis vecinos lingüistas del País Vasco.
El título de estas líneas no es, por tanto, porque quiera traer a colación a mis amigos, sino porque lo tomo prestado de Pasternak, como lo de los “indios”, un escritor que se tomó muy en serio y tradujo afanosamente a los poetas georgianos. Fueron sus traducciones las que sirvieron de base para otras y para que los poemas fueran conocidos en el resto de Europa. Los georgianos, cuenta Pitol, se lo tomaban con agradecimiento e ironía comentando que había muchos que pensaban que sus poetas eran buenos porque se había ocupado de ellos Pasternak y no por ellos mismos. Y si me apropio del título del libro del poeta ruso es porque, en esta hora, los georgianos merecen, me parece, la atención al menos de unas líneas y ser considerados amigos.
Ha sido reconfortante en los últimos tiempos seguir la trayectoria de Georgia. Nadie es perfecto, naturalmente, pero ese país ha convertido su independencia, tras el derrumbe de la Unión Soviética, en un sólido empeño por constituirse en una verdadera democracia occidental, lejos del control de Moscú, que ya no era el de la antigua capital, sino el de un sistema político ajeno a los principios políticos que se querían poner en práctica. Si en todos los sitios cuecen habas, de Georgia habían salido muchos de los burócratas sanguinarios de la dictadura soviética (desde el mismísimo Stalin a Beria pasando por otros que terminaron padeciendo al primero: Ordjonikidze, Enukidze, etc.), pero también muchos otros intelectuales que proporcionaron a Pasternak una visión más abierta que la del monolitismo comunista. Si los descendientes de estos últimos querían hacer de Georgia un país democrático era, sin duda, para felicitarse.
Moscú no quería, como tampoco estaba dispuesto a aceptar la deriva occidental de Ucrania. Y, ante el “buenismo” de Europa (y de Estados Unidos y el propio Bush que dijo confiar en Putin tras mirarle a los ojos), los georgianos conocían bien los riesgos. Rusia azuzaba y financiaba a los separatistas de Osetia del Sur, a cuyos habitantes considera rusos.
La ONU, incapaz ahora de una condena seria de la invasión rusa, quiso compatibilizar la “integridad” territorial de Georgia con su contento con las relaciones con Rusia y el ejemplo para Osetia y Abjazia de Kosovo. Rusia acechaba y lo que quería Saakashvili era que su país -como lo pedía también Ucrania- fuera admitido en la OTAN, lo que se retrasó por las presiones de Moscú. André Glucksmann y Bernard-Henry Levy, que está ahora en Tiblisi, firmaron una carta pública, especialmente dirigida a Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, pidiendo que esos países fueran admitidos en la reunión celebrada en Bucarest en abril y recordando las penalidades y los ataques que ya había sufrido Georgia. No fue así. Una vez perpetrado el ataque, Sarkozy, en nombre de la Unión, propone un documento para la retirada que parece dictado por Putin ya que elude la integridad territorial del país invadido. Y España calla y, cuando habla, es mejor que calle ya que el ministro de Exteriores se lamenta de que se haya roto “la tregua olímpica”.
Cuando la OTAN se reúne de nuevo para dar sólo un aviso a Rusia, nuestro ministro no asiste. Tras la vergüenza, se merecen, al menos, una carta en la que se les considere amigos.
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