El regreso triunfal del sincericidio
Por Claudio A. Jacquelin
La Nación
La palabra no figura en el diccionario, pero cualquier argentino que siga (si es que puede o se anima) los avatares políticos del país conoce no sólo su significado, lo que denota y lo que connota, sino hasta gracias a quién se instaló para siempre en el vocabulario público nacional.
“En la Argentina nadie hace la plata trabajando.” “Hay que dejar de robar dos años y el país se arregla.” Las dos poéticas máximas del indestructible sindicalista ex hipermenemista Luis Barrionuevo, formuladas a principios de los “malditos” noventa, fueron la partida de nacimiento para que al léxico argentino se incoporara definitivamente el vocablo “sincericidio”, mezcla de sinceridad y suicidio (político), aunque los que lo cometan parezcan inmortales, o inmunes (o impunes).
En casi dos décadas casi ningún político argentino ha dejado de incurrir en este sinónimo político del psicoanalítico “acto fallido” y Néstor y Cristina Kirchner no han sido la excepción. Lo curioso es que los dos hayan caído en él con apenas una semana de diferencia, a pesar de los años que llevan en la primera plana.
“Sin retenciones, ¿cómo vamos a pagar las obligaciones externas”, dijo el ex presidente el 3 de este mes, tirando por la borda en un instante todos los esfuerzos hechos por su esposa, su gabinete (el de ambos) y sus seguidores para convencer al país de que la política agraria tiene por fin distribuir la riqueza (entre los argentinos) y bajar el precio de los alimentos (aunque Moreno diga que no suben).
Una vez más, Néstor Kirchner precedió a su esposa y le abrió la puerta para acceder a un nuevo umbral.
“Me he hecho una experta en estos días que corren en la Argentina. Puedo darles clases de vaca, de trigo, de soja. Les puedo asegurar que jamás soñé convertirme en una especialista, pero realmente me interesa, no lo digo en broma”, afirmó la Presidenta anteayer, sin sonrojarse, sin ruborizarse, sin ponerse colorada y sin inmutarse.
En un sólo acto reconoció que antes poco sabía de la producción agropecuaria, como para justificar la definición de “yuyito” que le endilgó a la oleaginosa maldita a comienzos de la pelea con el campo y a pesar del fervor con que ha repetido argumentos y supuestas verdades irrefutables. También admitió en ese mismo discurso que no tiene vocación por especializarse. Acto seguido, y seguramente como parte de la especialización alcanzada, llegó a la conclusión de que “tener la mejor carne del mundo no es un mérito de los argentinos, es mérito de Dios”.
Los críticos dirán que finalmente admitió lo que (con poco éxito, hay que decirlo) procuraba disimular: siente y cree que sabe más y le gusta demostrarlo. Soberbia se llama eso, dirán, frotándose las manos.
Sus seguidores la justificarán con el argumento de que sólo la anima su proverbial espíritu pedagógico y, parafraseando a Alberdi, dirán que gobernar es enseñar, o que hay que “educar al soberano”, aunque sean premisas de la denostada dirigencia del siglo XIX.
Muchos ciudadanos comunes simplemente habrán encontrado la respuesta a la pregunta que se han estado haciendo cada vez que escucharon sus discursos desde que asumió como Presidenta, como resumió uno de ellos: “Ahora entiendo por qué siempre habla como si nos estuviera explicando el funcionamiento del sistema solar”.
Ninguno de los dos presidentes se había pronunciado esta vez por la ya cadena perpetua nacional, por lo que muchos argentinos se perdieron la sinceridad brutral. Como se perdieron el debate en la Cámara de Diputados porque ATC no lo dio completo y, en consecuencia, no pudieron escuchar muchos otros “sincericidios”, oficialistas y opositores. Una pena.
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