Nostalgias por Bond, James Bond
Por Fernando Savater
Clarín
Soy voluntariosamente partidario de los fetichismos literarios, de modo que no deben extrañarse si les digo que el pasado domingo, en Londres, fui por primera vez a visitar el Imperial War Museum. Conservar ese nombre ilustre es un desafío a nuestros tiempos políticamente correctos que sólo se puede permitir la tradicional firmeza británica: en España ya se llamaría “Museo de las Misiones Humanitarias Alternativas y del Diálogo Aplazado” o algo aún peor. El venerable edificio, que proviene de la época de Enrique VIII, estaba lleno de familias endomingadas: entre los tanques Panzer y Sherman, bajo las alas de los Spitfire y Messerschmmitt que cuelgan del techo, jugaban alegremente los niños a dispararse y fingir muertes heroicas de mentirijillas.
Otros pintaban con lápices de colores escenas bélicas bajo la amable mirada de monitores que les indicaban el tono exacto de la sangre o el mejor matiz para representar explosiones. Por supuesto, los responsables papás se horrorizarían ante la posibilidad de que sus tiernos vástagos asistiesen a una corrida de toros. Pero yo no fui al museo a recordar la última carga de la Brigada Ligera ni el desembarco de Normandía, sino por fetichismo literario, como les digo: para curiosear en la exposición que se dedica a Ian Fleming con motivo de su centenario.
Allí encontré una reproducción de su cuarto de trabajo en el refugio que se construyó en una playa de Jamaica, diversos recuerdos de las hazañas deportivas de su juventud o de sus tiempos en el Servicio de Inteligencia británico, una cajetilla de su marca predilecta de cigarrillos, su receta para el martini seco y, naturalmente, ediciones en todos los formatos y en todas las lenguas de sus novelas de Bond, James Bond. Porque en el fondo se trata de eso, de rememorar a 007 con pretexto de rendir homenaje a su pintoresco creador. Releer ahora aquellas novelas resulta un ejercicio curioso. Para empezar, el mundo de finales de los cincuenta del pasado siglo en que transcurren, durante el auge de la guerra fría, con los dos grandes bloques imperiales enfrentados y la amenaza de armas sofisticadas y terribles para destruir a la humanidad, nos resulta ahora paradójicamente aún más lejano que la Inglaterra victoriana de Sherlock Holmes y casi igual de entrañable. Por no hablar de las pequeñas herramientas tecnológicas que utiliza el espía y que tanto fascinaban a Fleming: hoy cualquiera de nosotros pasea cada día con portátiles maravillas mucho más operativas. Pero también sorprende algo que las versiones cinematográficas han pervertido sin excepción: en las películas, Bond acaba siempre radiante y triunfador, mientras que en los relatos el agente vence y a la vez es vencido, pierde a la chica que le gustaba, sufre algún radical desengaño o incluso termina al borde de la muerte por el golpe final de un enemigo traicionero, como en Desde Rusia con amor .
El 007 de Fleming es menos humorístico y más humanamente amargo que sus sosías en la pantalla, quizá con la única excepción de Daniel Craig. La carrera como escritor de Ian Fleming apenas duró diez años, de modo que tuvo poco tiempo para disfrutar de su éxito multitudinario. Sus habilidades literarias no son abrumadoras, pero le bastaron para acuñar un personaje y un estilo –heredero de viejos folletines como los de Sax Rohmer y su Fu-Manchú– que se ha quedado por el momento en nuestra imaginación. A él no le mató Espectra, sino el abuso de tabaco y de alcohol. Cuando sufrió su último infarto, se excusaba cortésmente ante los camilleros que le llevaban al hospital: caballeros, lamento las molestias que les estoy causando . Quizá dijese hoy algo parecido, ante las celebraciones y fastos con que se conmemora su centenario.
Copyright Clarín y Fernando Savater, 2008.
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