Frente al espejo de la ironía
Por Hernan Arias
Perfil
Ideas. Twain creía que la literatura podía cambiar el mundo. “Un hombre con una idea nueva es un loco hasta que la idea triunfa”, afirmó.
Nació en Florida –Missouri– en 1835, y fue bautizado como Samuel Langhorne Clemens. Pocos meses después sus padres se mudaron a Hannibal, un pueblito pegado al Missi-ssippi, donde pasó su infancia. Tenía doce años cuando murió su padre. Su hermano mayor, Orion, tuvo que ir a pedir trabajo al periódico local para mantener a la familia. Samuel fue con él, y le dieron un puesto de aprendiz en la imprenta. Su temprano contacto con el periodismo sería decisivo para su formación como escritor, aunque no consiguió retenerlo por mucho tiempo en Hannibal. Se mudó a Nueva York y se enroló en un barco a vapor que cubría el trayecto entre San Luis y Nueva Orleans. Trabajó en él hasta conseguir el título de piloto, y por esos años encontró su seudónimo: “twain” es una forma arcaica de “two” –dos–, y “mark twain” era el grito que daba el fondeador cuando la profundidad del agua era de dos brazas, es decir, la apropiada para que un barco amarrara.
Cuando en 1861 estalló la guerra civil, Samuel viajó con su hermano –que había conseguido un puesto como secretario del gobernador– hasta Nevada, pero poco después, al ver que su situación económica empeoraba día a día, volvió a Virginia City para trabajar como periodista. En 1863 firmó su primer artículo como Mark Twain. Poco antes había conocido a Artemus Ward, un reputado escritor humorístico, y sintió que ése era también su camino. En 1865 publicó el extraordinario cuento La célebre rana saltarina del condado de Calaveras, y de la noche a la mañana se hizo famoso en gran parte de los Estados Unidos. Desde entonces empezó a ganar dinero escribiendo crónicas de viajes en forma de cartas para un periódico, y dictando conferencias. Viajó desde San Francisco a Honolulu, y después se lanzó a un viaje alrededor del mundo.
La autobiografía. Nada de todo esto aparece en su Autobiografía. Y eso tal vez se deba a que en ella Twain no pudo resistir la tentación de tomarse también a sí mismo como objeto de burla. En el primer párrafo leemos: “Dos o tres personas me escribieron en diferentes ocasiones diciéndome que si yo publicaba mi autobiografía tal vez la leerían cuando sus ocupaciones se lo permitieran. En vista de este interés frenético, creo que debo acceder a las demandas del público”.
A continuación, Twain asegura poseer una “ascendencia ilustre”, pero cuando empieza a desmenuzar las vidas de sus ancestros, enseguida notamos que su linaje dista mucho de la nobleza e incluso de la burguesía: sus falsos parientes son vagos, borrachines divertidos y muchas veces delincuentes a los que el narrador trata de presentar de la manera más decorosa: “Arturo Twain tendría treinta años cuando se dirigió a una de las playas más aristocráticas de Inglaterra, llamada vulgarmente presidio de Newgate, y muchas personas presenciaron su repentina muerte en ese lugar de recreo”.
También en su Autobiografía, Twain prefiere hablar de ciertos temas más o menos importantes de manera sutil, apelando al espejo deformante de la ironía como un modo de descolocar al lector, de plantearle inquietudes, ciertas dudas, y estimularlo para que salga del sopor de la vida cotidiana. En principio, Twain parece cuestionar al género, pero apunta además al público y a esa admiración obsecuente que siente por las vidas de los artistas, sobre todo cuando ellos mismos intentan mostrar en sus historias personales y familiares aquellos rasgos y acontecimientos que los hicieron “distintos”. Twain no puede menos que sonreír frente a esa posibilidad, y después de avanzar unas cuantas páginas –siempre hablando de sus impresentables ancestros–, cuando le llega el turno de narrar su propia vida decide no seguir: “Es de personas sabias cambiar de opinión –afirma–, y después de haberlo pensado bien, creo que mi vida no merece escribirse hasta que me hayan llevado a la horca”.
Pero Samuel L. Clemens no murió en la horca, sino de tristeza, el 21 de abril de 1910, después de haber perdido a la mujer que conoció mientras daba la vuelta al mundo, Olivia Langdon, y a dos de sus tres hijas, primero a Susan en 1896, y después a Jean, a quien sobrevivió apenas unos meses.
Los cuentos. Cuando un crítico despreció sus cuentos diciendo que se trataba sólo de un poco de “agua fresca”, y que, a diferencia del vino, que mejora con el paso del tiempo, en ellos nada cambiaba, Twain le respondió que lo importante para él era que “todos toman agua”.
En sus cuentos, como puede verse con frecuencia en las obras de los grandes escritores del siglo XIX, todo aquello que parece simple lo es sólo en apariencia, tanto a nivel formal como temático. Y es evidente que el propósito de crear esa ilusión de simplicidad fue central para Twain. Cuando en su Autobiografía escribe: “¿No les parece que debemos preferir los relatos que nos recomienda el sentido común y que tienen el tono y el aroma de la posibilidad?”, en un sentido pretende condensar su propia poética. Pero no debemos olvidar que ante todo es un humorista.
En sus narraciones cortas, su sentido del humor –su mirada entre burlona e irónica– aparece en distintos planos y de diferentes maneras: está tanto en lo que se dice como en el tono, disuelto en la escritura; y es claro que le interesaba por igual el efecto que provocan desde los gags más simples hasta las escenas absurdas, e incluso las situaciones opresivas. En el cuento Los hechos relacionados con el gran contrato de la carne, un vendedor persigue a un general norteamericano y su ejército por Asia, Europa y los desiertos de su país, para cumplir con la entrega de un pedido de carne. Nunca lo consigue. Tampoco tienen éxito los numerosos descendientes del vendedor que intentan cobrarle esa deuda al Estado. Como si se tratara de un remoto heredero de von Kleist o de uno de los precursores de Kafka, Twain consigue potenciar ciertas situaciones hasta volverlas intolerables, buscando el humor en la desmesura.
Dos temas recurrentes en sus cuentos son las injusticias cotidianas y la moral burguesa. Y obviamente aparecen vinculados. En esas breves obras maestras tituladas Historia del niño malo e Historia del niño bueno, Twain toma como modelos a los niños que protagonizan las historias “de los libros de escuela dominical”, y traza un paralelo con los protagonistas de sus cuentos. El niño malo, a diferencia de lo que sucede con los niños malos de los libros, triunfa en la vida y nunca paga por los males que comete. “Pasaron los años y se casó, y formó una enorme familia, y una noche les rompió la crisma a todos con un hacha, y se hizo rico a través de todo tipo de engaños y pillerías; en la actualidad es el peor sinvergüenza del pueblo que lo vio nacer, y es respetado en todas partes, y forma parte de la Legislatura.” Mientras que el niño bueno no tiene tanta suerte como los niños buenos de los libros. Después de explotar por estar rociado accidentalmente con nitroglicerina, el narrador dice: “Así murió el niñito que se portó lo mejor que pudo, pero no le ocurrió como dicen en los libros. Cualquier otro niño que se comportó como él prosperó, todos excepto él. Su caso es verdaderamente excepcional. Es probable que nunca pueda explicarse.” Y este es el punto en el que Twain nos abandona, después de habernos mostrado lo suficiente como para que en adelante desconfiemos de las simplificaciones.
Uno de los recursos formales que más utilizó en sus cuentos aparece ya en La célebre rana saltarina…: la narración dentro de la narración; personajes que cuentan historias sobre otros personajes que nunca entran en escena. Twain tiene debilidad por los simples contadores de historias, por los borrachos de bares o los chismosos, y aunque le interesa darles la palabra, no cree que escribir literatura consista en trasladar esos relatos al papel sin mediación. Siempre hay alguien que llega a un comedor o a un bar y pregunta algo, y como respuesta obtiene largos discursos más o menos disparatados que formarán parte de un cuento. Como esos mismos narradores orales, Twain creía que lo importante era retener la atención del público hasta que el relato pudiera sostenerse por su propia fuerza, y pensaba que para esto lo mejor era disponer de una buena cantidad de mentiras. En su ensayo Sobre la decadencia del arte de mentir, afirma: “Creo que es imprescindible examinar con inteligencia qué tipos de mentiras son las mejores y más saludables, dado que todos tenemos que mentir y que todos mentimos; y qué tipos de mentiras es mejor evitar”.
Periodismo y ficción. Uno de los aspectos más interesantes de los cuentos de Twain es su constante referencia a los periódicos, a los periodistas, y a las noticias que circulan por la prensa, estableciendo un complejo intercambio entre ambos discursos: el periodístico y la ficción. En algunos casos, como en La leyenda de la Venus capitolina, inventa una historia a partir de una noticia sobre el hallazgo de un “gigante petrificado” en los Estados Unidos, que por supuesto era un fiasco. En otros cuentos la referencia tiene que ver con su experiencia personal como periodista, como en Periodismo en Tene-ssee o Cómo llegué a ser editor de un diario agrícola. Y tal vez sea en estos cuentos donde aparece el costado más ácido del humor de Mark Twain.
En Periodismo en Tennessee cuenta la historia de un redactor que entra a trabajar a un diario, y lo primero que su editor le encarga es una nota sobre “el espíritu de la prensa en Tennessee”. El redactor escribe una serie de opiniones moderadas sobre los demás medios gráficos de la región, pero cuando se la pasa a su editor éste le dice: “El periodismo blandengue me da escalofríos”, y empieza a corregir la nota cargándola de insultos y acusaciones contra sus colegas, al tiempo que intercambia disparos con el comisario que se asoma por la ventana, con un coronel que viene a retarlo a duelo, y exige notas contra los políticos, los policías y los curas. En este cuento, decididamente genial, Twain hace converger a todos los poderes en una modesta redacción, y crea imágenes de una violencia gélida sólo comparable con las animaciones de Bill Plympton.
En Cómo llegué a ser editor de un diario agrícola, un personaje que no sabe nada sobre los asuntos del campo, pero que trabajó como periodista en la ciudad, llega a un pueblo y de inmediato alcanza el puesto de editor del único periódico local. Poco a poco el público empieza a quejarse por los errores que aparecen en las noticias –por ejemplo: “El guano es un pájaro excelente, pero debe emplearse gran cuidado en su crianza”, o “Los nabos no deben ser arrancados, ya que eso los perjudica”–, y cuando el director del diario lo cita para pedirle una explicación, el editor exclama: “¡Usted pretende decirme algo a mí sobre cómo se dirige un periódico! Señor, yo he ido desde Alpha hasta Omaha, y le aseguro que cuanto menos sabe un hombre, más ruido hace y más alto es su sueldo!”.
El volumen Cuentos completos 1, que acaba de publicar Editorial Claridad, reúne los primeros veinte cuentos que publicó Mark Twain, entre 1865 y 1879. En total, dio a conocer sesenta narraciones cortas. Pero no son pocas las razones para pensar que entre estos cuentos tempranos, escritos con mucho entusiasmo y pocas presiones –con los años, los vaivenes financieros condicionarían sus plazos de publicación–, se encuentra lo mejor de su obra breve. Mark Twain creía no sólo que la literatura debía hablar sobre el mundo, sino que en lo posible debía modificarlo. Sus ideas políticas atraviesan todos sus escritos, desde los cuentos hasta sus textos antiimperialistas, pasando por sus novelas. Pero tal vez sea su sentido del humor, el ingenio con el que mira aquello sobre lo que escribe, lo que enciende estas historias cada vez que volvemos a leerlas. En algún lugar escribió: “Carlyle dijo: una mentira no puede vivir. Demuestra que no sabía cómo contarlas”. La reedición de sus cuentos le da la razón.
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