El oro, Midas y nosotros
Por Alvaro Casal
El País, Montevideo
Hace ya algún tiempo que el valor del oro va subiendo. Quien lo compró a U$S 432,70 por onza el 28 de abril de 2005, exactamente un año más tarde se encontraba con que cada una de sus onzas valía U$S 656,70. Hoy esas onzas están a más de U$S 800. Marc Faber, editor de «Gloom, Boom & Doom Report», quien años atrás recomendó a los inversionistas que compraran oro, ha dicho que el oro podría «fácilmente» subir a un precio récord de mil dólares la onza en el 2008.
Al fin de cuentas, ya ha rondado cerca de los 850 dólares la onza, que es la cifra récord alcanzada por este metal en enero de 1980.
Claro que esta valorización en dólares es un tanto ilusoria. Faber y otros expertos han dicho que ella en parte se debe al debilitamiento de la moneda estadounidense. Quienes tienen oro, si lo venden, obtendrán más dólares que antes pero esos dólares tienen menor poder adquisitivo y probablemente valdrán menos aun en el futuro.
Durante la Primera Guerra Mundial, cuando los submarinos alemanes eran capaces de hundir a los barcos que llevaran a Europa el oro extraído de las minas de Sudáfrica, se optó por no embarcarlo. Una parte de ese oro se conservaba en Estados Unidos, otra parte en Inglaterra, otra en Francia y así sucesivamente.
El inglés Bertrand Russell sugirió: «¿Por qué no llevar la ficción un paso más y considerar que el oro ha sido extraído, dejándolo en paz bajo la tierra?»
La idea de Russell era ésta: «Si yo digo que guardo cien libras para un día lluvioso, tal vez sea sabio. Pero si digo que, por muy pobre que llegue a ser, nunca gastaré las cien libras, éstas dejan de ser una parte efectiva de mi fortuna, y tanto valdría que las hubiese regalado.»
Reflexiones que forman parte de un pensamiento que por más razonable que parezca, no se compadece con ciertas realidades que se arrastran desde tiempos remotos.
En el Egipto de los faraones, en la antigua Grecia y entre los nativos de América ya existía la fascinación por el oro. El elemento número 79 de la Tabla de Mendeleiev, sigue siendo atesorado en lingotes, plaquetas, pequeñas esferas, barras, medallas, tabletas, monedas y alhajas.
Recuerdo que hace años, en Norteamérica, visité a un señor que me confió que poseía oro guardado en varios lugares. En la bóveda de un banco suizo tenía varios kilos que nunca había visto. Aun así, se sentía seguro de que su oro estaba allí y que llegado el día lluvioso podría juntarse con él. Otro tesoro no menos importante lo conservaba enterrado en el jardín de su casa. Hacía largo tiempo que él no lo veía. Yo tampoco lo vi, pues sólo señaló con vaguedad el sitio donde se hallaba y donde es posible que se halle todavía hoy.
A pesar de estar en el año 2007, todo esto nos acerca llamativamente a viejas historias.
Como la de la gallina que ponía huevos de oro y fue muerta por su dueño, quien trataba de hacerse de más huevos áureos.
O la del rey Midas, que obtuvo de los dioses el don de que se convirtiera en oro todo lo que tocara. Al principio le pareció algo muy conveniente. Cuando se dio cuenta de que el alimento que necesitaba para sobrevivir se tornaba en metal antes de que pudiera comerlo, se empezó a preocupar. El asunto empeoró cuando su hija quedó petrificada (o metalizada) del momento que la besó. Se sintió espantado y tuvo que pedir a los dioses que lo dejaran sin aquel don.
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