Las consecuencias del horror
Por Claudio Fantini
Revista Noticias
Aniversario. Una multitud se congregó en Zuccotti Park, en el bajo Manhattan, para conmemorar con una solemne ceremonia los seis años del ataque a las Torres Gemelas.Osama bin Muhamad bin Awdah bin Laden, nacido el diez de marzo de 1957 en Riad siendo el número diecisiete de los cincuenta hijos que el padre tuvo con las veintidós esposas de su haren; crecido en el seno de una familia cuya fortuna se estima en los cinco mil millones de dólares; formado primero en una madraza de Jeddah y luego en el aristocrático Victoria College de Alejandría; y finalmente convertido en ingeniero con estudios paralelos en administración de empresas y teología coránica en la Universidad Rey Abdulaziz.
Ese hombre llenó con su rostro sereno las portadas de los diarios y las pantallas de televisión de todo el mundo hace seis años, junto a la imagen de las Torres Gemelas convertidas en antorchas gigantes ardiendo hasta hundirse en el vientre de Mannhattan.
A esa altura, en los archivos del Pentágono había fichas que afirmaban que, tras dirigir campos de adiestramiento en Sudán y aunque enemistado con la familia real saudita, fueron los servicios secretos del reino arábigo los que lo involucraron con los mujaidines que luchaban contra el invasor soviético en Afganistán. Y desde las montañas cercanas a Jalalabad donde instaló su cuartel general, tras la caída de Najibulá (el último títere del Kremlin), el ingeniero saudita planeó y dirigió el atentado que en 1993 dejó seis muertos en los subsuelos del World Trade Center, además de las voladuras de las embajadas norteamericanas en Nairobi y Dar el Salam. Por eso cuando una lancha-bomba atacó el USS Coll en un puerto de Yemen, la cabeza del millonario saudita ya cotizaba en cinco millones de dólares a pagar por el FBI; y cuando el mundo vio en Nueva York lo que parecía una película de Spielberg, su cara imperturbable empezó a multiplicarse en la TV y en las portadas de los diarios.
Su alianza con el régimen talibán fue anudada con matrimonios: la quinta esposa de Bin Laden es la hija del emir Omar, máximo líder talibán que a su vez está casado con la hija de Bin Laden, por lo que ambos son suegros y yernos entre sí.
La tempestad que desató el 11-S arrasó con el régimen talibán y con las bases de Al Qaeda en Afganistán, pero no quebró la alianza entre el emir pashtún y el ingeniero saudita. Desde entonces, Omar vive oculto en las áridas montañas que rodean Kandahar en la provincia de Helmand, y Osama Bin Laden se escurre por laderas, cumbres y valles del Hindu Kush.
Posiblemente, Al Qaeda ya no es la neurona principal de una red de células dormidas, esparcidas a modo de imperceptibles metástasis por buena parte del planeta. Hoy quizá sea sólo una fuente inspiradora de un sinfín de organizaciones terroristas que actúan por su propia cuenta. Ya no necesita hacer más nada porque siempre habrá algún psicópata dispuesto a hacerlo en su nombre. En gran medida, porque el ingeniero saudita y el médico egipcio que lo secunda, Aymán al-Zawahiri, obtuvieron por el 11-S un premio totalmente inesperado: la respuesta del gobierno norteamericano fue funcional a sus oscuros designios.
Las instituciones. Cuando le preguntaron cuál consideraba que fue el principal efecto de la Revolución Francesa, Chou En-lai respondió “es demasiado pronto para saberlo”.
Por la dimensión profunda y cataclísmica que tiene, también es demasiado pronto para saber cuál es el principal efecto del 11-S en el mundo. Sin embargo, es posible establecer cuál ha sido en lo inmediato su consecuencia más significativa dentro de los Estados Unidos. Y esa consecuencia fue el debilitamiento de las instituciones de la república.
Ocurre que el ataque genocida del 2001 en territorio norteamericano instaló el miedo en el que fermentó un discurso nacionalista y maniqueo que derribó los límites y las contenciones del poder. Ese poder quedó en manos del ala extremista del gobierno, encabezada por el vicepresidente Dick Cheney, el titular del Pentágono Donald Rumsfeld, el subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz y el asesor presidencial Karl Rove, varios de los cuales provenían del Project for a New American Century, donde junto a Francis Fukuyama habían enarbolado desde principios de los noventa propuestas como la invasión de Irak, el unilateralismo y la doctrina de la guerra preventiva.
El 11-S creó el clima de histeria y pánico que allanó el camino a la aplicación de este programa que, en su momento, había rechazado Bill Clinton. Y cubriéndole la retaguardia, una serie de leyes y acciones gubernamentales debilitaban la institucionalidad y acotaban derechos y libertades de los ciudadanos. Este es valor agregado al acto exterminador que sus autores no esperaban.
La ideología oscurantista de Al Qaeda se funda en la radicalización del wahabismo, vertiente teológica fundada en el siglo XVIII por Muhamad ibn abd Al Wahab, y en el desprecio a Occidente que fundamentó en sus libros el egipcio Sayyib Qutb a mediados del siglo XX.
Osama Bin Laden aportó el wahabismo y su mano derecha, al Zawahiri, sumó los odios viscerales y retorcidos de Sayyib Qutb. La suma da que para defender una sociedad cerrada, ultramoralista y teocrática basada en la interpretación literal del Corán, es necesario atacar su contracara, o sea la sociedad abierta, secular y cosmopolita fundada en la filosofía liberal.
Por eso los ataques siempre tuvieron como blanco a las Atenas contemporáneas. De las antiguas polis griegas, la de los atenienses era la más abierta, desprejuiciada, tolerante y cosmopolita, y tenía a Esparta como contracara. Mientras que en Atenas había horizontalidad, debate y espacio para al ateismo, en Esparta reinaba el silencio, la verticalidad y una cerrada y total creencia en los dioses mitológicos.
Por su cosmopolitismo, liberalidad tolerante y diversidad étnica y cultural, Nueva York es una Atenas contemporánea. También lo son Londres y Madrid, así como Buenos Aires en el sur de América y Estambul en el mundo musulmán. Por eso todas ellas han sido blanco de los más feroces enemigos que tuvo la sociedad abierta, la tolerancia a lo diverso y las libertades individuales. Esa sociedad que, en definitiva, absorbe desde hace décadas un inmenso flujo de inmigración musulmana.
El objetivo del 11-S, así como de las masacres en Londres y Madrid, es por un lado poner a las comunidades musulmanas radicadas en Occidente bajo la presión del miedo y la sospecha, para que sus vidas lejos de tierras islámicas se vuelva insoportable; y por otro lado hacer que la sociedad abierta, liberal, cosmopolita y plural se vuelva cerrada, intolerante, homogénea y expulsiva.
Ambos objetivos de los predicadores del odio y la jihad fueron en buena medida alcanzados. Mucho más en los Estados Unidos que en Europa, porque el ala extremista del gobierno neoconservador desplegó sus planes imperiales sobre el miedo de la sociedad y su oscura ilusión de que todos los peligros que corren los norteamericanos pueden ser conjurados en tierras lejanas.
Los errores de Bush. El primer estropicio institucional y jurídico que cometió la administración Bush fue la adulteración de pruebas y la argumentación fraudulenta con que se logró que el Congreso aprobara la invasión de Irak. Por muchísimo menos, Nixon tuvo que renunciar y Clinton recorrió el calvario de un “impeachment”; pero el gobierno republicano logró que la CIA y su por entonces director, George Tennet, pagaran la totalidad de la cuenta.
Después vinieron escándalos como el caso Valery Plame, la agente encubierta de la CIA cuya identidad fue revelada en venganza al informe de su marido que desmentía la afirmación gubernamental de que Níger había vendido uranio enriquecido a Saddam Hussein. Pero antes de que esto ocurriera, la Patriot Act ya había recortado libertades individuales, mientras que la Ley de Comisiones Militares evidenciaba el desprecio a la Convención de Ginebra y cubría de turbia legalidad las cárceles secretas y a ese agujero negro del derecho internacional que está en Guantánamo.
Alberto González, quien como asesor legal de Bush en la gobernación de Texas había aconsejado rechazar todos los pedidos de clemencia a favor de los condenados a muerte, como secretario de Justicia del gobierno federal logró la aprobación de la extensión de los poderes presidenciales, elaboró leyes para justificar abusos y torturas, y también encubrió las escuchas ilegales del FBI a ciudadanos estadounidenses, antes de tener que renunciar por haber echado a una docena de fiscales renuentes a seguir los dictados del moralismo republicano.
Sin embargo no fueron los enchastres institucionales y los escándalos la razón por la que la administración neoconservadora se hundió en la impopularidad y su ala extremista entró en desbanda. El colapso republicano se debe a Irak, donde se comprobó que la capacidad militar de vencer no es equivalente a la capacidad político-militar de controlar el país vencido.
El eclipse de la crueldad. Seis años después del bestial acto exterminador, Osama bin Muhamad bin Awadh bin Laden ya no puede activar como por control remoto a las células dormidas de su red terrorista; pero su nombre inspira a un creciente número de lunáticos dispuesto a sacrificar su vida en el altar del odio y el rencor, matando a civiles inermes y sorprendidos por un ataque a traición.
Seis años después de la masacre más fotogénica de la historia, la invasión a Irak y el caos que desató ocupan más lugar en el estupor internacional que el desenfreno criminal de los fanáticos que todos los días detonan coches bomba o kamikazes en mercados, escuelas, centros asistenciales o donde fuera que hubiere muchedumbres inermes para destrozar, con el demencial objetivo de sumergir a los iraquíes en una guerra civil interétnica.
Por eso, el rasgo distintivo de estos años erráticos y nebulosos es que la negligencia imperial de unos eclipsó la crueldad exterminadora de otros. Lo que hace que a la pregunta sobre las consecuencias del 11-S haya que responderla como Chou En-lai al ser interrogado sobre los efectos de la Revolución Francesa: “es demasiado pronto para saberlo.”
El autor es periodista y politólogo.
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