Vivir en civilización
Por Andrés Reynaldo
El Nuevo Herald
A seis años del 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos lleva en su haber una espectacular victoria y una no menos espectacular derrota: sus servicios de inteligencia han impedido otro ataque de Al Qaida en suelo estadounidense y, en contraste, Osama bin Laden sigue intocable en su santuario de las montañas entre Afganistán y Pakistán.
Ese día, sobre la piel de 2,996 víctimas en Nueva York, Washington y Pennsylvania, la historia escribió el primer capítulo de una nueva edad. Al pasar a una escala masiva, el terrorismo dejó de ser un fenómeno para convertirse en un sistema. Hoy, Al Qaida es una red de franquicias (algunas de ellas sin contacto con su matriz) que apunta a la destrucción de Occidente y la creación de un califato universal. De Indonesia a París, decenas de miles de adeptos se suman de obra a la sangrienta cruzada contra nuestra civilización. Y son millones aquellos que se suman en espíritu.
El escenario global del enfrentamiento dificulta la concepción de una estrategia. Mendigos yemenitas, príncipes sauditas, jóvenes de clase media en Estados Unidos, Europa y Australia, clérigos chiitas y banqueros palestinos, choferes de taxi y físicos nucleares trazan un rompecabezas social, étnico y político apenas descifrable. De este modo, las iniciativas que pudieran tener éxito en Egipto resultarán contraproducentes en el Líbano. La máscara del islamismo radical encubre los rostros de una vastísima humanidad que nos contempla, no siempre sin razón, como la encarnación del demonio.
A su vez, la multiplicidad de los discursos extremistas atenta contra la convocatoria a un debate de largo aliento y la implementación de efectivos esfuerzos de propaganda. Si durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría los norteamericanos y sus aliados conseguían valerse de un sólido andamiaje ideológico frente al nazismo y el comunismo, aquí han quedado reducidos, a priori, al empleo de la fuerza bruta. Esta opción, contraria a la cultura del hombre occidental moderno, nos desgasta y consume en contradicciones al tiempo que fortalece al adversario, quien halla en la muerte un principio germinal.
Sin embargo, en estos años sazonados por monstruosos atentados en Europa y Asia, han podido identificarse áreas de fructífero diálogo entre el islam y Occidente. Tarde hemos redescubierto que en el ámbito islámico existe una creciente tensión entre pensadores moderados y fundamentalistas. Recién ahora, Alemania y Francia comienzan a encaminar programas para formar muftíes capaces de interpretar las leyes coránicas bajo una luz tolerante y ecuménica. A pesar de estar marcado por los cismas desde sus mismos orígenes, el islam cuenta con una tradición de tolerancia y búsqueda de la verdad científica que alcanzó su máximo esplendor en la Edad Media. Recordemos que la Córdoba musulmana del siglo X fue la sociedad más sofisticada de Europa con 700 mezquitas, 70 grandes bibliotecas con un ejército de investigadores, traductores e ilustradores; 900 baños públicos y el primer servicio de alumbrado público.
Lamentablemente, ante una coyuntura que reclamaba líderes de una excepcional visión, Estados Unidos padece la administración de George W. Bush. En diciembre del 2001, Bin Laden escapó en las narices de las milicias afganas y un puñado de tropas especiales norteamericanas y británicas. Gary Berntsen y Gary Schroen, oficiales de la Agencia Central de Inteligencia a cargo de las operaciones contra el jefe terrorista, concuerdan en que su captura hubiera sido posible de asignarse las tropas solicitadas al entonces secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld. (Otros militares que estuvieron en el terreno de operaciones confirman esta versión.)
Bajo la tutela norteamericana, Afganistán se ha erigido en un narcoestado que produce más del 90 por ciento de la heroína que se consume en el mundo. Las fuerzas del talibán, diezmadas a principios del 2002, se han reconstituido con peligroso ímpetu. En Irak, los errores crasos de Rumsfeld y Paul Bremer, procónsul de Bush desde mayo del 2003 hasta junio del 2004, desoyendo con frecuencia los consejos de generales y expertos en inteligencia, echaron las bases de una crisis humanitaria y política que empañará por décadas las relaciones entre las principales potencias occidentales y las masas árabes.
Protagonistas de una era que augura atroces confrontaciones, accedemos en este 9/11 a la exaltación de la vida. Esa es nuestra decisiva ventaja. Ojalá que no la perdamos en el ciego fragor de la batalla.
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