El mapa de la felicidad
Por Gina Montaner
El Nuevo Herald
La Universidad de Leicester, en el Reino Unido, ha publicado un estudio sobre los índices de felicidad en el mundo y el primero en la lista es Dinamarca, mientras que Burundi aparece en el último lugar de un listado de 178 países.
No me sorprende que los daneses se lleven la palma del bienestar. Hace años tuve la oportunidad de pasar una semana en Copenhague y me dio la impresión de que los habitantes de este pequeño país europeo tenían muchos motivos para sentirse felices.
La razón principal de aquel viaje era la boda de mi hermano con una guapa joven danesa que había conocido en Nueva York. Al cabo de unos meses de tórrido romance, anunciaron que contraerían matrimonio en la ciudad natal de la novia y para allá fue una delegación familiar en representación de la rama caribeña que ahora se unía a la sangre vikinga.
Yo ya había estado en Dinamarca cuando tenía doce años. Fue un memorable verano en el que junto a mis padres y mi hermano recorrimos Europa a bordo de una furgoneta y dormíamos en tiendas de campaña. En aquel momento tuve la sensación de que a medida que nos acercábamos al norte aumentaban la prosperidad y el civismo. Los campings de Noruega y Holanda eran limpios y funcionales. Amsterdam era un prodigio de ciudad en la que sus rubios y sólidos habitantes se desplazaban incansables en bicicleta. Aquel verano por primera vez vi en los parques a gente tomando el sol desnuda sin causar el más mínimo revuelo.
Mi hermano ahora era un hombre de 21 años a punto de unirse a una cultísima mujer formada en el sistema público danés y con unos valores éticos y laborales a la altura de los sesudos filósofos que había dado su minúsculo terruño. Pero debo admitir que apenas la conocíamos cuando desembarcamos en Copenhague para asistir a su matrimonio civil. Y fue allí donde tuvimos la oportunidad de departir con una hospitalaria y sonriente familia política que proclamaba skol en los repetidos brindis que hicimos durante el sencillo almuerzo nupcial.
A nosotros los daneses y danesas nos parecieron escandalosamente atractivos, altos y saludables. Cuando salíamos a la calle teníamos aspecto de enanos desnutridos comparados al producto nacional. Y en la fiesta que siguió a la boda los simpáticos anfitriones citaban a Kierkegaard con la naturalidad de quien charla sobre el tiempo. Además de bellos eran cultos, tiraban los papeles a la basura y estaban en forma por ir en bicicleta de un lado a otro. En los paseos admiramos calles bien diseñadas, centros escolares funcionales y tolerancia por doquier. Se respiraba el ambiente de una sociedad con un alto grado de satisfacción colectiva.
No vi en Dinamarca ostentación ni extremos de pobreza y riqueza, sino una sociedad que había alcanzado tal vez lo más difícil de lograr: la uniformidad de una vida decorosa y al alcance de todos. El estado de bienestar sin aplastar el esfuerzo individual y enemigo del castrador colectivismo marxista. En los pisos y casas que visité encontré los genéricos muebles al estilo de Ikea. O sea, cómodos y asequibles sin sacrificar el sentido estético. De alguna forma, este magnífico concepto ideado por una familia sueca simboliza los valores de las sociedades del norte de Europa.
En el mapa de la felicidad global los islandeses, austriacos, finlandeses y suizos siguen a los daneses en calidad de vida. Tampoco me extraña. Amables países como el que descubrí hace años en la boda de mi hermano con su enamorada. Debo añadir que a esta pareja la felicidad le dura.
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