Yeltsin, el fin de la URSS
Por Hernán Felipe Errázuriz
El Mercurio
Se dice que Boris Yeltsin se infartó al informarse que el candidato del otrora relevante Partido Comunista francés no alcanzó a obtener el dos por ciento en la elección presidencial del domingo recién pasado. En todo caso, ese resultado debe haber provocado, si no la muerte, profunda impresión al primer Presidente elegido democráticamente en Rusia. En menos de dos décadas, el comunismo prácticamente ha desaparecido como fuerza política relevante, desde luego en la propia Rusia. A ello contribuyó Yeltsin decisivamente.
El fallecido mandatario, a diferencia de su predecesor Mijaíl Gorbachov, no pretendió sólo reformar al Partido Comunista soviético: se empeñó en disolverlo. Lo logró con la descentralización y el establecimiento de las libertades políticas y económicas. Sabía que el cambio debería ser total, porque el régimen marxista había fracasado. Su gestión no estuvo exenta de fallas, nepotismo, corrupción y abusos que impusieron grandes sacrificios a su pueblo. Él mismo lo reconoció y se disculpó al abandonar anticipadamente el poder. Había iniciado un proceso trascendental, que ha permitido que Rusia influya no por sus amenazas políticas y bélicas, ni por su opresión a los pueblos de Europa central, ni por su promoción universal del totalitarismo, sino por la legitimidad democrática de sus autoridades y por el significativo poder nacional que representa.
Fascinante es la personalidad de Yeltsin. Valiente, intuitivo, sencillo y vividor. Perfectamente pudo ser un personaje de las novelas rusas, especialmente de las de Dostoievski. Portaba algunas de las características, contrapuestas entre sí, de los hermanos Karamazov -de Iván, Demetrio, Aliosha y Smerdiakov-. No temió enfrentar al partido político más poderoso y siniestro del mundo. Tampoco vaciló en desafiar una asonada organizada por la antigua dirigencia comunista y algunos militares que pretendieron reinstalar la Unión Soviética. Inolvidable es su imagen encima de un tanque, envuelto en la bandera de Rusia, aquella que ordenó que reemplazara a la roja de la hoz y el martillo.
Impactantes han sido sus honras fúnebres. Nadie habría imaginado ver algún día a los líderes rusos orando y persignándose en la reconstruida catedral de Cristo Salvador -que Stalin ordenó demoler-, para homenajear al ex Presidente Yeltsin con el ceremonial reservado a los zares.
Patético resulta contraponer estos acontecimientos con los intentos de Fidel Castro de reasumir el poder, para seguir reviviendo aquel moribundo régimen que Yeltsin sepultó.
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