Una niña mala en la ficción de Vargas Llosa
Por Eliécer Calzadilla
Correo del Caroní
El escritor Mario Vargas Llosa es autor de un ensayo que recomiendo con entusiasmo a los que escriben cuentos o novelas. Carta a un joven novelista (Planeta, 1998), tiene, al comienzo, apariencia epistolar, y el título hace suponer esa forma, pero en realidad es un ensayo extraordinario, de enorme contenido académico, pedagógico. Con el encanto de notas autobiográficas, que hermanan la habilidad para hacer ficción con el atributo de decir mentiras, Vargas Llosa consigue, en poco espacio, decir e ilustrar sobre el arte de escribir ficción, de hacer novelas.
He leído casi toda la obra de este escritor y pienso que tengo que releer sus primeras novelas. Es uno de los más destacados intelectuales de occidente. Sus artículos de opinión son publicados cada quince días en los más importantes periódicos en castellano, y en ellos se revela un pensador de talla universal que atraviesa con muy penetrante e inteligente voz, por los temas de la libertad, el individuo, la democracia, el arte, el conocimiento, la historia, la política… Sus ensayos son magistrales. Creo que su obra merece el Nobel de Literatura. Su última novela publicada, Travesuras de la niña mala (Alfaguara, 2006), es una joya literaria. De ella quiero hablar.
Si Carta a un joven novelista, es una cátedra sobre el arte de hacer ficción con la literatura, esta novela, Travesuras de la niña mala, es un modelo insuperable del arte de novelar. A riesgo de pecar por exceso de entusiasmo, y para el caso de que alguien me preguntara sobre una novela que sirviera de ejemplo, de enseñanza, digo que no vacilaría en recomendar esta obra. En ella se concretan, de manera especialmente feliz, una historia extraordinaria y una estupenda forma de contarla.
Esta novela es, esencialmente, una historia de amor. El propio Vargas Llosa deja saberlo por boca de los personajes. En mitad del relato, cuando Ricardo Somocurcio termina de contarle a Elena las idas y venidas, encuentros y desapariciones de la niña mala, ella le dice, “¿Sabes que es una maravillosa historia de amor?” y más adelante reitera diciendo: “Porque eso es lo que es, en el fondo. Una maravillosa historia de amor”. En el final de la novela, en la última página, la niña mala le dice a Somocurcio, que ella le ha dado un tema para una novela, que si algún día se le ocurre escribir la historia de ese amor, no la haga quedar tan mal.
La historia arranca en Lima y sigue en París, La Habana, Tokio, Londres… Vargas Llosa, que conoce bien París, aprovecha para pasear la historia por los más emblemáticos espacios de esa ciudad. El largo tiempo que se inicia a finales de los sesenta transcurre paralelo a la vida azarosa y picaresca de la niña mala. Ella es un personaje inolvidable, entrañable, fantástico. Él, Somocurcio, es hombre normal, corriente, traductor e intérprete, que tiene a París como residencia y viaja temporalmente a cualquier parte con su oficio y su propia vida, rutinaria, casi mediocre. Se me ocurre que Somocurcio tiene algo de Penélope que puede ser, además del amor, la paciencia, la espera. Tiene de singular que no es una espera sino muchas, de muchas veces, para que una y otra vez la niña mala lo deje, lo abandone y se quede amándola, esperando que ella aparezca, quién sabe cuándo. También se me ocurre que este personaje no encarna un arquetipo; lo que es arquetípico a partir de ahora es el “amor a lo Somocurcio” o “al estilo Somocurcio”, que Vargas Llosa retrata con humor.
Y es que el humor recorre el espinazo de la novela, de punta a punta. Yo diría que el humor hace soportables las maldades de la niña mala. Este personaje sí que es un logro acabado, perfecto, del escritor: como Antonio Consejero, de La Guerra del Fin del Mundo, o como Pantaleón Pantoja, de Pantaleón y las visitadoras. Quedé fascinado con este personaje de la niña mala.
Al lado de la historia que hace la médula del relato hay otras historias. Hay la historia de un tiempo que parte con el triunfo de Fidel Castro en Cuba y que, en pocas páginas, Vargas Llosa lleva a París, al movimiento hippie, a los años en que aparece el Sida y mata gente sin que nadie supiera que era el Sida. Hay dos o tres historias que se entretejen con la de la niña mala y Somocurcio, y desaparecen -como desaparecía la niña mala-, sin que al pulso de la novela lo afecte una taquicardia narrativa. Vargas Llosa logra páginas inolvidables con la historia de un políglota extraordinario, el Trujimán, que termina loco de amor. La historia de un peruano, Juan Barreto, que pinta caballos en Inglaterra, es intensa. La de un viejo que decide dónde deben construirse los rompeolas, con sólo “ver” el mar es otra de las que afirman la estructura de la obra y completan la historia de la niña mala. La manera de enlazar estas pequeñas historias es de las cosas que más admiro de esta novela y pienso que es una de las técnicas narrativas del autor que más puede ayudar a quien quiera aprender a escribir novelas.
Más allá de estas apreciaciones, que son las de un lector, de un hedonista que soy yo, está el poder de la ficción. La vida sería insoportable si tuviéramos que conformarnos con eso que llaman la realidad. La ficción de los novelistas nos permite habitar en otro mundo, en otra esfera, que hace más llevadera la vida. Leo por placer, sólo por eso. Y por eso recomiendo esta novela, una de las mejores y que con más placer he disfrutado.
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