Argentina: El clientelismo político obstruye el desarrollo
Por Mariano Narodowski
Clarín
Dependencia y temor al poder no favorecen el debate ni el progreso intelectual y tecnológico. Mucho menos, a la competencia capitalista.
Hace algunos meses, en esta misma sección, Beatriz Sarlo describía la situación de la universidad en términos de “loteo”: una división del espacio público en diferentes parcelas que responden en cada caso a diferentes personas o grupos con intereses directos que claman reformas en general pero no admiten que se reforme el propio espacio.
La práctica del “loteo” se encuentra muy arraigada en la Argentina. El momento típico es el acto eleccionario: el uso del dinero público a favor de un candidato y la especulación con las necesidades vitales de la población pobre en la repartija de zapatillas, bolsas de comida o viviendas. Pero se la observa también en las negociaciones por subsidios estatales a empresas deficitarias, en el reparto discrecional de la publicidad oficial, en los “capangas” —que pueden ser grandes dirigentes o pequeños caciques— que manejan espacios públicos a su antojo. Su instalación en nuestras universidades en un síntoma de la gravedad del deterioro de lo público.
Se trata de un patrimonialismo que convierte un bien público en un bien privado manejado de acuerdo a reglas que sirven más al interés particular que al general y basado en la apropiación de rentas improductivas. Estas reglas suelen armarse paralelamente a la legislación vigente o pueden ser directamente ilegales ya que la práctica patrimonialista presupone una Justicia débil, que no solamente no controla los abusos del poder sino que convierte abusos en usos y costumbres.
Este patrimonialismo tiene dos consecuencias visibles. La primera es el clientelismo: si el Estado y sus recursos son patrimonio de personas o grupos, es lógico que el vínculo que se establezca entre gobernantes y gobernados esté basado en el intercambio de eso que unos tienen y que otros necesitan. Es un vínculo signado por una suerte de mercado perverso en el que los ciudadanos se convierten en clientes pasivos. La precondición del clientelismo es la necesidad y la forma pasiva de comprenderla. Por eso, aunque no es el único espacio clientelar, la pobreza es el territorio donde se muestra la cara cínica, ya que la necesidad de la gente es la posibilidad de que se reproduzca el loteo patrimonialista. Tal vez ese es el resultado más importante de la crisis del 2001: un umbral de 30% de pobreza abre posibilidades ilimitadas a la tradición patrimonialista.
La segunda consecuencia es la docilidad: se trata de una afectada afición a los funcionarios de turno porque las decisiones de su lote pueden torcer vidas, historias, proyectos. Se trata de una hipocresía consentida que permite a un ministro convocar a un debate en el que no se debate o a una ministra llamar a una conferencia de prensa en la que no se pregunta. Una ficción que habilita a empresarios a despotricar en privado contra la política antiinflacionaria para alabarla en público. Una picardía rentista que asegura que cerrando la boca se pueden obtenerse más ganancias. Una astucia de adulones que suele generar su contrario: en la Argentina no hay peor ostracismo que el de aquellos funcionarios que perdieron poder.
La práctica patrimonialista suele ser condenada en términos valorativos y de deterioro de la república. Se condenan las mañas que transgreden la Constitución y las leyes y se asume que esa baja calidad institucional influye negativamente en la vida de la población y en las inversiones extranjeras debido a la inseguridad jurídica. Sin embargo, pocas veces se advierte que el loteo de lo público genera relaciones sociales que restringen el desarrollo autónomo para la Argentina.
Clientelismo, temor al poder y simpatía por los poderosos no favorecen a un clima de debate y progreso intelectual y tecnológico, mucho menos a la competencia capitalista y, por ende, a la búsqueda de beneficios debidos a la eficiencia, la productividad, la innovación. El loteo de lo público genera un ambiente empobrecido y su organización es incompatible con la posibilidad de generar potencia argentina. El patrimonialismo es centralista y autoritario por lo que restringe la autonomía y las redes; es rentista y teme el riesgo; es conservador y no se propone transformar. Es endogámico y sólo le importa el pago chico y cuando se abre al mundo —y lo hemos experimentado en los 90— lo hace a costa de una tilinguería igual de peligrosa que cuando se muestra aldeano. En cuanto a la pobreza, sólo le da soluciones parciales y allí no hay ingenuidad: ella es el principal combustible que alimenta la autoreproducción patrimonialista del poder.
Si se quiere innovar, lo que se recomienda es estar a una distancia prudente de los políticos y los funcionarios manteniendo con ellos relaciones cordiales, de no interferencia, crecer “sin hacer olas” y pagando los peajes que correspondan (incluidas altas dosis de adulonería). Pero esto es sólo posible en emprendimientos que soportan ese costo porque surgen de la explotación de recursos naturales hoy de alto precio en el mercado mundial o porque provienen del ensamblado y el comercio de bienes que poseen tecnología de punta producida fuera del país con personas ya formadas.
Este esquema deja afuera el desarrollo autónomo y ata las posibilidades de progreso a condiciones económicas externas incontrolables y que cada vez más requerirán una organización alejada de loteos y clientelismos.
Es evidente que el cambio de las condiciones políticas que generan atraso y pobreza no va a darse en un escenario tradicional. No son los viejos (ni los nuevos) capangas los que ampliarán márgenes de acción y aceptarán diferencias como lógica del enriquecimiento social. Nuevos sujetos deberán producir nuevos escenarios, entendiendo que la autorreproducción patrimonialista da resultados de corto palazo y sólo se sostiene con más atraso y más pobreza. Nuevos sujetos con capacidad de inventar y de gestionar y que cuando ocupen puestos en el Estado lo hagan sin intención de vaciarlo o de alambrarlo para controlarlo como si fuera propio.
El autor es Director del Area de Educación, Universidad Torcuato Di Tella y Profesor Visitante en la Harvard University
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