Beneficios y riesgos de la especialización
En las primeras páginas de La riqueza de las naciones, Adam Smith explica a qué se deben, y en qué consisten, los beneficios y los riesgos de la división del trabajo, y aclara que el grado de especialización depende del tamaño del mercado.
Ejemplificó con el caso de la fabricación de alfileres. Tomemos dos fábricas exactamente iguales desde el punto de vista de la cantidad y calidad de la maquinaria instalada y el personal ocupado. En la primera, a cada uno de los tres operarios que laboran se les pide que corten un trozo de metal, afilen la punta en un extremo y formen la cabecita en el otro; mientras que en la segunda, al primer operario se le pide que sólo corte, al segundo que sólo afile y al tercero que exclusivamente forme la cabecita.
Al final de una jornada de igual duración, mientras en la primera fábrica cada operario elaboró, digamos, 8 alfileres (24 en total), en la segunda el conjunto de los tres operarios fabricó, digamos, 60 alfileres. ¿Magia? No, desarrollo de la destreza, menor movimiento de material, etc.
El ejemplo no solamente ilustra los beneficios de la división del trabajo sino también los riesgos. Porque si en la primera fábrica falta un operario, la producción total pasa de 24 a 16 alfileres, mientras que si la ausencia se produce en la segunda fábrica la producción total se reduce a… ¡cero! Y que el grado de división del trabajo depende del tamaño del mercado los prueban los médicos, quienes no tienen más remedio que ser mucho más generalistas en Trenque Lauquen que en Buenos Aires.
Siempre me maravilló que, sin modificación alguna, este análisis de la fabricación de alfileres se puede aplicar a la elaboración de aviones, chips y teléfonos inalámbricos, productos inimaginables en la época en que escribió "el solterón escocés de peluca empolvada", como cariñosamente Paul Anthony Samuelson se refería a Smith.
En la Argentina 2006 esto es absolutamente relevante. Ocurre que más de la mitad de la producción total de granos está dedicada a soja y derivados, un producto cuya demanda local es prácticamente nula.
Los beneficios de esta especialización son obvios y con el actual gobierno se exacerban porque, al no demandarse soja localmente, no existe conflicto alguno entre el aumento de los precios internacionales y la distribución interna del ingreso. Cuando sube el precio internacional de la soja, tanto productores como el Gobierno están contentos; cuando sube el precio internacional de la carne vacuna, como los consumidores locales protestan –¡y votan!–, el Gobierno frena las exportaciones de carne para evitar ulteriores aumentos de precios.
Los riesgos de esta especialización son también obvios, porque si –Dios no lo permita– los chinos dejan de crecer, no les gusta más la soja o deciden comprarla en otro lado, ¿qué haremos con más de la mitad de la producción total de granos?
Beneficios y riesgos están en conflicto, así que la cuestión es hacia dónde se inclina más la decisión. Como consecuencia de la crisis económica mundial de 1873, en 1875 se desarrolló un debate en la legislatura de la Provincia de Buenos Aires, donde la posición industrialista (¿sustitutiva de importaciones?) fue defendida por Vicente Fidel López y Carlos Pellegrini. Afortunadamente fueron derrotados, como consecuencia de lo cual la Argentina –hasta entonces importadora de granos–, en menos de dos décadas se convirtió en "el granero del mundo". Usufructuamos los beneficios, hasta que la Primera Guerra Mundial desnudó los riesgos.
La pregunta es muy concreta: ¿deberían los productores de soja y derivados transformar sus explotaciones para erigir plantas industriales, para competir con los juguetes, los teléfonos y las máquinas chinas? Como criterio general, mi respuesta es negativa.
Pero seamos conscientes de la apuesta, porque dada la inexistencia de demanda local de soja (había cierta demanda local de granos y carne, que fue aumentando con el tiempo), los riesgos son todavía mayores que a fines del siglo XIX.
Me gusta plantear las decisiones en términos de lo que en estadística se denomina "error tipo I, error tipo II". Me equivoco si apuesto a que el dólar va a subir, si no sube; me equivoco si apuesto a que el dólar no va a subir, si sube. Como nunca sé lo que va a ocurrir, toda mi futurología es "error tipo I, error tipo II".
Todo lo que sé de China apunta a la continuación de su crecimiento económico, a la imposibilidad de satisfacer su creciente demanda de alimentos (por mayor población y por mayor ingreso por habitante) con producción local, y al hecho de que si bien no somos los únicos productores de soja, estamos muy bien ubicados en la "tabla de posiciones" de la oferta mundial. En otros términos, error tipo I, error tipo II le aconsejo a todos quienes me preguntan continuar aprovechando las oportunidades que genera la soja.
Lo cual no quita que, tanto a nivel individual como del Estado, no tengamos que ahorrar, particularmente "en las buenas". Lo hicieron los sojeros en 2002, con el dólar a $ 4, costos bajísimos, deudas pesificadas y el precio internacional en un máximo (lo hicieron comprando maquinaria nueva, renovando la casa, volviendo a enviar a sus hijos a las universidades privadas, etc.). A los gobiernos siempre les resulta más difícil.
La soltería soluciona los problemas matrimoniales a un costo que, por lo que se ve, la enorme mayoría de la población no está dispuesta a pagar. Pero el matrimonio también tiene sus problemas. Con la especialización ocurre lo mismo: los beneficios que genera son irresistibles para buena parte de los seres humanos, pero hay que bancarse "las malas" cuando aparecen. A nivel individual esto ocurre. La presión que siempre ejercen los beneficiarios del gasto público hace que esto sea mucho más difícil de conseguir en el caso del sector público.
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