El Gulag de la mente rusa
Por Nina Khrushcheva
Diario Las Americas
Han pasado ya 15 años desde el golpe fallido de agosto de 1991 contra Mikhail Gorbachev. En ese entonces, las políticas de Gorbachev de perestroika y glasnost eran vistas por los soviéticos de línea dura como una traición a la Rusia comunista, en beneficio del Occidente capitalista. Sin embargo, ahora resulta evidente que la KGB y el ejército -que iniciaron el golpe- no estaban defendiendo la idea del comunismo, sino protegiendo su idea de la misión imperial de Rusia, noción que había dado a los comisarios del Kremlin un control del vasto imperio ruso y de los vecinos de Rusia mayor que el disfrutado por cualquiera de los zares.
Las reformas de Gorbachev no solamente liberaron a los rusos comunes y corrientes de la camisa de fuerza del marxismo-leninismo, sino que también dieron rienda suelta a las aspiraciones nacionales de pueblos que habían estado encerrados en el imperio por siglos. Tras ver a los pueblos de Europa Central liberándose de la dominación soviética hacía apenas dos años, las naciones que habían sido parte de la URSS comenzaban a buscar la misma libertad.
Estonia, Letonia y Lituania, en el Báltico, fueron las primeras en insistir en recorrer su propio camino nacional, y desde entonces lo han vinculado a Europa, como miembros de la Unión Europea y la OTAN. Otras no tardaron en seguir su ejemplo. Ya en diciembre de 1991, el imperio soviético había dejado de existir.
No obstante, sólo las repúblicas bálticas han logrado el tipo de independencia que soñaban en 1991. Georgia, que es tanto europea como asiática, vacila al borde de la inestabilidad. Uzbekistán y Turkmenistán, repúblicas tradicionalmente asiáticas, han reanudado las formas tribales de autocracia que han practicado a lo largo de los siglos. Azerbaiyán y Kazakistán se han convertido, en esencia, en feudos familiares de sus presidentes.
El quiebre de Ucrania con Rusia quizás sea el más difícil de aceptar tanto para los nostálgicos del control imperial del Kremlin como para los rusos de la calle que ven a este país como la fuente de su civilización. La Revolución Naranja de 2004, que revirtió una elección presidencial arreglada, demostró que Ucrania ya no era una Malorossiya (pequeña Rusia), un hermano eslavo inferior y subordinado. De hecho, esa revolución pacífica, encabezada por Viktor Yushchenko y Yuliya Tymoshenko, fue un recordatorio de lo ilustrado que había sido Kievan Rus antes de ser obligado a someterse a los príncipes despóticos de Moscú.
Dos años después de la revuelta naranja, Yushchenko (un político que parece estar sobrepasado por las circunstancias) ha aceptado como su primer ministro al valido del Kremlin, Viktor Yanukovich, el mismo enemigo al que había derrotado en 2004. Sin embargo, el movimiento naranja (que ahora está encabezado por Tymoshenko, ex colaboradora y primera ministro de Yushchenko) no ha perdido completamente su dirección y todavía tiene como objetivo preservar a Ucrania como un país verdaderamente independiente y libre. Para la mayor parte de los ucranianos, la Malorossiya es cosa del pasado.
A pesar de todos estos cambios epocales, los rusos no pueden aceptar la pérdida de su papel imperial.
De hecho, el sueño imperial es el gulag que aprisiona sus mentes. En su mayoría no ven el acercamiento de Europa a los límites de su país como una señal de que, por fin, se han unido completamente a la civilización de la que son parte, sino como una fuente de inseguridad.
En esa reacción hay algo más que simple nostalgia. Durante los caóticos años de la presidencia de Boris Yeltsin, tal vez era comprensible que los rusos lamentaran la pérdida de su estatus de gran potencia.
Tenían que culpar a alguien por sus duras condiciones económicas. Sin embargo, bajo el Presidente Vladimir Putin y con una economía que crece sólidamente, estos sentimientos se han intensificado en lugar de atenuarse.
Los rusos están volviendo al pasado, a los grandilocuentes pronunciamientos sobre Rusia como una gran y especial nación, destinada a gobernar el mundo. Como antes de la llegada de Gorbachev (de hecho, retomando una tendencia de siglos), nuevamente los rusos creen que el pueblo debería estar dispuesto a renunciar a sus libertades en aras de la grandeza del estado, que gana guerras y lanza Sputniks. Se teme que la existencia de una prensa libre, de libertad de expresión y de elecciones transparentes puedan afectar la fuerza bruta que Rusia necesita para reafirmar su posición.
Por largo tiempo, los rusos se han jactado de los muchos elementos que distinguen su propia grandeza: primero era la sacralidad del espíritu ruso, tan superior a la practicidad occidental. En el siglo quince Moscú fue declarada una “Tercera Roma”, la salvadora de la cristiandad espiritual. El siglo diecisiete unió esta misión espiritual a la expansión imperial, que terminó por abarcar un territorio que se extiende por 11 husos horarios. A principios del siglo veinte, la misión espiritual y la imperial se hicieron una, cuando Rusia se convirtió en el bastión del comunismo mundial.
Sin embargo, todas estas formas de grandeza exigieron que los rusos comunes y corrientes aceptaran ser degradados y esclavizados. El desarrollo no se ve como una manera de mejorar las vidas de la gente, sino como algo que ayuda a que Rusia demuestre lo superior que es frente las demás naciones. De manera que, en último término, los logros materiales del desarrollo ruso siempre ocurren a costa de las vidas de muchos. La industrialización de Joseph Stalin mató millones de personas, y quedó obsoleta en apenas 30 años.
La Rusia de Putin no comete genocidios, pero no ha perdido el complejo de superioridad nacional. Para los miembros de la elite rusa, la cuenta de un restaurante nunca será demasiado onerosa, y nunca son suficientes los guardaespaldas que los protejan. En una escala mayor, la Rusia de Putin se ha convertido en gran potencia en términos de producción energética, pero eso parece ser temporal, puesto que es escasa la inversión que se está haciendo para dar mantenimiento y mejorar los yacimientos de gas y petróleo. Lo que importa es vender las reservas y hacerse ricos ahora, no encontrar más para el futuro.
De modo que, como siempre, el problema de Rusia es que el estado se desarrolla pero no ocurre lo mismo con la sociedad. El bien del pueblo se sacrifica en el altar del bien de la nación. El sueño de una Rusia grandiosa sigue siendo el gulag de la mente rusa.
Nina Khrushcheva es profesora de asuntos internacionales en la New School University.
Copyright: Project Syndicate 2006. www.project-syndicate.org
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.
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