El dilema de España
Por Tomás Eloy Martínez
El Comercio, Lima
Ningún país europeo se ha transformado tanto como España en los últimos 30 años. Antes de que muriera Franco en 1975, era una tierra de migraciones y desencantos, que rumiaba su propio pasado, de espaldas a la historia.
En aquellos tiempos de Franco, los latinoamericanos conocían hasta la última brizna del aire que respiraban los españoles: el nombre de sus toreros, las canciones de Raimón y Joan Manuel Serrat, las marcas de sus automóviles y hasta las consignas contra el caudillo que solían pintarse cerca de la estación de Atocha, en Madrid. América Latina padecía con España, sentía en carne viva su desventura.
La historia se ha dado vuelta con una velocidad tan vigorosa que ni siquiera hay tiempo para mirarla. España es ahora, siete décadas después de la guerra que costó un millón de muertes, uno de los países más prósperos de Europa. La fiebre del consumo se ha desatado con ímpetu aun en las zonas rurales. Los jóvenes son cosmopolitas, seguros de sí, y están inflamados de proyectos.
América Latina también se ha transformado, pero al revés. Ha costado mucho borrar la huella de las dictaduras militares, y el populismo democrático que rige a algunos países sigue erosionando las bases de las instituciones y sembrando discordia entre países.
Con los ojos vueltos hacia sus propias intimidades yertas, a la caza cotidiana de un dinero que cada día vale menos, muchos latinoamericanos sueñan con marcharse. ¿Pero, adónde? España y Estados Unidos les cierran las puertas; Europa les está vedada. Un poeta joven ha expresado ese sueño común repitiendo una línea de Baudelaire: «Puedo ir a cualquier parte/pero no en este mundo».
Por la memoria aún viva de su propio pasado, España estaba en mejores condiciones que ningún otro país de comprender la magnitud del drama latinoamericano. Y sin embargo, ¿qué podía hacer? Desgarrada durante siglos entre un destino europeo y un destino universal, no podía darse el lujo de elegir los dos a la vez.
En tiempos de Franco, la unión con la América hispana era un hecho casi forzado por el poder. Uno de los objetivos de ese poder era la hegemonía de la lengua castellana y el eclipse de los demás idiomas nacionales: el catalán, el vasco y el gallego. La democracia trajo, junto con las otras libertades, la libertad de la lengua. La cultura española se volvió plural ahora y América Latina fue tan solo uno de sus brazos.
Ambas orillas del Atlántico empezaron a desconocerse. La América hispana dejó de inquietarse por las respiraciones de la cultura española, a la vez que los españoles detenían su conocimiento de América. Los creadores que surgieron después de 1975 en uno de los dos lados ya casi no fueron absorbidos por el otro.
En América hispana, el tránsito de ideas y de imaginaciones se volvió ahora hacia el norte: los jóvenes de Argentina, Colombia, Chile o Perú, que se habían mostrado impermeables durante más de un siglo a la cultura norteamericana, ahora se dejaban penetrar por ella.
Mientras desaprendían a la España de siempre, aprendían en cambio el estereotipo de España que se fabrica en los media de los Estados Unidos: el flamenco, el sombrero sevillano, «El Quijote» en la versión de Andy Warhol.
Para los hispanoamericanos, como para los americanos del norte, España comenzaba a ser un país indiscernible, una cruza de la catedral de Lima con las mesetas de Guatemala. Y viceversa: más de un español extraviado en alguna calle de Manhattan sintió su europeísmo herido cuando, al oírlo hablar, le preguntaban: «¿Es usted latino?», lo cual podría significar «¿Es usted ecuatoriano, puertorriqueño, nicaragüense? Poco a poco, España fue acercándose a sus hijos transatlánticos a través de inversiones, empresas culturales y la reconstrucción de joyas de la arquitectura colonial. Las editoriales españolas se volvieron hegemónicas, pero la literatura española sigue siendo incomprendida y poco leída en México y más al sur.
Sin embargo, los progresos veloces pueden convertirse en retrocesos acelerados. El perfil europeo de España podría empezar a desdibujarse cuando los subsidios de la Unión continental a la que pertenece decrezcan, y el país deba aceptar su papel de contribuyente neto, como lo son ahora Alemania y Francia. Por ahora, su nivel de innovación es muy bajo: se sitúa en el lugar 16 entre los 25 países de la Comunidad Europea, a partir de una estimación que toma en cuenta el porcentaje de universitarios, la inversión en ciencia, el gasto en tecnologías de la información o el número de patentes.
Aunque ese día tarde otra década, España tendrá que volver los ojos hacia América Latina, donde a partir de 1492 erigió no solo un imperio sino también una civilización. Los hijos pródigos de esos países han emergido de las dictaduras y han empezado a construir democracias estables y cada vez más prósperas, con índices de crecimiento sostenido que no decaerán, al parecer, durante los próximos cinco años.
A la vez, han ido aprendiendo a valerse por sí mismos. Europa ha colmado a España de dinero, pero sus antiguas colonias de ultramar no han cesado de alimentarla de talentos. El país ha elegido una identidad europea, pero solo podrá sostener esa identidad mientras mantenga los lazos, ahora frágiles, con América Latina.
TOMÁS ELOY MARTÍNEZ ES EL AUTOR DE «LA NOVELA DE PERÓN» Y «EL VUELO DE LA REINA».
© TOMÁS ELOY MARTÍNEZ . DISTRIBUIDO POR THE NEW YORK TIMES SYNDICATE
EXCLUSIVO PARA EL DIARIO EL COMERCIO EN EL PERÚ.
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