Dios en la política
Por Timothy S. Shah y Monica Duffy Toft
La Nación
Decide elecciones, sube y baja candidatos y determina la agenda internacional. En las elecciones de EE.UU. la religión fue un factor más fiable de predicción de voto que el sexo o la edad
Después de que Hamas obtuviera una decisiva victoria en las elecciones palestinas de enero, uno de sus partidarios sustituyó la bandera nacional que ondeaba sobre el Parlamento por la enseña verde esmeralda de Hamas, que reza: «No hay más Dios que Dios, y Mahoma es su Profeta». En Washington, pocos esperaban que este partido religioso accediera al poder en Palestina. «No conozco a nadie a quien esto no tomara por sorpresa», dijo la secretaria de Estado de EE. UU., Condoleezza Rice. Y vinieron más sorpresas. Días después de que se desplegara en Ramallah la enseña de Mahoma, miles de musulmanes emprendieron una vigorosa, y a veces violenta, defensa del honor del profeta en ciudades tan lejanas entre sí como Beirut, Yakarta, Londres y Nueva Delhi. Escandalizados por las caricaturas de Mahoma publicadas originalmente en Dinamarca, grupos islámicos, gobiernos e individuos protagonizaron manifestaciones, boicots y ataques a embajadas.
Estos acontecimientos por sí solos parecían ser repentinos accesos de ira musulmana. De hecho, eran tan sólo las muestras más recientes de una profunda corriente soterrada que lleva décadas adquiriendo fuerza y que se extiende más allá del mundo musulmán. La política global cada vez está más marcada por lo que podríamos llamar la política profética. Las voces que aseguran poseer una autoridad trascendental están llenando los espacios públicos y están ganando enfrentamientos cruciales. Estos movimientos se presentan de formas diversas y emplean herramientas muy variadas. Pero tanto si el campo de batalla son las elecciones democráticas como si se trata de la más incipiente lucha por la opinión pública global, los grupos religiosos cada día son más competitivos. Una y otra vez, cuando la gente tiene la oportunidad de elegir entre lo sagrado y lo secular, prevalece la fe.
Dios está en racha. Esto se reflejó en la revolución iraní de 1979, en el ascenso de los talibanes en Afganistán, en el renacer chiita y en las luchas religiosas en el Irak de la posguerra, y en la victoria de Hamas en Palestina. Pero no ha sido Alá el que ha lanzado todos los rayos. La lucha contra el apartheid en Sudáfrica en los 80 y comienzos de los 90 se fortaleció gracias a prominentes líderes cristianos como el arzobispo Desmond Tutu. Los nacionalistas hindúes en India dejaron anonadada a la comunidad internacional cuando en 1998 expulsaron del poder al partido en el Gobierno y luego realizaron pruebas con armas nucleares. Los evangélicos de EE.UU. siguen sorprendiendo al establishment de la política exterior estadounidense con su activismo e influencia sobre asuntos como la libertad religiosa, el tráfico sexual, Sudán y el sida en Africa. Es más, los evangélicos han surgido como una fuerza tan poderosa que en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2004 la religión fue un factor más fiable de predicción de voto que el sexo, la edad o la clase social.
El período en el que la modernización política y económica fue más intensa -en los últimos 30 a 40 años- ha sido testigo de un aumento de la vitalidad religiosa en todo el mundo.
La difusión de la democracia, lejos de poner bajo control el poder de los activistas religiosos, probablemente sólo incrementará el alcance de los movimientos políticos proféticos, muchos de los cuales emergerán de procesos electorales más organizados, más populares y más legítimos que antaño, pero es bastante posible que no menos violentos. La democracia está dando voz a los pueblos del mundo, y éstos quieren hablar de Dios.
Intervención divina
No siempre pareció que fuera a ser así. En abril de 1966, una portada de la revista Time preguntaba «¿Dios ha muerto?». La pregunta tenía sentido. A mediados de los 60, el secularismo dominaba la política mundial. La visión compartida por muchas élites intelectuales y políticas era que la modernización acabaría inevitablemente con la vitalidad religiosa. Pero si 1966 fue el cénit de la autoconfianza del secularismo, el año siguiente marcó el comienzo del fin de su hegemonía global. En 1967, el líder secular del nacionalismo árabe, Gamal Abdel Nasser, sufrió una humillante derrota a manos del Ejército israelí. A finales de los 70, el ayatollah Khomeini en Irán, el presidente estadounidense Jimmy Carter -que confesaba «haber nacido de nuevo»-, el evangélico televisivo Jerry Falwell, y el papa Juan Pablo II se paseaban por el escenario mundial. Una década después, los miembros de Solidaridad en Polonia blandiendo rosarios y los mujahiddines en Afganistán portando kalashnikov ayudaron a derrotar al ateo comunismo soviético. Doce años después, 19 secuestradores aéreos gritando «Dios es grande» transformaron la política mundial. Hoy, el panarabismo secular de Nasser ha dado paso al panislamismo milenario del presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad, cuyas arengas religiosas contra Estados Unidos e Israel encuentran eco en millones de musulmanes, tanto entre sunnitas como chiitas. «Estamos viendo cómo, cada día más, pueblos de todo el mundo se encaminan en masa hacia un punto: el Dios Todopoderoso», declaró Ahmadinejad en su reciente carta al presidente Bush.
Aumento de la fe
El mundo actual ha demostrado ser un lugar acogedor para las creencias religiosas. Sin duda, el planeta es más moderno que antaño: disfruta de mayor libertad política, más democracia y más educación que quizás en ningún otro momento de la historia. Según Freedom House, el número de países «libres» y «parcialmente libres» aumentó de 93 en 1975 a 147 en 2005. La Unesco estima que entre 1970 y 2000 la tasa de alfabetización de adultos se duplicó en el Africa subsahariana, los países árabes y Asia meridional y occidental.
Si la población está mejor educada y disfruta de una mayor libertad política, podría asumirse que también se habrían tornado más laicos. Pero no ha sido así. De hecho, el período en el que la modernización económica y política fue más intensa, es decir, en los últimos 30 o 40 años, ha sido testigo de un aumento de la fe en todo el mundo. Las mayores religiones se han expandido a un ritmo que supera el crecimiento de la población global. Considérense las dos fes cristianas, el catolicismo y el protestantismo, y las otras dos mayores religiones, el islam y el hinduismo. Según la Enciclopedia Cristiana Mundial, en 2000 aumentó la proporción de población que se adhirió a estos sistemas religiosos respecto al siglo pasado. A comienzos de 1900, apenas una mayoría de la población mundial -un 50% para ser precisos- se dividía en católicos, protestantes, musulmanes o hindúes. A principios del siglo XXI, casi el 64% pertenecía a estos cuatro grupos religiosos, y la proporción podría estar próxima al 70% para 2025. La Encuesta Mundial de Valores, que cubre el 85% de la población global, confirma el creciente ímpetu de la religión.
No sólo se está extendiendo la observancia religiosa, sino que los fieles se están volviendo más devotos. Los países más populosos y de crecimiento económico más rápido del mundo, incluyendo Estados Unidos, están siendo testigos de un notable incremento de la religiosidad. En Brasil, China, Nigeria, Rusia, Sudáfrica y EE.UU., el sentimiento religioso se hizo más vigoroso entre 1990 y 2001. Entre 1987 y 1997, estudios realizados por el Times Mirror Center y el Pew Research Center registraron incrementos del 10% o más en las proporciones de estadounidenses encuestados que «estaban muy de acuerdo» con que Dios existía, que tendrían que responder de sus pecados ante …l, que éste hace milagros, y que la oración era una parte importante de sus vidas diarias.
Incluso en Europa, baluarte del secularismo, ha habido sorprendentes aumentos. Gracias a la tercera oleada de democratización que se produjo entre mediados de los 70 y principios de los 90, así como otras más pequeñas de libertad que han tenido lugar desde entonces, en decenas de países se le ha dado oportunidad a la gente de dar forma a su vida pública de maneras que eran inconcebibles en los 50 y los 60. A menudo, al igual que en los países comunistas, se habían impuesto corsés seculares mediante la pura coerción; en otros casos, como en la Turquía de Atatürk, la India de Nehru y el Egipto de Nasser, la laicidad retuvo su legitimidad porque las élites lo consideraron esencial para la integración nacional y la modernización, y debido al fuerte carisma de los padres fundadores de estos Estados. En Latinoamérica, los dictadores de derechas, a veces en asociación con la Iglesia católica, impusieron restricciones que limitaron severamente influencias religiosas fundamentales, sobre todo de la teología de la liberación y de las sectas protestantes.
Alabar a Dios y legislar: los evangélicos han aumentado su influencia sobre la política estadounidense. A medida que, a finales de los 90, se liberalizó la política en países como India, México, Nigeria, Turquía e Indonesia, la influencia de la religión en la vida política aumentó fuertemente. Incluso en Estados Unidos, los evangélicos ejercieron una creciente influencia sobre el Partido Republicano en los 80 y los 90.
Muchos observadores se apresuran a desdeñar el avance de la religión en la esfera política como el producto de élites que manipulan símbolos sagrados para movilizar a las masas. De hecho, el matrimonio entre fe y política con frecuencia es bien acogido, si no exigido, por gente en todo el mundo. En un estudio de 2002 de Pew sobre Actitudes Globales, el 91% de los nigerianos y el 76% de los bangladesíes encuestados estuvieron de acuerdo con que los líderes religiosos debían involucrarse más en la política. Un estudio sobre seis Estados realizado en junio de 2004 puso de relieve que «la mayoría de los árabes consultados dijeron que querían que el clero jugara un papel más importante en la política». En el mismo documento, mayorías claras o relativas en Marruecos, Arabia Saudita, Jordania y Emiratos Árabes Unidos citaron el islam como su identidad primaria, por encima de la nacionalidad. El colapso de la cuasisecular dictadura de Saddam en Irak despertó lealtades religiosas y étnicas y ha ayudado al islam a jugar un papel dominante en la vida política del Estado, incluyendo la constitución recientemente adoptada.
En Latinoamérica, a medida que los dictadores de izquierda y derecha han disminuido y la democratización se ha enraizado, los evangélicos se han convertido en un influyente bloque a la hora de votar en numerosos países, incluyendo Brasil, Guatemala y Nicaragua.
Las nuevas ortodoxias
Lejos de erradicar la religión, la modernización ha creado una nueva generación de movimientos inteligentes y adeptos a la tecnología, incluyendo el protestantismo evangélico en Estados Unidos, la hindutva en India, el salafismo y el islamismo wahabita en Oriente Medio, el pentecostalismo en Africa y América latina, y el Opus Dei y el movimiento carismático en la Iglesia católica. La religiosidad más dinámica hoy día no es tanto una «religión de los tiempos antiguos» como radical, moderna y conservadora. El actual surgimiento de la fe es menos un regreso a la ortodoxia religiosa que una explosión de neoortodoxias.
Un denominador común de estas neoortodoxias es el despliegue de organizaciones sofisticadas y con capacidad política. Estos organismos modernos coordinan de forma efectiva instituciones especializadas así como las últimas tecnologías para reclutar a nuevos miembros, fortalecer las conexiones con los antiguos, prestar servicios sociales e impulsar sus intereses en la esfera pública. Las neoortodoxias pueden emplear de forma efectiva las herramientas del mundo moderno, pero, ¿hasta qué punto son compatibles con la democracia actual? Desde 2000, el 43% de las guerras civiles han sido religiosas (sólo un cuarto fueron inspiradas por la religión entre los 40 y los 50). La ideología religiosa extremista es, por supuesto, una motivación de primer orden en la mayoría de los ataques terroristas transnacionales.
Pero la religión también ha movilizado a millones de personas para que se opusieran a regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, para que apoyaran los derechos humanos y para que aliviasen el sufrimiento de los hombres. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el Africa subsahariana y Asia. La Iglesia católica posterior al Concilio Vaticano II jugó un papel crucial oponiéndose a los regímenes autoritarios y legitimando las aspiraciones democráticas de las masas.
Los movimientos religiosos de hoy día, sin embargo, podrían no tener tanto éxito en la promoción de la libertad sostenible. El carácter altamente centralizado y organizado del catolicismo lo convirtió en un eficaz competidor del Estado, y su tradición institucional lo ayudó a adaptarse a la política democrática. En cambio, el islamismo y el pentecostalismo no están centralizados bajo un liderazgo o doctrina únicos que pueda responder de forma coherente a los acontecimientos sociales o políticos en proceso de rápido cambio. Las autoridades religiosas locales a menudo sufren la tentación de radicalizarse con el fin de compensar su debilidad frente al Estado o para desafiar a figuras más establecidas. No hace falta más que mirar al actual Irak para ver a las autoridades religiosas desafiando con éxito a las fuerzas del secularismo, pero también compitiendo violentamente entre sí.
La creencia de que los brotes de religión politizada son desvíos temporales en el camino hacia la secularización era plausible en 1976, en 1986 o incluso en 1996. Hoy este argumento es insostenible. Como marco para explicar y predecir el curso de la política global, el secularismo es cada vez menos sólido. Dios está ganando la batalla en la política global. Y la modernización, la democratización y la globalización solamente lo han hecho más fuerte.
© 2006 Foreign Policy en colaboración con Archivos del Presente
Timothy Samuel Shah es investigador del Foro Pew sobre Religión y Vida Pública. Monica Duffy Toft es profesora de políticas públicas en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy y directora adjunta del Instituto de Estudios Estratégicos John M. Olin de la Universidad de Harvard (EE. UU.).
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