Un milagro ignorado ocurre en El Salvador
Por Plinio Apuleyo Mendoza
CEDICE
Hace más de 15 años, la nación centroamericana estaba al borde del colapso por obra de guerrillas, terrorismo, represión, éxodo y pobreza. Hoy, junto con Chile, tiene los mejores indicadores del continente. ¿Cómo lo logró?
En un mundo lleno de realidades desastrosas existen, por fortuna, milagros. Algunos reconocidos, otros todavía ignorados. Entre los primeros, el muy sorprendente que alcanzaron los «tigres asiáticos». ¿No es acaso un milagro que países como Corea del Sur, Taiwán o Singapur, cuyo ingreso per cápita, cincuenta años atrás, era inferior o apenas igual al de Honduras, lograran a la vuelta de tres décadas los índices de desarrollo propios del primer mundo?
Entre nosotros, latinoamericanos, el más visible tiene el mismo perfil. Es el de Chile. ¡Quién iba a pensarlo! Recuerdo todavía el país que en buena parte recorrí de norte a sur, de Arica a Santiago, en 1973, pocos días después del golpe militar que puso fin al gobierno y a la vida de Allende. A la pobreza, la inflación, la incompetencia y el sectarismo de una izquierda todavía cruda, se sumó la brutalidad y la siniestra represión de la dictadura militar de extrema derecha del general Pinochet. ¿Quién podría imaginar que Chile dejara atrás ese destino aciago para convertirse en el país limpio, estable y democrático de hoy, con un crecimiento sostenido, bajísimas tasas de inflación y desempleo, y una exitosa lucha contra la pobreza que en los últimos veinte años ha logrado disminuir en un millón el número de pobres?
Pues bien, al lado de ese hay en América Latina otro caso sorprendente, sólo que todavía permanece en parte ignorado o desapercibido para el resto del continente. Es el de El Salvador.
Yo mismo no había llegado a apreciarlo hasta que tuve oportunidad recientemente de conocer y oír al ex presidente Francisco Flores. Joven, cordial, muy preciso y puntual en sus explicaciones, es exactamente lo opuesto a uno de esos líderes populistas o políticos tradicionales que acceden al poder en Latinoamérica. Nada de retórica, de efectos histriónicos, de alardes y pasiones de tribuno. Parece más bien un ejecutivo o un sobrio economista recién egresado de Harvard. Sólo maneja realidades, cifras y resultados. Tiene el perfil de ese nuevo tipo de dirigentes que están apareciendo sin estridencias en el panorama continental: Álvaro Uribe, en Colombia; Michelle Bachelet, en Chile; Felipe Calderón, en México.
Trece años de desdicha
Para medir el cambio operado en su país y del cual fue él un importante artífice, sería preciso evocar la tragedia vivida por El Salvador en la década de los años ochenta. Fue uno de los volcánicos lugares del mundo donde la guerra fría se convirtió en guerra caliente, en campo de batalla de los dos bloques mundiales, cuando en 1980 comunistas y otros grupos radicales de izquierda, auspiciados y apoyados por Cuba y la Nicaragua sandinista, decidieron partir a la toma del poder por las armas bajo la sigla militar del FMLN. Armas, equipos y recursos financieros venidos de Nicaragua parecían darle todas las opciones de triunfo, si la junta que gobernaba el país desde el golpe militar de 1979 no hubiese recibido la ayuda del gobierno norteamericano. La polarización entre opciones extremas enfrentadas en el conflicto, amordazó a la democracia y dejó abierta la puerta a toda clase de excesos por parte de los alzados en armas o por cuenta de la represión oficial y de grupos paramilitares.
Fue una maraña de horror, un vértigo de sangre y fuego, una desdicha que duró trece años. En toda familia hubo al menos un muerto o un desaparecido, las noches eran tétricas con un toque de queda que se prolongaba de seis de la tarde a seis de la mañana, millares de personas huían de los campos y las calles de las ciudades se llenaban de mendigos. Un tercio de la población abandonó el país en busca de destinos más seguros. Bajo el impacto de la guerra, de los sabotajes, los daños en la infraestructura vial y los constantes cortes de electricidad, la economía vivía una situación agónica, agravada luego de que la junta militar decidiera según cuenta Flores robarle las banderas a la guerrilla expropiando las propiedades agrícolas mayores de 240 hectáreas, monopolizando los bancos y el comercio exterior. La corrupción acabó minando todo el aparato del Estado. Y para colmo de males, en medio de estos vertiginosos desastres, un terremoto destruyó la capital.
Pues bien. Hoy, doce años después de esa suma de tragedias, el panorama del país es otro. Lo hicieron posible, desde luego, los acuerdos de paz, gracias a que la propia guerrilla, al lado de prácticas abiertamente terroristas, fue capaz en su retaguardia de poner en marcha en las zonas bajo su control programas de educación popular, como bien nos lo recuerda Joaquín Villalobos. Finalmente, el FMLN, acabó aceptando su reciclaje político dentro de las reglas electorales de la democracia. No obstante esta pacificación exitosa, las secuelas de la guerra dejaron semillas inquietantes: bandas de jóvenes delincuentes, las tristemente famosas «maras», y una tasa elevada de homicidios.
Poniendo de lado este fenómeno (la violencia deja siempre raíces), las cifras muestran una realidad económica y social muy alentadora. En El Salvador la pobreza ha descendido de 1989 a hoy de 60% de la población a 37%; el analfabetismo ha pasado de 32% a 12%.; la tasa de la mortalidad infantil es la mitad de la que se registraba 15 años atrás; el desempleo es sólo de 6%, la inflación es mínima y las tasas de interés son las más bajas de América Latina. El país, favorecido por los evaluadores de riesgo, es atrayente para la inversión extranjera y está dispuesto a sacar toda suerte de beneficios de un Tratado de Libre Comercio suscrito con Estados Unidos. Llueven otras cifras positivas: líneas telefónicas, automóviles, carreteras, viviendas de interés social, escuelas y puestos de salud se multiplicaron de manera considerable, lo que ha demostrado que la libertad económica, satanizada por los populistas, no excluye la inversión social ni el ejercicio de una democracia de perfil insospechable.
Los secretos de un milagro
¿Qué condiciones permitieron esta nueva y milagrosa realidad? Flores da la receta a quien quiera escucharlo.
La primera condición es simple: aceptar la propia responsabilidad en estos males en vez de endosársela, como suelen hacer nuestros perfectos idiotas, a causas externas: al imperialismo, a los términos de intercambio, a las multinacionales o al Fondo Monetario Internacional. Para remediar un mal hay que saber primero dónde se encuentra. El de Colombia estuvo siempre en Colombia, el de Perú en Perú, el de Venezuela en Venezuela y así en casi todos los países del continente. Por obra de la ineptitud gerencial del mundo político tradicional, de la corrupción, la demagogia, el clientelismo, las fallas en la Justicia y en el resto de los poderes públicos.
La segunda circunstancia indispensable, según Flores, es una visión a largo plazo. Nada sólido puede construirse en un país si cada cuatro o cinco años, como sucede también en Latinoamérica, se cambia de rumbo. Presidentes, ministros, directores de institutos y entidades llegan a sus cargos con lo que podríamos llamar el complejo de Adán o el adanismo: todo empieza con ellos de un punto cero, de modo que rara vez hay continuidad en las políticas. En El Salvador dice Flores «se creó un equipo de competentes profesionales que investigó todas las experiencias exitosas en países como el nuestro y así se desarrolló la visión que con diferentes matices venimos implementando los últimos cuatro gobiernos desde 1989».
Pero el factor más importante de todos cuantos puedan aducirse es la construcción de un nuevo instrumento político. Aquí tocamos un punto neurálgico en el mundo latinoamericano, mundo cuyos viejos partidos hacen agua por todas partes y lo único que encuentran para salvarse de este naufragio es un caudillo providencial. «En nuestro país asegura Flores los partidos políticos funcionaban como filtros al revés. En vez de seleccionar los mejores elementos de nuestra sociedad para llevarlos a cargos de liderazgo, la cúpula (política) se enquistaba permanente llevando a cargos públicos únicamente a aquellos que le eran fieles».
Es algo que sucede en casi todo el continente latinoamericano. De ahí el desprestigio del llamado establecimiento político. El clientelismo anula la virtud purificadora del voto popular. Todo queda viciado. La clientela política recibe como pago de su cuota electoral ministerios, institutos y embajadas. La administración pública se convierte en territorio de los partidos y el gabinete ministerial en un club de amigos. Un tecnócrata, un ejecutivo capaz, un profesional sin credencial política son elementos exóticos, desechables. La ausencia de una justicia independiente y rigurosa se convierte en combustible de la corrupción y también de la violencia. Buscando una alternativa a esta situación, la población desorientada puede favorecer a guerrillas, dictaduras, indigenistas o caudillos falsamente providenciales. Y así lo que muchos cándidos en Europa consideran un avance es, en realidad, un regreso atrás, a males del pasado.
El partido Arena, al que pertenece Flores, es hoy una formación moderna que favorece la promo ción de técnicos como fue el caso de Juan José Daboud, su joven ministro de Hacienda, hoy nada menos que director operativo del Banco Mundial. Combinando a la vez juventud y experiencia en los cargos públicos y dejando por fuera el viejo concepto de pago por favores electorales, los proyectos para sacar a flote al destrozado país de los años ochenta se ha cumplido con éxito.
La secreta condición para no incurrir en los vicios tradicionales es la de no intentar mantener como patrimonio personal el capital político acumulado, única manera de garantizar una constante renovación. Difícil proeza en un continente donde cada ex presidente, dueño de su grupo de acólitos, aspira a regresar al poder o mantener en él cuotas significativas. Cuando Flores se retiró de su cargo, en el año 2000, le entregó al nuevo presidente la dirección de su partido, su influencia en la fracción legislativa y en todas las alcaldías.
Dada la pesada carga burocrática que deja siempre el clientelismo y a la incapacidad del Estado para administrar empresas nacionalizadas, Flores debió incurrir en los dos más grandes pecados que fustiga un populista latinoamericano: despidos y privatizaciones, sobre todo en el área de las obras públicas. Al dar este paso, Flores tuvo que afrontar un fuerte descenso en su popularidad. Pero el nuevo impulso económico generado por estas medidas no tardó en dar resultados. Se construyeron en cuatro años más carreteras que en los últimos 25 años, y el desempleo en vez de aumentar descendió pues los empleados despedidos fueron reclutados de nuevo por empresas privadas.
El populismo es contrario a todo concepto de gerencia. Favorece sólo a quien lo apoya, así no sea eficiente. Engorda fatalmente a la burocracia. Sus revoluciones redentoras se quedan en gestos y palabras. Si dispone de recursos fiscales, sólo llega a explotar una política puramente asistencial que a la larga no disminuye la pobreza al contrario, la aumenta pues acaba cerrándole espacios a la empresa privada, verdadera fuente de empleos.
El Salvador representa, como Chile, la réplica exitosa al populismo. Mientras surgen aquí y allá en el continente ilusionistas que reiteran el discurso de una vieja izquierda, el mismo de cuarenta años atrás, enfrentando clases sociales y razas, imponiendo demagógicos y ruinosos repartos de tierras, propiciando nacionalizaciones y lanzando diatribas contra el imperialismo y la globalización, en El Salvador se va perfilando un milagroso cambio económico y social con resultados tangibles, demostrables. El recetario de Francisco Flores para enfrentar el atraso y la pobreza es válido.
¿Aprenderemos la lección?
Publicado Diario El Nacional 13/08/06
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