Chávez y el mal gobierno
Por Elías Pino Iturrieta
El Universal
UNA CONSIDERABLE parte de la sociedad se ha empeñado en establecer una diferencia entre el presidente Chávez y el deplorable desempeño de su gobierno. El deslinde se observa especialmente en el seno de las clases humildes, pese a que sus miembros resienten en términos abrumadores las consecuencias de una gestión impresentable. Los damnificados protestan contra los ministros, los gobernadores y los alcaldes, pero se cuidan de anunciar que sus dardos no se dirigen hacia la humanidad del teniente coronel.
Los empleados públicos uniforman de rojo las manifestaciones contra el funcionario responsable de sus penurias, pero al comandante no lo tocan ni con el pétalo de una rosa. Cada día crecen las marchas contra situaciones de hambre, enfermedad e inseguridad, pero los inconformes muestran como escudo de sus urgencias unos carteles con la efigie del líder. De acuerdo con las encuestas los consultados sueltan la lengua para criticar sin cortapisas a la administración, mientras manifiestan la voluntad de votar por el Presidente-candidato. Pareciera asunto de esquizofrenia si no mediara en su desarrollo una escandalosa apología del personalismo.
LA PUBLICIDAD oficial se ha ocupado de presentar a Chávez como el redentor esperado por la sociedad desde los días de la independencia. El gasto de las cuñas insiste en la multiplicación de la imagen del mandatario colgada en los edificios del Estado, repartida en estampitas como las de los santos, pegada en las franelas coloradas, imitada en los juguetes de los niños y machacada en los espacios de los medios para que la gente establezca un vínculo afectivo que no puedan distorsionar los errores del régimen. Desde el período de Guzmán no se había usado de manera tan excesiva la figura de un político para resumir en ella la felicidad de los gobernados. Como en esos tiempos de enfermiza egolatría, se ha querido establecer un nexo entre el tránsito del gobernante y las glorias de Simón Bolívar, hasta el punto de que se vean como una pareja irresistible y milagrosa. Pero la situación de hogaño supera con creces la de antaño gracias al auxilio de la televisión y a las ganas de asumirse como redentor exhibidas por el protagonista de la operación publicitaria, a quien le sobran dotes para una manipulación comunicacional dentro de cuyos ardides se mueve como pez en el agua. Las apariciones del líder, cada vez más habituales y provistas siempre de un mensaje a través del cual se promueve como un salvavidas fabricado por la historia para librarnos del naufragio, refuerzan una relación de complacencia recíproca que resiste los testimonios de ineficacia, desidia y corruptela susceptibles de identificar al gobierno. Luego de siete años demasiado largos, ese alud personalista y salvacionista recoge los frutos de una disociación que registra los vicios de los gobernantes mientras exculpa a la cabeza del sistema cuestionado.
NI CORTO ni perezoso, Chávez ha aprovechado la persistente desconexión. Por ejemplo, el pasado domingo acusó al ministro Chacón y a otros jefes policiales y militares de la proliferación del sicariato, como si el problema no fuera de su personal incumbencia. Llegó a sugerirles la renuncia de sus cargos, como si la solución del flagelo no estuviese principalmente en sus manos. Ni siquiera se atrevió a echarlos del trabajo. Apenas asomó la posibilidad de una salida voluntaria de los funcionarios, insólita muestra de pusilanimidad que solo puede explicarse en el afán de mantener la ficción que separa su imagen de los descalabros de su mandato. Se limitó a regañar en público a unos burócratas que motejó de incompetentes, para regresar a un olimpo en el cual todavía habita libre de responsabilidades. Pero la apología del personalismo no solo se reduce a la borrachera de propaganda ya comentada. Refleja una hegemonía personal que trasciende hacia el control de todos los poderes y hacia la designación de la mayoría de los funcionarios. En ese sentido supera a Guzmán y se parece a Gómez, quien logró convertirse en dueño absoluto de la comarca mientras permaneció con vida. Desde entonces nadie había ejercido un control férreo y meticuloso del aparato público.
DE ALLI que la distinción entre el pésimo gobierno y su virtuoso detentador sea una patraña que perderá consistencia cuando la realidad se imponga sobre las fantasías de la propaganda, cuando llegue el inefable desengaño. Si alguien pregunta entonces sobre la responsabilidad que ha tenido el Presidente en los desastres de su gestión, una sola voz despachará sin vacilaciones la siguiente respuesta: ¡Eso se cae de Maduro!
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