Oriente Medio: un retorno al peor de los pasados
Por Oscar Raúl Cardoso
Clarin
Después de 17 días de combate israelí contra el Líbano —y sin un final a la vista— hay novedades en el escenario que corren profundo en la región y cuyo significado real es difícil de apreciar. Las estadísticas oscuras sobre víctimas, bombas y misiles no ayudan, por cierto, a la claridad, pero todas tienden a desmentir la idea con que se ilusionan Estados Unidos e Israel sobre «un nuevo Oriente Medio» tras la guerra.
Si lo hay, parece ser que no se parecerá en nada a lo que imaginan George W. Bush y Ehud Olmert.
Ayer hasta los diarios internacionales más reacios a criticar la ofensiva israelí dedicaron espacios amplios —incluyendo las primeras planas en muchos casos— a destacar el creciente malestar en los países árabes por la ofensiva militar y la forma en que esa visión estaba influyendo sobre los gobiernos.
Alguien puede pensar que esto es historia vieja y lo es. Pero cuando el rey Abdulla II de Jordania y el presidente Hosni Mubarak de Egipto —únicas dos naciones árabes que tienen tratados de paz con Israel— se sienten obligados, como el viernes pasado, a censurar a Jerusalén en público uno puede pensar si no es el peor de los pasados de la región el que está instalándose en el horizonte.
Jordania y Egipto se habían cuidado inicialmente de condenar a Israel, no por amor al estado judío sino por espanto a sus propios enemigos entre los que ubican, no cabe duda, a Hezbollah y sobre todo a su líder Hassan Nasrallah, quien asume con cada día de combate una dimensión que comienza a exceder lo humano.
El fenómeno no es nuevo: Nasrallah parece ser el heredero de una tradición firmemente arraigada en el mundo árabe; en los 60 la encarnó el egipcio Gamal Abdel Nasser —estamos en el 50 aniversario de la crisis de Suez que dejó un Oriente Medio mucho más complicado—, de Yasser Arafat en los 70 y 80 y del iraquí Saddam Hussein en los 90.
Es la promesa de un liderazgo redentor para los árabes y el Islam de alguien que finalmente llene la ropa del rey Saladino que en el siglo XII arrasó el reino de Jerusalén en su jihad contra los cruzados.
Nasser, Arafat y Hussein prometieron en algún momento borrar a Israel del mapa y, como es obvio, no pudieron. Nasrallah asume hoy el mismo compromiso hueco y este se hace más creíble solo porque la maquinaria propagandística israelí lo agita como justificación de sus acciones militares desproporcionadas.
Como escribió Friedrich Nietzsche «aquel que combate mortalmente a un enemigo tiene un interés en la supervivencia de ese enemigo». Pero Nasrallah se está convirtiendo en algo diferente a sus predecesores; en primer lugar está sosteniendo la lucha contra un enemigo militarmente formidable y tan motivado como Hezbollah, ya por mucho más tiempo del que se esperaba.
Ese enemigo es Israel y, como ninguno antes que él, está llegando con sus misiles al interior profundo del territorio israelí. La presunta aparición de los misiles iraníes Zelzal (hasta 400 kilómetros de alcance y hasta 600 kilogramos de carga letal) ampliaron ayer la alarma.
Se podrá pensar lo que se quiera de Hezbollah, de su jefe y de la irracionalidad mítica, pero esta es precisamente la materia de que está hecho el heroísmo para las multitudes árabes.
Pero el carácter predominantemente chiíta de la organización que encabeza lo hace un extraño heredero de Saladino —quien antes de ocupar Jerusalén arrasó con el califato chiíta— y un improbable aliado de la mayoría de regímenes árabes, laicos y sunitas, que ven como amenaza la vocación teocrática de esa escuela teológica islámica y, sobre todo, los vínculos de Nasrallah con el régimen iraní.
Más interesante aun es que, por las mismas razones, Hezbollah es también un aliado imposible de la fantasmal organización que, se nos machaca, es Al Qaeda.
Es bueno recordarlo en esta hora en que nos enteramos que Al Qaeda esperó 16 días hasta que su segundo en el liderazgo, Ayman al-Zawahri, saliera a condenar la guerra contra el Líbano en un video en el que ni una sola vez mencionó el nombre de Hezbollah o de Nasrallah.
Al Qaeda —una organización sunita— parece estar convencida de que grupos como Hezbollah no son más digeribles que Estados Unidos e Israel y en su propaganda lo equiparan a un socio del silencio de «la agresión sionista-estadounidense».
Todo chiíta, sostiene esta visión, no es sino otro cómplice de lo que llama la «conspiración Sassanian-Safavid», nombre cuyo primer término alude a una dinastía pre-islámica (su religión era el zoroastrismo, considerada herética) y el segundo, a otra de cuño chiíta. La primera gobernó Irán entre los años 224 y 651 AC y la restante entre 1502 y 1736.
Algunos analistas sostienen ya que de ser medianamente exitosa la acción de Hezbollah, Nasrallah podría ofrecer la clase de liderazgo que permita reunir a ambos grupos aun en lugares tan conflictivos como Irak, donde hay hoy una feroz guerra civil entre chiítas y sunitas que hace más dramático el pantano en que está sumida la ocupación anglo-estadounidense.
Por cierto que la unión de esas facciones no sería un alivio para los ocupantes porque los tendría como blanco preferido, es dable suponer.
Aun si Nasrallah fuera a perecer bajo las balas israelíes y su milicia fuese seriamente afectada por la ofensiva —lo que está por entero dentro del reino de lo posible—, el ejemplo dejado sería enormemente tentador para nuevos reclutas adolescentes que en el mundo del Islam son multitudes.
Como dijo con sensatez esta semana el presidente Jacques Chirac «la solución» de esta crisis «no es militar». Allí es donde resulta asombrosa la miopía política estadounidense y, como prolongación, la del gobierno de Olmert que parece empeñado en subordinar a la visión quimérica de Washington la seguridad real de Israel. Si, como dijo la secretaria de Estado Condoleezza Rice, la sangría en el Líbano equivale a los «dolores de parto del nuevo Oriente Medio» hay que convenir en que el riesgo es el del nacimiento de un pasado fósil.
Copyright Clarín, 2006.
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