Colombia: El remedio de la corrupción no es acabar con la autonomía territorial
Por Jaime Castro
El Tiempo, Bogotá
Hay que ponerle pueblo a la descentralización para que no la asfixien las roscas y camarillas que aprovechan la cada día más escasa participación ciudadana.
Cómo salvar la descentralización
Fue presentada y recibida como la reforma política más profunda y de mayores repercusiones económicas y sociales en varias décadas. Aunque no produjo todos los resultados esperados, los que logró inicialmente eran prometedores: la elección popular de alcaldes y gobernadores mostró que podía cambiar el mapa político y las inversiones en salud, educación y otros servicios sociales empezaron a mejorar las condiciones de vida de las comunidades menos favorecidas.
Pero últimamente se ha deteriorado tanto que tiene comprometido su futuro. Así sucede porque buen número de municipios y algunos departamentos han caído en manos de mafias políticas, a veces conectadas con los actores ilegales del conflicto, que la han desnaturalizado y pervertido. Para los organismos de control, los mayores focos de corrupción son el manejo de las transferencias, las regalías y los recursos destinados al régimen subsidiado de salud. También la contratación con cooperativas. Por ello, urge recuperar la descentralización, darle un segundo aire y nuevos desarrollos.
Las fallas de que adolece no son fiscales ni administrativas, sino político-institucionales. Mal que bien, y más bien que mal, las entidades territoriales tienen ingresos aceptables (transferencias, regalías, ingresos propios). También han recibido nuevas competencias. Ahora pueden ejecutar obras, prestar servicios y ocuparse de asuntos que antes la Nación atendía de manera centralizada. Pero cometimos un grave error: entregamos el manejo de municipios y departamentos mejorados fiscal y administrativamente a los viejos actores de la vida pública regional y local, sin obligarlos a cambiar sus vicios y mañas. Como no adoptamos nuevas reglas de juego en materia político-electoral, quienes los habían gobernado y administrado empezaron a hacer de las suyas y los pocos nuevos actores se contaminaron y cometieron tantos o más abusos que los que habían denunciado.
Hay que ponerle pueblo a la descentralización para que no la asfixien las roscas y camarillas que aprovechan la cada día más escasa participación ciudadana y comunitaria en los actos que la desarrollan. También hay que facilitar y estimular la presencia de nuevas organizaciones políticas y sociales en la vida de municipios y departamentos. El Gobierno debe promover y liderar esas reformas. No lo hizo durante su primer periodo a pesar de que lo ofreció en la campaña del 2002. No es seguro que lo haga ahora porque lo que está proponiendo va en contravía de lo que se necesita. La reelección inmediata de gobernadores y alcaldes constitucionalizaría la politiquería y el despilfarro. No habría cómo controlar y sancionar a los mandatarios locales que cometerían toda clase de alcaldadas con tal de hacerse reelegir. Y disolver -gobiernos locales y departamentales-, como lo plantea otra propuesta oficial, no es lo que se requiere para evitar que la descentralización pague el alto precio de la corrupción. La gravedad del mal exige medidas radicales, severas y eficaces, pero no la desaparición de la autonomía de municipios y departamentos, que es lo que ocurriría si se disuelven sus gobiernos mediante “golpes de Estado”, como acertadamente los llamó EL TIEMPO (21/07/06).
En casos extremos pueden ser necesarias intervenciones temporales y focalizadas en una dependencia, sobre determinados y precisos recursos o actividades, que en término breve (como el que rige para la tutela) autorice el respectivo tribunal de lo contencioso administrativo o el Consejo de Estado, según la entidad que se pretenda intervenir. Tal autorización sólo deberían solicitarla la Procuraduría, la Contraloría o la Fiscalía, no los enemigos políticos del funcionario cuestionado, que podrían ser miembros del Gobierno que haría la designación de los reemplazos a que hubiere lugar.
Conviene preguntarnos cómo salvar la descentralización. Pero debemos hacerlo sabiendo qué es exactamente lo que queremos. En materia tan delicada, no se puede improvisar, ni aplicar remedios peores que la enfermedad.
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