Argentina: DNU, la sigla autoritaria
Por Alberto A. Natale
La Nación
Las siglas están de moda; pertenecen al idioma, pero contribuyen a desvirtuarlo. La mención de los decretos de necesidad y urgencia se simplifica, en el habla y la escritura, con la sigla DNU. A ellos nos referiremos, ahora que se reglamentan su trámite y alcances según dispone el artículo 99, inciso 3º, de la Constitución reformada en 1994.
La Constitución de 1853 y sus modificaciones posteriores no los contemplaban. Es que la lógica del sistema presidencial, moldeado en Filadelfia en 1787 e inspirado para nosotros en el proyecto de Alberdi, supone la separación de funciones. La actividad legislativa es propia del Congreso, con la participación del Poder Ejecutivo, que puede promover iniciativas y vetar las sanciones. Es la materialización del distingo que hacía Montesquieu entre la capacidad de estatuir (sancionar la ley) y la deimpedir(vetarla). La primera para el órgano legislativo, la segunda para el ejecutivo.
A causa de las guerras civiles, después de la Organización Nacional se dictaron unos pocos decretos de contenido legislativo. Más adelante, Rafael Bielsa recordaba apenas dos durante las primeras décadas del siglo XX. Los autores clásicos del derecho constitucional no los mencionan, salvo Joaquín V. González, que ponía como ejemplo la necesidad de modificar por decreto el presupuesto para atender alguna catástrofe. Eran tiempos en los que el Congreso sancionaba minuciosos presupuestos y el Ejecutivo se ajustaba a ellos. Fueron los expositores del naciente derecho administrativo argentino quienes empezaron a referirlos, sin advertir que la disciplina se nutría de la doctrina francesa y, también, italiana y española, países en los que, por tratarse de sistemas parlamentarios en los que el gobierno depende para su constitución y sobrevivencia de la voluntad del Parlamento, puede entenderse esta lógica. Si el gobierno dicta un DNU y el cuerpo legislativo no se satisface, puede no sólo derogarlo, sino también revocar al mismo gobierno por medio de una moción de censura. Distinta es la lógica del sistema presidencial, donde la suerte del gobierno no depende del humor parlamentario.
Cuando se conoció el contenido del Pacto de Olivos, escribí un par de artículos en los que sostuve que, al admitir la existencia de los DNU, además de otras novedades, como el veto parcial con promulgación del resto de la ley sancionada y la institucionalización de la delegación legislativa, transformaríamos a nuestro sistema presidencial en un presidencialismo autoritario. No hubo acuerdo en Olivos, tampoco lo hubo en la Convención de 1994 y, como salida, se decidió encomendar a una ley especial del Congreso que estableciera el trámite y los alcances de los DNU. Lo natural hubiese sido que esa ley dispusiera que, dictado el DNU, ante un verdadero caso de necesidad y urgencia y «cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución» (como dice el artículo 99, inciso 3º) para que la norma mantenga su validez se requiriera una aprobación expresa por parte del Congreso, dentro de un lapso perentorio. De lo contrario, el decreto-ley perdería eficacia.
Pero las cosas se resuelven al revés. El Poder Ejecutivo dicta el DNU, lo comunica al Congreso y, siempre que no medie un pronunciamiento en contra por parte de éste, mantiene su vigencia. Por supuesto que las dóciles mayorías parlamentarias que acompañan al Presidente, simplemente con no hacer nada, manteniéndose en silencio, habrán transferido la potestad legislativa del Congreso al Ejecutivo. ¿Para qué se escribió, entonces, el artículo 82, que prescribe que «la voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluyen en todos los casos la sanción tácita o ficta»? Justamente cuando se discutió este artículo en la Convención pregunté cuál era su sentido, y desde el sector que representaba al Pacto de Olivos se me contestó que se lo incluía para exigir la ratificación expresa de los DNU a fin de que tuvieran eficacia. Está en el diario de sesiones, pero ¿quién se preocupa por el diario de sesiones?
El presidencialismo autoritario ha quedado institucionalizado. Siguiendo la terminología de Montesquieu -pero a la inversa de lo propuesto por Charles de Secondat-, en la Argentina del Pacto de Olivos, de la reforma de 1994, ya formalmente establecido, la capacidad de estatuir pertenece al presidente y, residualmente, la capacidad de impedir le queda asignada al Congreso. Justamente, en el Centenario de la inauguración del hermoso Palacio, ahora vacío de poder.
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