Bush y el riesgo de no tener interlocutores
Por Mario Diament
La Nación
MIAMI.- El mundo tuvo una inesperada ventana de acceso al pensamiento íntimo de George W. Bush, el lunes último, durante la reunión del G8 en San Petersburgo.
Ignorante de la presencia de un micrófono abierto, Bush se dirigió a Tony Blair en su mejor estilo de confraternización tejana y al tiempo que masticaba un canapé con la boca abierta, le hizo esta cándida reflexión sobre la manera de resolver el conflicto en Medio Oriente: «Lo que ellos necesitan hacer es convencer a Siria de que Hezbollah pare con esta mierda y todo habrá terminado».
Más que revelar a un Bush de entrecasa, el episodio expuso con la literalidad de una radiografía la inquietante simpleza con la que la administración norteamericana aborda una crisis de la magnitud de la del Líbano.
¿Quiénes son ellos? La mayoría de los analistas coincide en que fue una referencia a los rusos, de modo que lo que Bush le estaba diciendo a Blair era que los rusos necesitaban hablar con los sirios para que éstos a su vez intercedieran ante Hezbollah para que parasen todo el asunto.
¿No se advierte algo perturbador en este intercambio? El líder de la mayor potencia mundial le dice a su principal aliado político y militar que para hablar con Hezbollah es preciso pasar por los sirios y para hablar con los sirios es preciso pasar por los rusos.
¿No tienen los Estados Unidos canales más directos para discutir una crisis? La respuesta es que no, no los tienen, y ésta es una de las más peligrosas innovaciones que ha traído a Washington el gobierno de Bush. Su política exterior, valga el eufemismo, se ha caracterizado por romper puentes en lugar de tenderlos, en una muestra de ostracismo diplomático con muy pocos antecedentes.
Calamidad
Los Estados Unidos de George W. Bush no pueden hablar directamente ni con los iraníes, ni con los norcoreanos, ni con los sirios, ni con Hamas ni con Hezbollah, ni con los cubanos, ni con los venezolanos. En otras palabras, se han convertido en antagonistas y no en interlocutores y como tal, carecen de toda influencia para abordar una crisis de otro modo que no sea por la fuerza.
Se podría argumentar que cualquiera tiene derecho a desentenderse de aquellos a quienes considera pérfidos y Bush ha dejado muy en claro que considera a Irán, Siria y Corea del Norte parte de un «eje del mal». Pero si bien esta actitud puede ser moralmente válida en lo personal, para una potencia con aspiraciones de liderazgo, como los Estados Unidos, resulta una completa calamidad.
Como el trascendido de su breve intercambio con Blair lo demostró, Bush tiene serios problemas de comunicación por encima del nivel de un pub, donde uno toma cerveza con los amigotes y se expresa en monosílabos. Tampoco tiene un gran conocimiento de cuestiones internacionales, con la previsible consecuencia de que, generalmente, se aburre. Se aburrió en Mar del Plata y se aburrió en San Petersburgo y no ve el momento de levantarse e irse. Esta impaciencia, sumada a una visión del mundo más cercana a las películas del Lejano Oeste que al complejo universo de la política internacional, se traduce en decisiones extremadamente banales, donde la solución radica en que los buenos eliminen a los malos.
El vacío que esta estrategia maniquea ha dejado en el mundo ha posibilitado la emergencia de conflictos tan crueles como peligrosos. En Irak, los muertos se multiplican a un ritmo de cien por día; en Medio Oriente, Israel redujo la mitad del Líbano a escombros y soportó un bombardeo de sus ciudades como no se recuerda en 30 años; los norcoreanos se pusieron, de repente, a testear misiles de largo alcance y los iraníes insisten en seguir adelante con su programa de desarrollo nuclear.
Por primera vez en 60 años, Washington elige dejar hacer en un conflicto a escala catastrófica como el que está teniendo lugar en el Líbano. La premisa es que hay que dejar que los israelíes terminen la faena, es decir, eliminen a Hezbollah. ¿Pero, qué sucederá si los bombardeos israelíes eliminan antes al Líbano que a Hezbollah?
Estados Unidos podría haber evitado esta escalada de violencia tanto como podría haber evitado que los norcoreanos dispararan sus misiles y los iraníes insistieran en su energía nuclear, pero no con este presidente. Bush ha convertido a la política exterior en una pulseada de bravucones, y ya se conoce la definición de bravucón: mucho músculo y poco cerebro.
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