Beirut, donde hoy nadie se siente a salvo
Por Silvia Pisani
La Nación
BEIRUT.– El barco se acerca y la bruma desnuda, como un milagro después de ocho días de bombardeo, el perfil intacto de la costa. Pero la ilusión dura poco: lo primero que ofrece la ciudad, cuando se pone un pie en ella, es silencio. El silencio de la falta de vida y el de mucha muerte.
En la segunda semana de ataques israelíes, el panorama es desolador. Se habla de más de 300 muertos, pero nadie sabe bien cuántos son los que están sepultados en los escombros de la zona sur. Los ataques avanzaron ayer por primera vez sobre zonas antes consideradas seguras, y con las horas se multiplican el éxodo y la falta de alimentos.
Como nuevo signo de desesperación, los libaneses ya no sólo acopian comida, agua y remedios sino que arrasan con cuanto dólar tienen a la vista y lo acumulan, buscando un refugio económico que los rescate del hundimiento que consideran inevitable. Los bancos acusaron ya falta de billetes.
A las 20.30 sonaron nuevas explosiones. La agresión israelí irrumpe hasta por la nariz: el aire se satura de un acre olor a fósforo. Pero la sorpresa estuvo en la extensión de los blancos: los disparos llegaron por primera vez al barrio cristiano de Ashrafiyeh, considerado hasta ayer una «zona segura».
El dato es más que geográfico. «No estamos seguros en ningún lado», fue el mensaje ayer de los habitantes de una ciudad convertida en estación de salida: el único lugar donde hay movimiento es en el puerto, donde la gente espera como puede la ocasión de abordar un barco de evacuación antes de que termine el operativo.
Tras el peor día de fuego cruzado se estima que más de la mitad de la población abandonó la ciudad y se reubicó donde pudo. Algunas de las avenidas ofrecen el paisaje muerto de balcones cerrados y ventanas bajas.
Pero la verdadera desolación está en la zona sur, arrasada por la aviación israelí, donde numerosos cadáveres podrían estar bajo las ruinas de los edificios. Un paisaje que parece de película de guerra.
«Tenemos gente de la ciudad viviendo en hoteles, donde buscan refugio. Pero cada vez quedan menos porque empiezan a no poder pagar la cuenta», explicaron a LA NACION. Entre abrazos con otros pasajeros, una familia se despedía ayer del que había sido su hogar durante la primera semana de ataques. Otros se refugian en casas de quienes pueden recibirlos en la zona montañosa que rodea la ciudad. O acampan, medrando como logren rebuscárselas. «Es cuestión de plata. Si tenés dinero, estás más a salvo; si no, estás perdido» fue la síntesis durante el primer recorrido por la ciudad bombardeada.
Una nueva fobia se desarrolló ayer: nadie maneja camiones, nuevo blanco de las bombas israelíes. Beirut se convirtió en las últimas horas en un centro urbano con mucha menos capacidad para atender su necesidad de provisiones, ante lo difícil que resulta conseguir quien quiera manejarlos.
«Faltan cosas y todo sube de precio», es la denuncia. Los más confiados aseguran que, de no adoptarse medidas de refuerzo, el material acumulado en depósitos garantiza la provisión de agua y alimentos por dos semanas más. De allí en adelante sería casi imposible si no hay cómo transportarlo.
Hay suba de precios. Todo sube, desde la comida hasta el contrato de los barcos para que partan los evacuados: según supo LA NACION, los primeros costaron cerca de 270.000 dólares. Pero ahora ya se habla de un millón para lograr que un crucero complete la ruta entre esta ciudad y Larnaca. La guerra es un negocio para muchos.
Los camiones de transporte volvieron a ser ayer el blanco de los misiles israelíes, que también alcanzaron uno de los mayores centros de distribución de alimentos agrícolas y la lechería más grande del país.
«¿Qué tiene que ver la leche y la manteca con Hezbollah?», era ayer la pregunta repetida. Por la noche hubo que añadirle los medicamentos: se reportó el ataque de un camión con productos medicinales en Bekaa. «Quieren hambrearnos, matarnos de a poco», era la queja.
Inoperante hace una semana por las bombas, el aeropuerto fue ayer atacado nuevamente, lo que aleja todavía más las posibilidades de que la ciudad quiebre el cerco que la rodea y que sólo puede ser atravesado por el puerto y por el paso de la frontera norte con Siria.
Desde el mar, una hora antes de llegar a puerto, Beirut es apenas una línea en el horizonte, una señal tan débil como la que, a esa altura, padecen los teléfonos celulares de los desesperados libaneses que retornan a casa y quieren saber qué pasó en las largas horas que quedaron incomunicados en la ruta marítima.
Y lo que pasó no es bueno.
Al caer la noche suena un ruido: es un generador que intenta paliar un corte energético. El otro ruido, el temido, es el de los cohetes. Y el que no se escucha es el de la evidencia: el silencio de toda vida que, a esta altura, intente ser algo más que supervivencia.
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