La memoria parcial
Editorial – La Nación
El gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero está utilizando la rememoración del 70 aniversario del comienzo de la guerra civil española con una desdichada visión de la historia, maniquea y absurda. Aquella contienda desgarradora de los mil días constituyó, como todos los enfrentamientos nacionales, un catálogo de las peores atrocidades de que es capaz el ser humano.
Este nuevo socialismo español, menos maduro, más adolescente -por decir lo menos- que el otro con el que de la mano de Felipe González entró España a ser parte efectiva y próspera de la gran Europa, ha resuelto arrogarse, según lo hace notar el diario ABC de Madrid, «el derecho de hacer las versiones históricas que le complacen».
Esto puede explicar alguna de las afinidades que el gobierno del señor Rodríguez Zapatero percibe aquí.
ABC ha apuntado que el gobierno procura una ley de recuperación de la memoria cuyo objetivo es condenar el desafuero de «las derechas». Eso estaría muy bien si al mismo tiempo no se olvidaran como se olvidan, hasta con capricho minucioso, las crueldades del otro campo: las de los anarquistas, las de todos los extremismos de izquierda y ni qué decir las del stalinismo que tuvo tanta gravitación de un lado como la Italia fascista y la Alemania nazi lo adquirieron en el otro. ¿Qué campo de experimentación mayor respecto del crimen de desaparición de personas que el de las famosas «checas» y el ulterior paseo de terror y sin retorno que se practicaban durante la guerra de 1936-1939 bajo el comisariato soviético?
De un tiempo a esta parte los argentinos venimos asistiendo a un proceso similar al que se registra en la Península en relación con el ocultamiento de la despiadada violencia del terrorismo de izquierda que asoló al país desde fines de los años sesenta y fue «aniquilado» por un Estado que terminó mimetizándose con el enemigo, al hacer de su acción una práctica tanto o más ilevantable en su vesania.
Con desconocimiento de lo que significa la verdad histórica y los altos valores de la concordia nacional, pero con sobradas muestras de inaceptable imprudencia, el gobierno está haciendo un hábito de la exaltación y reivindicación del «idealismo» de las organizaciones guerrilleras enfrentadas en su tiempo con el poder militar.
Nada se dice de los cientos de asesinatos, de los heridos, de las amenazas permanentes, de la convulsión interna que esos «idealistas» produjeron incluso enfrentándose, aun antes que con los militares, con el peronismo sindical y con el gobierno de Perón y después el de su esposa, Isabel Perón, que por decreto ordenó «aniquilar» a los grupos subversivos.
Por vía de una mendaz interpretación histórica, que ha pretendido hasta desconocer el significado reparador, penal, moral y material de los juicios seguidos en los años ochenta a los principales responsables del terrorismo de Estado, se alentó con éxito la declaración de inconstitucionalidad de dos leyes. Habían sido dos leyes que el legislador, en el espíritu expuesto durante los debates y ratificado con posterioridad, calificó de amnistía y no sin dejar fuera de sus alcances actos tan oprobiosos e inconcebibles como el rapto de menores. Se ignoró así el historial que el perdón -no el olvido- ha tenido desde sus albores en la historia patria, como que el conjunto de leyes de esta naturaleza, correspondientes a muy diferentes períodos de nuestra evolución institucional, sólo pueden ser compendiadas en un tomo de respetables proporciones.
Distinta ha sido la posición de LA NACION que, habiéndose pronunciado editorialmente en la oportunidad de su sanción contra la autoamnistía con la cual el régimen militar pretendió cubrir sus delitos contra los derechos humanos, sostiene desde hace años, con perseverancia y sin amilanarse por los vituperios adversos, que la familia argentina no puede seguir removiendo, morbosamente y sin equidad, las consecuencias de una década aciaga. Que la Argentina no puede ser ajena a un espíritu de constructora tolerancia, cuando no hay un solo crimen de la subversión por cuyas consecuencias alguien esté pagando el precio de una sanción o la sociedad se lo esté reclamando.
La memoria parcial que impugnamos no se ciñe a los tristes años de tres décadas atrás. Va más atrás, al punto de pretender la supresión de rememoraciones como la de la gloriosa batalla de Caseros, que abrió al país a la libertad -como la había abierto Mayo- al abatir la dictadura rosista y dejar así expedito el camino hacia la Organización Nacional. La regresión lleva hoy a que se impongan sanciones por la proyección de un documental sobre el papel de un regimiento durante la conquista del Desierto, como si la eliminación de una formación castrense o la aplicación de un castigo disciplinario pudieran borrar alguna de las páginas memorables de la historia nacional.
Las reivindicaciones parciales y banderizas impiden la concordia, siembran la división y distraen la atención sobre cuestiones de fondo que requieren ser resueltas, como es el caso argentino, sin capciosas dilaciones: preservación de la seguridad jurídica y de la independencia judicial, debido funcionamiento del Congreso, seguridad física de los argentinos frente al crecimiento pavoroso de la delincuencia, reducción de los niveles de pobreza, generación de condiciones para atraer inversiones productivas en lugar de espantarlas, sinceridad de las variables económicas antes de que sea demasiado tarde, política exterior al servicio de los intereses permanentes del país
El caso español es, por su parte, de una involución no menos patética, como que políticos e intelectuales montados sobre una nueva ola destructora pretenden hasta negar la sabiduría y bondades que la transición política de fines de los años setenta y comienzos de los ochenta tuvo entre sus más imponentes actores al propio socialismo y al líder de cuya mano España entró al fin a tallar en el mundo. Allí se quiere fracturar hasta la legitimidad del modelo que los argentinos debieran adoptar definitivamente para su enaltecimiento y expurgación de los lastres que no han hecho más que impedir el diálogo y los consensos básicos entre ellos y, como consecuencia, los ha ido rezagando en el concierto mundial desde hace más de setenta años.
Los curiosos casos de la actualidad de España y de la Argentina parecerían apropiadamente aunados en el artículo reciente que el historiador británico Anthony Beevor, autor de libros de alto éxito popular sobre la guerra civil española y sobre la Segunda Guerra mundial en Stalingrado y Berlín, publicó en El País, de Madrid. «En el debate actual -escribió Beevor- vuelves a encontrarte con las viejas guerras de propaganda, los mismos fantasmas de la propaganda de hace setenta años La verdadera muestra de madurez se producirá cuando todo el mundo entienda que el pasado ha pasado».
En definitiva, en el mundo moderno esto ya no es una cuestión de izquierdas o derechas. Es una cuestión de sano criterio, de racionalidad elemental y de sensibilidad necesaria para sentirse parte de una nación con vocación de prolongarse en el tiempo.
Alguna vez habrá que optar entre la seriedad y honestidad intelectual o el macaneo olímpico.
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