Testimonios: el día en que estalló España
Por Teresa Bausili
La Nación
A 70 años del inicio de la guerra que dividió a ese país y encendió pasiones en todo el mundo, LA NACION recogió los relatos de algunos de sus protagonistas, españoles que pelearon en las trincheras de uno u otro bando, y que llegaron a la Argentina huyendo del hambre y persecución
¿Cómo pudo ocurrir? , se titula un largo ensayo que el filósofo español Julián Marías escribió hace 20 años y en el que se preguntaba el porqué de aquella cosa atroz que fue la Guerra Civil Española.
Pero ocurrió, y empezó un 18 de julio de 1936, cuando los militares más conservadores del ejército se levantaron en armas contra el gobierno democrático de la República. Terminó el 29 de marzo de 1939 con la caída de Madrid y el triunfo de los sublevados, pero su espíritu y su dramático legado habrían de prolongarse durante muchos años más.
Fue una guerra que despertó pasiones en el mundo entero, convocó voluntarios de distintos puntos del planeta y conmovió a intelectuales de la talla de André Malraux, George Orwell y Ernest Hemingway, que también tomaron parte en la contienda. Robert Capa la inmortalizó con su lente el 5 de septiembre de 1936 cuando capturó el instante en que un miliciano, fusil en mano, se desplomaba por el impacto de una bala en el cerro Muriano.
Para muchos historiadores, la Guerra Civil Española fue un preámbulo de la Segunda Guerra Mundial, ya que sirvió de campo de pruebas para las potencias del Eje (que apoyaban a los nacionalistas de Franco) y de la Unión Soviética (que hacían lo suyo con la República). Así, el ejército alemán ensayó tácticas como la guerra en columnas o el bombardeo de la población civil, convirtiendo al pueblo de Guernica en ícono del horror. Una conocida anécdota que ya alcanzó estatus de leyenda relata que cuando los nazis invadieron París, en 1940, llegaron hasta el atelier de Picasso, donde se encontraron con el famoso lienzo en que el artista denunció aquella masacre. Cuando los oficiales alemanes le preguntaron si él lo había hecho, el malagueño respondió: «No, ustedes lo hicieron».
En ambos bandos -nacionalistas y republicanos- coexistieron ideologías variadas y muchas veces enfrentadas (por ejemplo, anarquistas contra comunistas en uno, falangistas contra monárquicos en otro). Hubo también miles de españoles que quedaron atrapados de un lado u otro de la trinchera, sin más excusa que el punto del mapa en que se encontraban, e incluso, a veces, a contramano de sus preferencias políticas.
Se calcula que unas 600.000 personas -entre combatientes y civiles, algunos de ellos célebres, como Federico García Lorca o Pedro Muñoz Seca- derramaron su sangre en suelo español. Al finalizar la guerra, otro tanto abandonó un país traumatizado y en ruinas. Hasta 1960, fueron cerca de 300.000 los españoles que desembarcaron en la Argentina, entonces una tierra de abundancia que exigía pocos requisitos para los inmigrantes.
Entre aquellos inmigrantes, los ex combatientes se contaban de a miles. Hoy, cuando se cumplen 70 años del inicio de aquel conflicto fratricida, quedan apenas un puñado. Pero sus testimonios -duros, descarnados, simples, conmovedores- valen por todos aquellos que ya no están. Tal vez el mejor homenaje que se les pueda rendir es darlos a conocer.
* * *
Ramón Pérez todavía mastica bronca cuando habla de la guerra. Que él, socialista de alma y convicción, haya tenido que pelear en las filas de Franco es una injusticia. Una total injusticia, insiste. Pero el destino quiso que julio del 36 lo sorprendiera haciendo el servicio militar en Vitoria, en la provincia vasca de Avala. Y Avala era un bastión nacionalista. Ramón tenía entonces 22 años y, si quería evitar el paredón, le quedaba una sola opción: unirse al Regimiento Burgos 31.
Primero en Artillería y luego en Infantería, los combates lo llevaron desde Villareal de Alava hasta los confines de Valencia. Dice que vio de todo. Que prefiere no acordarse. Pero se acuerda. Se acuerda del compañero que fue degollado por un proyectil, de los cuerpos de mujeres y niños tirados en las calles de los pueblos, del frío que penetraba a cuchilladas en los huesos. Se acuerda de alguna anécdota, como aquella vez en que despertó chapoteando en un riachuelo, donde había caído vencido por el sueño, porque «en tiempos de batalla no se dormía».
Y se acuerda con dolorosa lucidez de una noche de luna en la provincia de Teruel, cuando le tocó hacer guardia a tan sólo 300 metros del frente republicano. «Su» frente, aclara, porque Ramón siempre habla de «nosotros» cuando habla de los socialistas. Y esa noche, bajo esa luna impávida, creyó que era hora de cambiarse de bando, de luchar por sus verdaderos ideales y de liberarse, por fin, del peso agobiante de su secreto.
Cuenta que estuvo a un ápice de caminar esos 300 metros, pero que el instinto de vida lo frenó. Aunque luchar para «el enemigo» le martillaba la conciencia, a esas alturas era evidente que los republicanos se encaminaban a una derrota, y lo único que podía esperar si concretaba el enroque, asegura, era ser tomado prisionero y fusilado, como había visto tantas veces ya.
Se quedó donde estaba, con el fusil en alto y el alma por el piso. Después siguió haciendo lo que había hecho hasta entonces: disparar de tal forma que sus balas nunca llegaban al otro lado, ni siquiera a la retaguardia. «¿Le parece eso de fusiliarse entre hermanos?», pregunta, ofuscado, y la garganta se le cierra una vez más.
Ramón tiene 92 años y hace 55 que las punzadas del estómago lo trajeron a la Argentina. Como parte del boleto para embarcarse en un buque de la compañía Castillos -donde trabajó de fogonero- tuvo que regalarle un jamón de 11 kilos al capitán («No sé cómo hice para no devorármelo, con el hambre que llevaba», ríe). Aquí llegó a tener un bar en Mataderos, una fábrica de pastas en Talcahuano 348, una pensión en Salguero 325, dos nietos y un manojo de ahorros que se perdieron en el corralito. Lleva 62 años casado con María de la Coronación (87), con quien se mudó a un hogar asturiano en Chacarita. Allí pasa su días escuchando música clásica, trajinando los pasillos con su pasito ágil y ligero y ahuyentando recuerdos que insisten en volver.
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Nunca entró en combate. Pero en aquellas largas noches de zozobra en las trincheras, esperando el ataque, supo muy bien lo que es el miedo. «Quien estuvo en la guerra y diga que nunca tuvo miedo miente», sentencia Manuel Gil Gil, un español alto y fortachón a pesar de sus 88 años. Cuando estalló el levantamiento, recién estrenaba los 18 y le gustaba pensar más en su novia que en la sombra que se cernía sobre España. Pero fue reclutado por los nacionalistas en su natal Cangas de Morrazo, Pontevedra, y a la novia la vio casi tres años después. En el ínterin fue proveedor de piezas en la artillería antitanques y estuvo asignado a la primera Falange de Canarias. Hambre, lo que se dice hambre, asegura que nunca pasó en ese tiempo. Comía garbanzos, lentejas, pescado. Además, junto con cinco artilleros, se las ingeniaba para degustar perdices estofadas: cazaban los animales con sus propias manos, los encerraban en unas jaulas improvisadas con alambre y uno de ellos, que era de Segovia, los sacaba a pastar para engordarlos. Con la mugre era otra historia. Las ratas que pululaban en las trincheras «eran grandes como gatos», y nadie se salvaba de los piojos. «Pero piojos de tres colas. Hacíamos carreras con ellos», cuenta Rafael y enseguida, todo colorado, aclara: «Cosas de chicos».
Pero la guerra no es cosa de chicos y de eso puede dar cuenta. Una noche, sin ir más lejos, les tocó fusilar a cuatro socialistas. Los llevaron a orillas del río de Lerez, en Pontevedra, y en segundos los ejecutaron. Uno de los muertos era el padre de un compañero de tropas. Alfonso. Así se llamaba. «Me dijo que no me guardaba rencor, pero que en adelante no podía mirarme más. ´Cada vez que te miro veo a mi padre , me dijo». Rafael traga saliva y se pierde en sus pensamientos. Después contará que llegó a la Argentina en el 54, siguiendo a la prole de primos y hermanos que habían comenzado a emigrar en el 46.
Llegó desde Río de Janeiro como polizón de un barco: estuvo escondido durante seis días dentro de un ropero (en la ciudad carioca, a su vez, había recalado como marinero). En el 57, dice, ya había reunido a toda la familia, incluida su mujer y sus cuatro hijos. Tenía trabajo como peón de cocina y años después llegó a ser chef del Hotel Claridge, donde trabajó hasta jubilarse. Hoy vive junto a su mujer en una casita de Sarandí y asegura que lo que más rescata de la Argentina es que, desde que llegó, durmió todas las noches en una cama. Y eso no es poca cosa, asegura.
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Es la primera vez que habla de la guerra. Pero habla con cuentagotas. Pasaron demasiados años, está un poco sordo y no quiere revivir el espanto. «Señorita, hay que entender una cosa: yo lo único que quería era morir. Morir para no ver a tanta gente muerta, morir del dolor que llevaba en el cuerpo».
Pero no murió. A Daniel Díaz, que cumplirá pronto 91 años, ni siquiera lo tumbó la bala que le perforó la pierna derecha a comienzos del 38. Aquello fue durante la feroz batalla de Teruel, uno de los capítulos más sangrientos de la contienda española. Daniel peleaba como artillero para el bando republicano y dice que salió de la trinchera para socorrer a un compañero que había caído herido. Ahí fue cuando le dieron. Pero no murió. Lo mandaron a Andalucía y ya no volvió al batallón. Atrás quedaron los días en que hacía pozos en la tierra y, junto a cinco o seis soldados, se acurrucaba allí dentro para protegerse de los latigazos del frío, o los días en que tomaban vino, cognac o lo que fuera para darse ánimo y sacar coraje.
Pero lo peor, asegura, vendría después de la guerra. Las depuraciones de «rojos» en la España franquista eran, cuenta Daniel, un infierno en vida. «En mi pueblo (Cantoria, en la provincia de Almería) mataron a una chica que fue a ponerle flores a la tumba de un supuesto rojo». Tampoco se olvida del muro que se vino abajo por los agujeros de metralla, de tantos fusilamientos que se hicieron a su sombra. A eso hay que sumarle que no había qué comer y que tenía una familia entera que mantener. Porque Daniel se hizo cargo de los tres hijos de su hermano, que también había luchado en el frente republicano, con la diferencia de que no volvió. «Cuando me enteré de su muerte perdí las fuerzas. Mi cuñada murió de pena y yo, que me iba a casar, dejé de hacerlo para criar a esos chicos.»
Fue justamente con sus sobrinos con quienes llegó a Buenos Aires una mañana de 1953, en un barco atestado de españoles, franceses y alemanes que dejaban atrás la Europa anémica de la posguerra. Aquí saló cueros vacunos en una talabartería de Lanús y se estableció en Avellanada. Hoy vive en una residencia gallega en San Vicente, donde comparte reflexiones y charlas con otros compatriotas. Pero de la guerra, eso sí, nunca quiso hablar.
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Eugenio Cabanela recuerda como si fuera hoy el día en que se rindió Madrid. No tanto por las banderas blancas que se agitaban por doquier, ni por los aviones alemanes e italianos que en el aire dibujaban con su humo las palabras «España Libre» o «Arriba España». Más bien, recuerda que le dieron una caja de betún y un cepillo para que lustrara sus zapatos. Así estarían brillosos para el día del desfile. Ese día marchó junto a miles de otros soldados nacionalistas por las calles de la capital española durante 12 horas seguidas, sin probar bocado. Pero la guerra había terminado y esa noche, para festejar, se agarró la primera y -según él- única borrachera de su vida.
Habían pasado casi tres años desde aquel día en que fueron a buscarlo al campo de Luro, donde vivía con sus padres y ocho hermanas, para que se presentara en el ayuntamiento. «Tenía 19 años y no entendía nada. Me llevaron a Cádiz para recibir instrucción militar y ya no volví a casa.» Dice que hacían más de 40° de calor y, bajo un sol que quemaba como una sartén, hubo que calzarse el uniforme, el fusil y las cartucheras. «Todo eso pesaba una barbaridad. Muchos no lo soportaban y se desmayaban.»
Eugenio habla en un tono calmo y afable. Dice al pasar que a veces se peleaba con 20° bajo cero, o relata la infame batalla en las márgenes del río Ebro como si hablara del trigo y el maíz que cosechaba en su pueblo. Cuenta que se dormía sobre los abrigos en la tierra dura, si es que se dormía, y todos los días se comía un chusco (pan flauta) con sardinas. Con las tropas enemigas, a veces había lugar para algún intercambio: tabaco por comida, comida por tabaco. Eso sí: si alguno osaba pasarse al bando contrario era liquidado al instante.
Eugenio volvió a su casa con una condecoración bajo el brazo (fue por avistar un ataque) y un horizonte desolador por delante. Sin comida ni trabajo, pensó en irse a Cuba para paliar la malaria. Allí tenía tres primos. Pero alguien le advirtió que en la isla se estaba gestando una revolución, y entonces se decidió por la Argentina. Cruzó el Atlántico en un barco que decía «España neutral» y fue a parar a Olivos, donde abrió un almacén y compró «una casita linda» para vivir con su esposa. Hoy ya es viudo, tiene 90 años y un mar de recuerdos para compartir.
* * *
Qué necesitás, pibe?», le preguntó aquella madrugada Eva Perón a Antonio Andrade. Corrían los años 50. Antonio le dijo. Le dijo que sólo quería trabajo. Ni una mano ortopédica ni nada. Trabajo. Porque Antonio había perdido una mano y casi todos los dedos de la otra, pero, si algo no le faltaban, eran ganas de trabajar.
En realidad, Antonio no peleó en la guerra, porque era muy chico cuando estalló. Pero sufrió en carne propia sus estragos. Y aunque él diga que su historia es una más entre tantas que padecieron los españoles, merece ser contada. Hay que arrancar, eso sí, después de la guerra: exactamente el 4 de mayo de 1940. Antonio recuerda bien ese día. No sólo porque cumplía 13 años, sino porque fue el día en que perdió las manos. Su hermano menor había encontrado una lata tirada en el campo de Lugo, donde vivía la familia, y la llevó al taller donde Antonio aprendía el oficio de zapatero. Y ahí fue cuando explotó la lata, que en realidad no era una lata sino una bomba abandonada. Todo voló en mil pedazos, el hermano murió en el acto y Antonio salió despedido varios metros. Estuvo ocho meses vendado en el hospital, carbonizado de la cintura para arriba y con pedazos de metralla incrustados en el estómago. Mientras, a su padre lo acusaron de ocultar bombas en la casa, lo tildaron de rojo y lo encarcelaron.
Tendrían que pasar 10 años más para que Antonio, milagrosamente recuperado, abandonara esa patria de hambre y persecución y se viniera a la Argentina. Tres veces la fue a ver a Evita al Ministerio de Trabajo y dos veces lo rechazaron. Ella lo recibió la tercera vez, tras 10 horas de espera. Pero valió la pena. La «abanderada de los pobres» le dio trabajo como guardián de plaza y Antonio cuidó plazas durante 27 años. Sólo un día faltó al trabajo. Fue el 16 de junio de 1955, cuando cayó una bomba sobre un tranvía repleto de pasajeros detrás de Casa de Gobierno. Antonio venía en el tranvía de atrás. Se bajó y volvió caminando a su casa de Lanús. Ya conocía de guerras y bombas y había jurado no volver a pasar por eso nunca más.
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