Israel, la última frontera
Por José Antonio Zarzalejos
ABC
… Lo realmente grave es que los partidos «baazistas», implantados en Siria e Irak, recogen elementos ideológicos del nazismo y del comunismo y tales aportaciones son tan conocidas por los israelíes como ignotas para la inmensa mayoría de los ciudadanos occidentales…
ERA un judío español, septuagenario, enjuto y enérgico. Se puso en pie, y levantando la mano, pidió la palabra. Y dijo: «dense cuenta de una circunstancia esencial todos los occidentales: Israel es la última frontera de su civilización; si cae el Estado de Israel, se vendría abajo el bastión que protege nuestro modo de vida, nuestros valores y nuestra democracia». Asentí sin dudar ni un segundo después de haber hecho una exposición sobre la repugnante judeofobia que se percibe en España. Lo hice sólo hace unos meses ante un buen número de judíos españoles reunidos en las instalaciones que su comunidad tiene en Madrid, lindantes con la sinagoga principal de la capital de España.
El ataque del Ejército israelí al sur del Líbano y a la capital del llamado país del cedro es un episodio bélico de autodefensa que trata de acabar con la impunidad de Hizbolá, un grupo chií que practica el terrorismo contra Israel con el amparo del régimen sirio de Al-Assad, ante la impotencia del propio Estado libanés colonizado políticamente por Damasco y, por lo tanto, incapaz de interponerse en la actual situación entre la denominada «milicia» de Hizbolá y el ejército de Tel Aviv. Israel está siendo hostigado de forma permanente desde el sur del Líbano después de haberse replegado de allí hace casi seis años. Los gobiernos israelíes han venido dando algunas muestras evidentes de desear una normalización de la situación. La retirada de la franja de Gaza -una operación de alto coste para la sociedad israelí y, la anterior del sur del Líbano-, no se ha correspondido con gestos similares por parte de las fuerzas rectoras -más fácticas que institucionales- de los palestinos y, desde luego, no han contado con la más mínima reciprocidad de Estados como Siria y, especialmente, del Irán fundamentalista que, no sólo niega el Holocausto, sino que propugna la desaparición de Israel y su instalación, en el mejor de los casos, en una zona de Europa entre Alemania y Austria.
La nefasta y corrupta gestión de Arafat propició las condiciones idóneas para que, tras su fallecimiento, el grupo terrorista Hamás -así considerado por la Unión Europea y los Estados Unidos- ganase unas elecciones que han llevado el caos a los territorios palestinos, demostrándose por enésima vez, que es la división interna de ese atribulado pueblo, la corrupción de sus dirigentes y el desentendimiento egoísta e hipócrita de sus problemas por parte de los Estados árabes -y por lo tanto, hermanos-, el verdadero problema para la construcción de su Estado y para la pacificación de Oriente Próximo. La persistencia de Hamás en negar la existencia política y jurídica, es decir, la legitimidad acuñada por la comunidad internacional desde 1948, del Estado de Israel, ha hecho que la situación en aquella zona regrese muchos años atrás y explique -en un contexto de involución política y de integrismo absoluto- la necesidad israelí de una ofensiva militar que le permita respirar con un nuevo margen de seguridad que un islamismo agresivo le ha ido mermando.
Los excesos del Ejército israelí, y que el Gobierno de Tel Aviv debe evitar a toda costa, provienen de causas políticas, por una parte, y de carácter psicológico, por otro. Los servicios de inteligencia de Israel han perdido -el Mosad- la legendaria eficacia que les caracterizaba y que permitía actuar de modo preventivo y evitar el restablecimiento de esa odiosa ley del talión que devuelve golpe por golpe. Al decaimiento de ese instrumento de control -la acumulación de información es un ejercicio profiláctico para eludir la utilización de la fuerza-, se ha añadido el cansancio psicológico colectivo de los israelíes que, desde prácticamente la creación de su Estado en 1948, deben constituirse en un permanente estado de guerra.
En este contexto, el antisemitismo y la judeofobia instigada desde el izquierdismo y zonas extremas de la derecha, devuelven a los judíos -que no necesariamente son israelíes, sino nacionales de distintos países- a una percepción de auténtico acoso. Las nutridas comunidades islámicas implantadas en Francia, Gran Bretaña, España, Italia, Alemania y Holanda -por citar las más numerosas- ejercen una gran presión sobre los respectivos gobiernos y se infiltran en las opiniones públicas hasta componer episodios tan vergonzosos como la de Ejecutivos occidentales disculpándose por unas inconvenientes caricaturas de Mahoma -toda mofa sobre cualquier religión es inconveniente y, en muchos casos, requiere de la intervención de los tribunales a instancia de parte- aparecidas en un periódico danés.
Las comunidades judías están viviendo en los países occidentales con una fortísima tensión y se sienten defraudadas por la falta de apoyo al Estado de Israel justo en una coyuntura histórica en la que el islamismo aparece como una amenaza a la idiosincrasia de nuestro modo de vida. Como explica en una lúcida entrevista hoy en ABC Bernard Lewis, sin lugar a dudas el más reputado experto en temas islámicos, «el pueblo musulmán no establece una distinción entre religión y cultura de la civilización; utilizan la misma palabra para ambos conceptos», tesis que explica la razón por la cual Israel es esa última frontera de nuestro mundo en el que la escisión de los conceptos de la política, la cultura y la religión permiten un equilibrio que arroja como resultado la libertad y la igualdad como principios rectores de la convivencia.
El laicismo judío -muy abundante- aprehende y desarrolla estos conceptos occidentales y las expresiones más radicales -en Israel y fuera de allí- no son distintas, en su naturaleza integrista, a las que se producen en otras confesiones, en otros nacionalismos y en otras sociedades. Lo realmente grave -como también explica Lewis- es que los partidos baazistas, implantados en Siria e Irak, recogen elementos ideológicos del nazismo y del comunismo y tales aportaciones son tan conocidas por los israelíes como ignotas para la inmensa mayoría de los ciudadanos occidentales.
Seguramente, el Corán incorpora valores y virtudes que se proclaman pacíficos y conciliadores pero -siguiendo al emérito profesor de la universidad de Princeton- las corrientes interpretativas coránicas que mantienen los salafistas, los wahabistas y Al-Qaida son hoy hegemónicas en el Islam que «jamás ha vivido una Reforma ni una Ilustración» como apostilla nuestro autor. Pero quizá lo más inquietante de la reflexión del profesor Lewis sea su afirmación de que entre los islamistas «parece existir la creencia latente de que Europa pertenece ahora al mundo islámico o que está en fase de transición». Y tiene, creo, toda la razón que le dan los atentados que en Madrid y Londres, además de Nueva York, denotan, aparte de hostilidad extrema, un sentido de apropiación patológico.
En estas condiciones políticas, ideológicas y culturales, dictar veredictos reduccionistas sobre la política bélica de Israel es, por lo menos, una gravísima frivolidad. No puede ni debe evitarsela condena de los excesos que perpetra el Gobierno de Tel Aviv, pero el análisis de la situación en aquella zona del mundo debe remitirnos a diagnósticos con mayor capacidad de abstracción y predicción. Y si así se hace, se llegará a la conclusión -que se desprende también de las sabias palabras hoy en ABC de Bernard Lewis- de que ese judío español, septuagenario, enjuto y enérgico, tenía razón cuando nos advertía -desde el sufrimiento de la Shoah- de que Israel es la última frontera de Occidente.
El autor es Director de ABC
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