Rusia, ¿el hijo pródigo de Europa?
¿Se ha ganado Rusia el derecho a ejercer la presidencia de las "democracias industriales desarrolladas", aunque sea de forma temporal? ¿Está justificada la inclusión de la Rusia de Putin en el club de países de élite, que inicialmente se denominaban a sí mismos de esta manera? En víspera de la cumbre de San Petersburgo la discusión sobre estos temas se ha animado en los medios de comunicación rusos y occidentales y produce la impresión de déjà vu. La prensa occidental se concentra en los rasgos, cada vez más perfilados en la política, del régimen autoritario y burocrático que aplasta a la oposición y a la prensa independiente. Los comentaristas rusos, entre ellos los que se orientan hacia el Kremlin, rebaten enérgicamente estos ataques antirrusos y subrayan que la Rusia que retorna al escenario político mundial no está dispuesta a escuchar los sermones occidentales. Ni siquiera en lo que se refiere a la observancia y desarrollo de la democracia, por cuanto se guía por su propio modelo de "democracia soberana".
Por su tono, por los términos utilizados y, sobre todo, por la creciente falta de deseo mutuo de escuchar al socio o al oponente, esta discusión, por ambas partes, recuerda aquellos años no muy lejanos de la guerra fría y también aquella época más distante de enfrentamiento histórico y psicológico entre Rusia y Occidente (en aquella época básicamente Europa). Nikolái Leskov, uno de los mayores escritores rusos de fines del XIX, describe en una de sus obras una discusión de influyentes círculos políticos y económicos rusos, cuyos participantes insistían en que "Rusia debe aislarse, olvidar la existencia de otros países de Europa occidental y separarse de ellos con una muralla china". Claro está que este término se entendía entonces como una imagen.
Como en el pasado, la nueva crisis de confianza en las relaciones entre Rusia y Occidente crea una atmósfera favorable para los que por ambas partes están interesados en mantener un clima de enfrentamiento. En Occidente -desde EE UU a la "Nueva Europa"- para reforzar la tesis sobre la incapacidad orgánica de Rusia para comprender los valores democráticos y su permanente propensión a los complejos imperiales. En la misma Rusia, como argumento que confirma la "rusofobia" inmanente en la política de sus socios occidentales, lo que permite incluso presentar la lucha de las democracias occidentales con el régimen totalitario como una guerra eterna contra Rusia. Esto solo sería ya suficiente para sacar la triste conclusión de que la relación de Rusia con Occidente retrocede hacia el pasado o, lo que puede ser incluso peor, que está condenada a no traspasar el límite de un círculo trazado de una vez por todas.
A mi parecer, las cosas son aún peores, porque incluso en la época de los más agudos conflictos de la guerra fría, el enfrentamiento entre la Rusia soviética y Occidente se limitaba al nivel político. Era un conflicto de ideologías, de regímenes, de funcionarios políticos y, naturalmente, de sistemas militares e industriales y de los burócratas a su servicio. Los sectores de orientación democrática, las élites intelectuales y una parte importante de la opinión pública eran más bien prooccidentales y entendían los modelos y valores de la sociedad occidental como una posible vía para abandonar el evidente callejón sin salida al que Rusia había sido conducida por el experimento bolchevique.
Ahora, quince años después de la desaparición de la URSS, la situación es radicalmente diferente. Los estados de ánimo antioccidentales, cada vez más fuertes, no son solo la moneda de cambio de la élite dirigente, sino que penetran de forma cada vez más profunda en las diferentes capas de la sociedad rusa y se apoderan de los nuevos empresarios y de los círculos intelectuales así como de la conciencia del hombre de la calle. Más que cualquier anhelo autoritario claro o encubierto de Vladímir Putin y sus allegados, son precisamente estos cambios los que constituyen el más sólido apoyo del régimen de la "vertical de poder", que recuerda peligrosamente el modelo soviético.
La transformación de la conciencia social rusa tiene varias causas. Una de las principales es el síndrome de decepción en la lamentable experiencia del desarrollo postsoviético del país, que fue presentado a la sociedad rusa como el "modelo occidental". La salida de Rusia de la crisis del poscomunismo, a diferencia de los países de Euro
-pa del Este, no se realizó sobre la base de la cooperación orgánica y política con Occidente y con el proyecto político democrático, sino más bien a pesar suyo. Esta circunstancia da pie a los demócratas rusos para referirse a la evolución del país y a sus complejos de nación injustamente humillada y vencida como una forma del síndrome de Weimar o, para hablar en un lenguaje actual, del "síndrome de Serbia".
Otra causa es el desmoronamiento del "mito occidental", creado de forma paradójica por la propaganda soviética, la destrucción de la imagen idealizada de Occidente como una especie de tierra prometida. En estos quince años se ha evidenciado que en muchos aspectos la sociedad occidental ha sobrevivido a la desaparición de sus antípodas, el régimen soviético, con tantas dificultades como la rusa. Occidente, que se había atribuido orgullosamente el título de "mundo libre", gracias a la existencia de un mundo sin libertad en el otro lado de la tierra, se ha encontrado con la necesidad de probar su derecho al liderazgo moral y político con ayuda de su propio ejemplo y no solo con la incriminación de su rival histórico. Resultó que el mundo occidental no siempre resuelve esta tarea de forma más eficaz que el poscomunista.
¿Y ahora qué? ¿Significa la nueva situación una ruptura definitiva de Rusia con la orientación prooccidental, que durante largo tiempo fue un importante vector de la política nacional, por lo menos para los reformistas? ¿Está dispuesta a protegerse de Europa, sin hablar ya de América, con una "muralla china", esta vez de verdad? Y, lo que es más importante, ¿qué podemos hacer para que esto no suceda? Si nuestro diagnóstico es correcto y la metástasis del estado de ánimo antioccidental ha penetrado en las capas profundas de la sociedad rusa, eso significa que para hacer que Rusia vuelva a la política de acercamiento, y no alejamiento de Occidente, hay que librarse de entrada de las ilusiones de que este problema se reduce a la personalidad del líder actual o del futuro.
La sociedad rusa continuará siendo un rehén de su propio pasado y de las fuerzas políticas que, especulando sobre sus complejos, tratarán de convencer a la población del país de que no hay una alternativa, mientras, en función ya de su propia experiencia, no llegue a creer que Occidente es un socio en la búsqueda de soluciones para problemas comunes o parecidos, y no un jurado enemigo histórico, que sueña con la desintegración de Rusia y un rival pérfido que teje intrigas contra ella.
Claro que se necesita mucho tiempo para que Rusia se libere de nuevo, pero esta vez no del régimen totalitario, sino de sus propios prejuicios y miedos ante un mundo nuevo y complicado. La liberación debe ser, por supuesto, ante todo el resultado de una evolución interior, para la que puede necesitarse la suma de la experiencia de varias generaciones. Pero exigirá también una importante contribución y los pacientes esfuerzos por parte del mismo Occidente (por muchas causas históricas y culturales Europa es más idónea para este papel que EEUU). No se necesita una nueva "Política Oriental" u Ostpolitik, sino una verdadera "Estrategia Oriental", dirigida a fomentar la educación democrática de toda una sociedad y no el amaestramiento de políticos aislados.
La mejor manera para realizarla no es con una pudorosa crítica de las "desviaciones" de las autoridades rusas de los criterios de comportamiento europeos ni con becas a las organizaciones no gubernamentales (aunque ambas cosas están justificadas), sino demostrando a las diferentes capas de la sociedad rusa que la experiencia europea puede ser útil para ellos mismos en la solución de sus propios problemas cotidianos. En otras palabras, hay que recordarle a este gran país, al que sus diferentes gobiernos y regímenes intentaron privar de su memoria histórica, que desde el principio fue y continúa siendo parte de Europa y que solo de ella depende si quiere volver a la casa familiar.
Andréi Grachov, politólogo, es profesor de Relaciones Internacionales en universidades de Europa y Japón. Actualmente trabaja sobre una historia del fin de la guerra fría.
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