Rusia entre las superpotencias
El País, Montevideo
Moscú – Quince años después de la caída de la Unión Soviética, la cumbre del G8 del próximo fin de semana en San Petersburgo confirma la entrada de Rusia en el club de las superpotencias, pero las carencias de la democracia rusa pueden generar una crisis de identidad en el seno de los Ocho.
Potencia nuclear y espacial, petrolera y gasífera, además de constituir potencialmente un enorme mercado, Rusia tenía excelentes razones para adherir al G7, convertido con este nuevo país en el G8.
Este selecto e informal club congrega a grandes países desarrollados y democráticos, pero carece de criterios precisos de admisión.
Además, estos ambiguos criterios poderosa economía y democracia moderna ya no están en vigor, afirma un respetado analista ruso, Fedor Lukianov, de la revista «Rusia en la política global».
En efecto, «hoy los países con el crecimiento más dinámico son China, que no es una democracia, e India, con un democracia particular», explica.
El G8 está integrado por Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Francia, Italia, Alemania, Japón y Rusia.
Por su parte, Rusia «es un elemento heterogéneo en el seno del G8», subraya Viktor Kremeniuk, vicedirector del Instituto de Estados Unidos y de Canadá.
En efecto, pese a su rápido crecimiento, Rusia es al menos tres veces más pobre que los demás miembros, si se considera su PIB o el poder adquisitivo per capita de sus habitantes.
Además, tiene dificultades para concluir las negociaciones con Estados Unidos para adherir a la Organización Mundial del Comercio (OMC), ya que no puede luchar contra las falsificaciones y rehusa abrir su economía a la competencia internacional, especialmente en materia energética y bancaria.
El asunto se complica aún más con la espinosa cuestión de la democracia rusa. Según Moscú, no tiene nada que envidiar a Occidente y, como declaró recientemente un hombre cercano al presidente Vladimir Putin, Vladislav Surkov, es un país «soberano».
Dicho de otra forma, Rusia no tiene la menor intención de alinearse con un hipotético modelo democrático «impuesto desde el exterior», e incluso sugiere educadamente a Occidente que no se meta en sus asuntos internos.
Pero Estados Unidos no ve las cosas de esta manera, A principios de mayo, el vicepresidente Dick Cheney irritó al gobierno ruso al acusarlo de utilizar sus recursos energéticos para presionar a sus vecinos.
Por otra parte, Washington no se priva de subrayar la concentración de poderes en el Kremlin, su control sobre las grandes cadenas de televisión o la nueva ley sobre organizaciones no gubernamentales que reduce su libertad de acción.
En el plano económico, aunque el discurso oficial ruso sea perfectamente liberal, en la realidad el Estado ruso no duda en recuperar el control de los sectores claves, desde el petróleo hasta el automóvil, pasando por el gas.
Estas diferencias respecto a los demás miembros del G8 pueden impedir que el Grupo hable con una única voz. «La participación rusa en el G8 es un síntoma de la erosión del grupo», opina Lukianov.
Y este riesgo parece menor comparado con el que afrontaría el G8 cuando la China comunista se una al club, como parece predestinada por su peso en la economía mundial. Esta perspectiva, añade el analista, no es del agrado de Rusia, que «habría preferido mantener su posición exclusiva».
Pero aún estamos lejos de esta futura hipótesis. Por ahora, la presidencia rusa del G8 es un éxito de prestigio para Rusia, y personalmente para Putin: abre en efecto una nueva época para este país, que vuelve a considerarse una gran potencia.
AFP
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