Ciudadanos de España
Por Benigo Pendás
ABC
… La tentación radical es mucho más peligrosa. El populista renuncia a las ideas, suplantadas por una mezcla de vulgaridad con mentira. Hace el juego al PSOE y a sus amigos, porque fomenta la desunión y espanta al voto moderado. Causa un daño irreparable a la libertad que dice defender…
LA izquierda sigue ganando la batalla de las ideas. De hecho, fija las reglas del juego, otorga patentes de legitimidad y ajusta las piezas según su conveniencia. No importa ser coherente. Toda Europa refuerza al Estado-nación, mientras Zapatero alienta a las ficticias naciones sin Estado. Los hechos son tozudos. Francia deja muy claro que -cooperación al margen- ETA es un asunto interno español. Los ingleses dudan de que un escocés (léase, Gordon Brown) pueda ser primer ministro, reproche que no parece afectar a Tony Blair. El Olivo y muchos italianos más dicen «no» a la reforma insolidaria impulsada por la Liga Norte. La Gran Coalición alemana da luz verde al pacto constitucional para eludir la trampa del consenso. Se refuerzan las señas de identidad común, mientras la gente vibra con himnos y banderas en el Mundial de fútbol. Sin complejos y sin prejuicios. Con toda naturalidad.
La teoría política ofrece también pruebas concluyentes: socialismo y nacionalismo son opciones incompatibles. No hace falta acudir a las historias clásicas del pensamiento socialista, de Jacques Droz o de G.D.H. Cole. Basta con leer páginas más recientes. John Dunn es un representante de la escuela de Cambridge: «El nacionalismo es la vergüenza política más cabal del siglo XX». Otro ejemplo. En el «Manifiesto por una nueva izquierda», de Peter Glotz, editado entre nosotros por la Fundación Pablo Iglesias, se asegura que uno de los objetivos del socialismo es «la lucha contra el nacionalismo». Es notorio que, según los padres fundadores, los proletarios no tienen patria. Adaptación aquí y ahora: sí la tienen, salvo que pretenda llamarse España. La confluencia social-nacionalista es un misterio para el historiador de la ideas. Conozco, claro está, la monserga sobre la crisis del sujeto revolucionario y la búsqueda posmoderna de nuevas minorías que redimir. Incluso en ese caso, la izquierda europea no está dispuesta a perdonar en bloque a las regiones ricas sus pecados capitalistas y burgueses. Los nuestros, en cambio, perdonan, olvidan, comparten el poder y aíslan entre todos al adversario común.
Vuelvo al principio: el dominio del poder espiritual les permite trazar a su manera la línea divisoria entre progreso y reacción. Desde la oposición, sirve de consuelo para imaginar que juegan a favor del sentido de la historia. A veces es muy útil: el recurso pueril del «no a la guerra» funcionó como resorte de una sociedad desquiciada por un eventual terrorismo islámico ante el que carecía de respuesta moral. Existía (ya casi no hay, por desgracia) un discurso ético y político contra la infamia de ETA y la indignidad de sus cómplices. Pero no había argumentos que oponer ante el «castigo» por apoyar al Imperio en Irak.
La derecha nunca supo explicar sus razones. La memoria es frágil, pero las hemerotecas están ahí. En lugar de ilustrar a una sociedad espesa, unos sacaban a pasear al «Maine»; otros, la querencia antiyanqui de sus andanzas juveniles. No fue el caso de ABC. Insisto: si falla el recuerdo, es fácil buscar en el archivo. Ahora todo consiste en denunciar tramas y conspiraciones, pero la verdad no cambia: los que tanto gritan son los mismos que dejaron solo a José María Aznar. El gran defecto de la derecha, en España y en todas partes, es la entrega sin lucha de ese poder «blando» pero efectivo que determina el comportamiento electoral en una sociedad de clases medias que se imaginan bien informadas. Así seguimos. O quizá peor.
En democracia, el que gobierna tiene mucho que mandar y no le quedan tiempo ni ganas para pensar. En cambio, ideas y creencias reflejan el estado de ánimo de la oposición. El diagnóstico invita al pesimismo. Al día de hoy, la derecha sólo actúa con firmeza cuando se agarra a un clavo ardiendo: que Zapatero y ETA negocian un acuerdo indigno. A partir de ahí, esta mitad de los españoles sobrevive malamente a las tentaciones de cada día. Son tres, y se llaman -por simplificar- inercia, populismo y utopía. Veamos cada una. El conformismo es la respuesta natural ante la crisis. Nuestra vieja clase media tiene mucho que conservar. La nueva, encantada de sí misma, no se entera de nada. Repliegue mental: la vida sigue, la economía va bien, el país no da para más, este PP no me entusiasma, no sé si voy a votar… Es un mal transitorio: hay mucha buenagente con ganas de que alguien despierte en ellos, con razones y maneras adecuadas, esa conciencia cívica adormecida. Llámese, si lo prefieren, patriotismo. La tentación radical es mucho más peligrosa. El populista renuncia a las ideas, suplantadas por una mezcla de vulgaridad con mentira. Hace el juego al PSOE y a sus amigos, porque fomenta la desunión y espanta al voto moderado. Causa un daño irreparable a la libertad que dice defender. Un liberal de verdad atiende a la lógica de las consecuencias y no hace cuestión de las intenciones subjetivas. Allá cada cual con su conciencia. Pero los hechos no engañan: quien simpatiza con las tesis republicanas y destruye la confianza en las instituciones es un aliado objetivo de los enemigos de la España constitucional. Por cierto: se lo están pasando en grande y, al menos los más listos, jalean sin pudor a ese extremismo que tanto les favorece.
La tercera tentación, de naturaleza estética, es propia de sectores ilustrados, escritores estupendos, incluso de amigos muy queridos. Es la que más duele, aunque sea a la larga la menos peligrosa. Da igual si es por convicción o por oportunismo: Zapatero actúa como instrumento de la síntesis hegeliana entre la ruptura (tesis) y la reforma (antítesis), que supera la dinámica política de la Transición impuesta por el fantasma de los poderes fácticos y la nueva legitimación de las clases dominantes. El análisis, propio de la adolescencia intelectual, resulta eficaz. La Constitución ya no sirve, al menos en términos materiales. Nuestro ciudadano inquieto entra al trapo de inmediato. El régimen es inviable, asegura. Construyen luego una hipótesis plagada de hermosas ofertas institucionales y pactos eventuales con un sector imaginario de la izquierda. La derecha, camino de Utopía. Diez millones de votos no sirven para eliminar la sensación de minoría acorralada. El modelo se llama Ciudadanos de Cataluña, una iniciativa magnífica. Con dos matices: que allí son, en efecto, minoría y que -si llega el caso- les quitarán votos a los populares. «Big deal», como dicen los americanos. Dentro de poco (es sólo una hipótesis, aclaro) algún centenar de firmantes nos propondrá un manifiesto bajo el epígrafe «Ciudadanos de España».
Dirán que nos roban la patria y la libertad, que somos víctimas de persecución por causa de la justicia, que son la voz que clama en el desierto… Tendrán una parte de razón. ¿Y después? Seamos sensatos y no regalemos bazas al adversario. El PP no puede comportarse como reflejo de una conciencia testimonial, sino como un moderno «catch-all-party»: la traducción, siempre discutida, suele ser «partido que lo atrapa todo». Ganar las elecciones es la mejor forma de defender los principios. Todo lo demás favorece la operación maquiavélica de aislar al PP no ya de los sectores ajenos o indiferentes, sino de su propia base social. Se trata de luchar por ganar con estos mimbres y estas reglas, aquí y ahora. La alternativa es perder por culpa del desencanto, la maledicencia o la conciencia falsa de la realidad. Esto es lo que hay. «Tertium non datur».
El autor es Profesor de Historia de las Ideas Políticas
- 23 de julio, 2015
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