La religión socialista
Por Álvaro Bardón
El Mercurio
Al dios Estado se le deben ofrecer crecientes sacrificios y limosnas, impuestos, aportes forzosos, patentes o permisos, sobre cuyo destino es un pecado mortal dudar.
El socialismo es, en última instancia, una religión, cuyo dogma central, la igualdad, es antinatural, porque los seres humanos son todos diferentes. La sociedad sin clases es su utopía, la que -decían- se podía alcanzar usando la fuerza proletaria para apoderarse del Estado explotador -según el profeta Marx-, que sólo desaparecerá cuando el capitalismo concluya. Esto, antes se lograba con violentas revoluciones, como las de los millones de muertos del siglo pasado, que concluían en la abolición de la propiedad. Ahora se hace con impuestos, leyes represivas o mandamientos en la línea de terminar con la libertad, ya que ésta es la que posibilita que las personas, al crear e interactuar, generen propiedad y la «explotación».
La profecía de la desaparición del Estado ha sido revisada en sucesivos concilios, y el neosocialismo lo ha convertido en un dios, eterno e infalible, sabedor de lo que los hombres deben hacer para progresar y alcanzar la igualdad. Los que tienen este conocimiento revelado son sacerdotes que conforman órdenes religioso-políticas que nos instruyen sobre la adoración a ciertos santos (Neruda, Allende, Evo o Fidel), e instituciones como La Moneda, la Universidad de Chile o Codelco.
Al dios Estado se le deben ofrecer crecientes sacrificios y limosnas, impuestos, aportes forzosos, patentes o permisos, sobre cuyo destino es un pecado mortal dudar.
La libertad es inútil y peligrosa, y debe regularse por los sacerdotes que saben lo que debemos comer, beber, fumar, cómo y cuánto trabajar, qué aprender y emprender, en qué ahorrar para la vejez, cómo tratar el «auge» de enfermedades y hasta cómo emparejarnos y hacer el amor. Estos últimos temas, antes a cargo de curas, rabinos, amigos, parientes y grandes maestros, hoy corresponden al Estado y sus sacerdotes, a los que les pagamos para lograr el cielo, aquí y ahorita.
Las empresas estatales son templos, y reformarlas, una herejía; las privatizaciones, un atentado contra dios mismo, como revisar la eficiencia del gasto y las oficinas públicas. Los ministerios son sagrados y nunca se cerrarán. Las denuncias de ineficiencia, exceso de personal, corrupción o mal uso de dineros son, simplemente, blasfemias.
El desarrollo es siempre peli-groso y pecaminoso. ¿No ve que va ligado al capital, y éste a la libertad de trabajo y pensamiento? Por eso, no es una prioridad y, más bien, al revés. ¿Para qué tener auto, si hay bicicletas y carretas? ¿Y para qué la globalización, que sólo sirve al imperialismo? Lo que importa es extender la igualdad, incluso a animales, árboles y recursos naturales. Es un retorno al milenario panteísmo, algo que los verdes tienen claro, al igual que los pueblos originarios, tan de moda en este polo de progreso que es América Latina.
Las personas y sus libertades son secundarias. Lo que importa son los «derechos sociales», es decir, la represión de la ley manejada por los sacerdotes estatales. Y no se diga -como hacen los liberales- que el calificativo «social» distorsiona el significado de la palabra derecho, tal como oscurece y vacía conceptos entendibles, como justicia, democracia, trabajo y tantas otras.
La creencia socialista igualitaria quiere el paraíso en la tierra, no en el más allá, y por esto es violenta y conduce a luchas fratricidas y dic-taduras. Afortunadamente, la conversión a la libertad va en aumento, y pidamos a Dios que continúe, con perdón de algunos confundidos curas socialistas.
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