Privaticemos la Caridad
Por Carlos Alberto Montaner
El Iberoamericano
¿Por qué el Estado es tan torpe en el ejercicio de la caridad? Las razones son varias. La primera tiene que ver con la naturaleza misma de la transacción. Repartir dinero ajeno justamente es siempre difícil y la ayuda pública tiende a ser mucho más burocrática que la privada. El alivio de este problema, naturalmente, está en quitarle al Estado de las manos gran parte de una tarea que hace tan rematadamente mal para entregarla cuanto antes a la sociedad civil.
Las dos noticias, fuertemente trenzadas, aparecieron simultáneamente. Una de ellas daba cuenta de los innumerables escándalos motivados por las ayudas federales a los damnificados de Nueva Orleáns. Cientos de millones de dólares aportados por los contribuyentes se esfumaron en medio de una colosal tragicomedia de errores, estafas ingeniosas y atropellos. Hubo miles de violaciones de las reglas, fraudes, arbitrariedades y abusos, tanto por parte de quienes recibían el apoyo del gobierno federal, como por quienes lo otorgaban irresponsable y alegremente.
La otra información, mucho más alentadora, contaba que Bill Gates y Warren Buffett, las dos personas más ricas del planeta, aportaban más del 80 por ciento de sus fortunas (valoradas, entre ambos, en cerca de 90.000 millones de dólares) a una fundación creada por Gates para combatir la pobreza y los infortunios de los seres humanos más miserables y desdichados del mundo. Con gran sentido común, el grueso de esos fondos será destinado a curar o a mitigar los efectos de las 20 enfermedades más crueles y severas de cuantas afectan a la humanidad, comenzando por el temido sida. Como dicen los viejos en todas las culturas: »lo primero es la salud». Luego sigue el resto de la pirámide de necesidades.
Al contrario de lo sucedido con FEMA, la agencia norteamericana encargada de ayudar a las víctimas del huracán Katrina, probablemente la fundación de Gates, sostenida sobre una estructura profesional altamente motivada y bien remunerada, asignará sus cuantiosos recursos de una manera eficiente y racional, eligiendo cuidadosamente los fines y los receptores. Por su parte, los receptores actuarán con mucha más decencia, entre otras razones porque saben que quienes los ayudan no están obligados a hacerlo. Lo que se les da no es la consecuencia de un derecho, sino de la vocación caritativa de un grupo de ciudadanos deseosos de colaborar con sus semejantes en desgracia. Esta es la tradición de grandes entidades privadas o cuasi privadas como la Cruz Roja, la Liga contra el Cáncer, Cáritas, el Ejército de Salvación, Rotarios, Kiwanis, Leones y otras decenas de fundaciones y organizaciones parecidas vinculadas a iglesias y a instituciones cívicas laicas. Sólo en Estados Unidos estos grupos recaudan y reparten anualmente con razonable eficacia nada menos que 260.000 millones de dólares, sin incluir en esta cifra el incalculable valor de los trabajadores voluntarios que prestan servicio gratuitamente en numerosos hospitales, escuelas y centros de asistencia social a lo largo y ancho del país.
¿Por qué el Estado es tan torpe en el ejercicio de la caridad? Las razones son varias. La primera tiene que ver con la naturaleza misma de la transacción. Repartir dinero ajeno justamente es siempre difícil. Los políticos, que son los que deben asignar los fondos, suelen ver esta tarea como parte de la incesante campaña de relaciones públicas a que los obliga su profesión. Desean hacerse la foto y transmitir la impresión de que son intensamente compasivos, aunque les importe menos el resultado de la solidaridad con los necesitados que los votos que ésta les traiga. Los donantes, que son los pagadores de impuestos, por su parte, no suelen sentirse felices con la manera en que se desperdicia el dinero, mientras los receptores toman esos recursos »públicos» con una actitud cercana a la arrogancia y la ingratitud total: el Estado tiene que ayudarlos. Para ellos, inconscientemente, el dinero público crece en los árboles y no es el producto del trabajo de sus compatriotas.
El segundo factor que entorpece la ayuda pública es la burocracia. Los reglamentos son infinitos y difícilmente pueden ponerse en marcha rápidamente ante catástrofes inesperadas. Quienes los administran suelen estar mal pagados, carecen de impulsos filantrópicos personales, les molesta tener que actuar con premura y acaban por desarrollar una evidente antipatía contra las personas a las que deben ayudar. Sin embargo, con frecuencia comparten con sus asistidos la misma falta de precaución con relación al gasto. Entre evitar los abusos y defender el dinero del anónimo contribuyente, o colocarse junto a quien pide ayuda, una persona de carne y hueso que demanda asistencia airadamente, le resulta más fácil dar que negar, aunque íntimamente sepa que comete un error. Al fin y al cabo no es su dinero.
El alivio de este problema, naturalmente, está en quitarle al Estado de las manos gran parte de una tarea que hace tan rematadamente mal para entregarla cuanto antes a la sociedad civil. La caridad nunca se ejercerá de manera perfecta por el sector privado, pero, sin duda, éste lo hace mucho mejor que el Estado. Eso es lo que nos ha enseñado la experiencia.
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