El mito tecnológico
Por Juan Velarde Fuertes
ABC
La Humanidad, desde que coincidieron a finales del siglo XVIII una serie de revoluciones, ha conseguido una acumulación de ofertas tecnológicas que, en ocasiones, como acertó a explicarnos Schumpeter y Kondratief, genera auténticas oleadas de prosperidad. Lo prueban fehacientemente, la famosa curva exponencial que Fogel publicó en 1999 en «The American Economic Review» o la observación de cómo crecen año tras año para cada país los Índices de Desarrollo Humano tomados de su publicación anual en el Programa de la ONU para el Desarrollo.
Con ello se ha consolidado un mito: el Estado tiene que financiar el avance tecnológico, porque, de otro modo, se experimentaría un retroceso. Inmediatamente aparece todo eso de la contemplación del gasto presupuestario en I+D+i, y las críticas, por ejemplo, a que España se encuentra a la cola de las contribuciones de la UE. Como sucede con todo mito, el rigor no suele existir en ello, por varios motivos que ha sintetizado espléndidamente el profesor Juergen B.Donges, un gran economista alemán, en su lección académica «Estrategias para la innovación tecnológica: mitos y realidades», pronunciada en un Instituto de Investigación de la Universidad Pontificia Comillas, publicada conjuntamente con el Instituto de Estudios Económicos. Escojamos algunos párrafos: «Debería estar fuera de dudas que en una economía de mercado el papel crucial para las actividades de I+D+i le corresponde a las empresas privadas. Son éstas las que mejor saben con qué nuevos productos pueden penetrar en los mercados, crecer de forma sostenida y crear empleo rentable. El que mejor lo hace es el llamado empresario schumpeteriano… Se trata de la empresa que tiene visión de futuro y está dispuesta a asumir los riesgos que son especialmente altos cuando de hacer algo nuevo se trata».
Añadamos, este otro: «Si se involucra a los gobiernos para que persigan una política científica y tecnológica es obligado preguntarse cómo justificar la asignación de fondos públicos a este área, cuando hay otros a los que también hay que asignar partidas de gasto en los Presupuestos Generales del Estado (enseñanza, sanidad o vivienda). La restricción presupuestaria intertemporal, que garantiza la sostenibilidad de las finanzas públicas en el tiempo, obliga a los gobiernos a priorizar. Más gasto en la promoción de actividades tecnológicas implica ahorrar en otros programas estables de ayudas públicas».
¿Y no sería mucho más rentable, dentro de la llamada teoría del crecimiento endógeno, que esa política tecnológica se apoye en «una política educativa que eleve de forma sostenida el final formativo de los ciudadanos»? ¿No late en todo este mito, el pecado de «arrogancia científica» por parte de la Administración pública, que denunció Hayek en su lección al recibir el Premio Nobel?
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