Irak: secuelas de una guerra sin control de daños
Por Marcelo Cantelmi
Clarín
Forma parte del territorio de lo obvio que existen sitios y situaciones de los cuales improbablemente se regrese. Por lo menos, no con los ropajes que se imaginaron originalmente. Hoy EE.UU. está atrapado en ese dilema jamás previsto. Y ha puesto en marcha una estrategia para intentar salir del pantanal iraquí que no parece prometer diferentes resultados que los que ha mostrado hasta ahora la fallida operación militar en aquel país.
En ese escenario la cuestión actual no es ya la ociosa de determinar si Washington ha perdido esta guerra, sino en cuál de los numerosos acontecimientos producidos desde la invasión se verificó el momento de la derrota. Si los hechos terribles de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib dieron la primera pauta de una capitulación no reconocida por parte de EE.UU., parece claro que la matanza de civiles en Haditha por parte de una patrulla de marines, se anota como un punto culminante del fracaso norteamericano en esta campaña.
No debería sorprender este desenlace. En realidad lo que se intenta describir como excesos en esos episodios está a tono con la matriz de esta guerra, generada en base a un puñado de datos falsos sobre la amenaza iraquí por un lado y como reacción, por el otro, a los atentados del 11 de setiembre, cuando era claro que la dictadura de Saddam Hussein, si bien sanguinaria, no tuvo relación con ese ataque terrorista. Todo el armado de la guerra mostró un descontrol que regresa como boomerang, de la peor manera, con estos hechos en el campo de batalla.
Haditha ha sido equiparada en estas horas no sólo por su brutalidad, sino por sus presumibles efectos en la opinión pública, con la matanza en marzo de 1968, en plena guerra de Vietnam, en la aldea de Mi Lay, —o Mi Lay-4 en los mapas norteamericanos— perpetrada por soldados de la 11ø brigada de infantería. Ese acontecimiento, que consistió en la masacre de hasta 347 personas en su mayoría mujeres, ancianos y niños, torció definitivamente el ánimo de la población norteamericana sobre Vietnam. Fue la forma escandalosa que denunció que Estados Unidos había perdido en el sudoeste asiático. Es un espejo en el que es imposible no reflejarse hoy.
Vale abundar sobre la caracterización de «excesos» que esgrime el Pentágono, es decir incidentes descontrolados por parte de soldados que rompen los códigos, que se argumenta hoy en Irak como antes se lo hizo con el caso de Mi Lay.
Hace dos años, en The New Yorker el periodista Seymour Hersh, quien descubrió la matanza en la aldea de Vietnam, publicó un artículo que revelaba un documento secreto de 2003 firmado por el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Allí, este influyente ministro de George Bush, ordenaba a la tropa en Irak: «atrapen a aquellos que haya que atrapar y hagan con ellos lo que quieran».
La frase tenía el mismo tono sombrío que la que pronunció el comandante de las tropas norteamericanas en el sudeste asiático, el general William C. Westmoreland, cuando casi en las mismas épocas de Mi Lay sostuvo con tremenda elocuencia que había que «regresar Vietnam a la edad de piedra». En ambos casos las órdenes se cumplieron con rigor marcial.
Hersh publicó su artículo tras revelar los tormentos en el penal de Abu Graib y remató su informe sosteniendo que ese procedimiento «no descansa en las tendencias criminales de algunos soldados sino en decisiones aprobadas» por el alto mando y el Pentágono.
Esa es la base del problema. La urgencia por retomar control de la situación, asimila cualquier procedimiento. El primer ministro iraquí Nouir al-Maliki, un aliado necesario de Washington, llegó a denunciar, confrontado con este escándalo, que es usual que los tanques norteamericanos atropellen a ciudadanos de su país o que otros civiles sean baleados sin razón que lo justifique.
La Casa Blanca es consciente de que su única alternativa es una salida de Irak, traspasando a una estructura internacional el futuro temible del país. Eso no se ha verificado aún, pese a los esfuerzos de la canciller Condoleezza Rice que ha tenido una alfombra blanda con los europeos para intentar una alianza que es crucial hoy para Washington.
Pero si ese intento parece de difícil resultado, Washington también ha procurado armar alguna clase de puente hacia Irán, en la certeza de que actualmente la teocracia persa es la que mayor influencia real tiene sobre Irak. La guerra, en verdad, no ha hecho otra cosa que aumentar el poderío político de Teherán en la región. Es en ese sentido que debe analizarse la última propuesta de Rice para una negociación directa norteamericana con el gobierno iraní, Es, sin embargo, un intento que nace manco por la imposibilidad de EE.UU. de renunciar a su demanda para que ese país incrustado insólitamente en el «eje del mal» cuando lo gobernaba una administración moderada, abandone su plan nuclear.
Estos errores de perspectiva son como capas de una cebolla que se suman unos a otros creando un galimatías sin salida. Se requiere un poder fuerte que aminore la guerra civil en ciernes en Irak, pero no se puede excluir en ello el concurso de enemigos declarados. Se necesita moderar la imagen imperial de los aliados en el territorio, pero la presión para recuperar el control produce la sucesión incesante de casos como el de Haditha y lo que, se sospecha, falta aún por conocer.
En este camino es seguro que se comenzarán a producir cambios para, al menos, reducir los costos políticos con vistas a las elecciones legislativas de noviembre. Es difícil creer que Rumsfeld continuará por mucho tiempo más en su puesto, especialmente si Irak encontró un rotundo Mi Lay. Tan difícil como suponer que puede seguir vendiéndose una victoria donde sólo quedan los espantos de una pesadilla.
Copyright Clarín, 2006.
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