La política exterior china descarta retórica y suma sentido práctico
Por Paul Kennedy
Clarín
En su reciente gira mundial, el presidente chino dedicó menos tiempo a George Bush que a multinacionales y a proveedores de petróleo. Es un estilo tan pragmático como imperial de confirmar el lugar de China en el mundo.
Cuál fue el destino más importante de la gira que hizo en abril el presidente chino Hu Jintao alrededor del mundo?
Por cierto, no fue Yale, aunque Hu dijo cosas muy lindas en mi universidad sobre las relaciones históricas y culturales entre los Estados Unidos y China. Tampoco fue la Casa Blanca, donde las trivialidades y los brindis compensaron la ausencia de cualquier acuerdo importante sobre, por ejemplo, los reajustes monetarios, el desequilibrio comercial o la forma en que ambos países podrían cooperar con respecto a Darfur, Corea del Norte e Irán.
Mucho más importante desde el punto de vista chino, se podría sospechar, fue la visita previa de la comitiva de Hu Jintao a las sedes centrales de Boeing y Microsoft, ambas símbolos y puntos clave de la nueva relación industrial y de alta tecnología que va de lado a lado del Pacífico.
Dada la tendencia del presidente y el Congreso estadounidenses a sermonear a otros países sobre sus deslices morales (abusos contra los derechos humanos, Tibet) o sus prácticas comerciales injustas, debe haber sido mucho más placentero sentarse con los hombres de negocios yanquis y hablar sobre la construcción de aviones o el control y las ventas de software.
Pero ni siquiera la escala de Seattle puede compararse en importancia con la visita del presidente Hu al rey Abdullah de Arabia Saudita, relegada a las páginas interiores de la mayoría de los diarios estadounidenses, si es que alguno de ellos la registró.
Fue una visita breve en cuanto a proclamas retóricas pero larga en cuanto a acuerdos prácticos. Ni el monarca saudita ni el presidente chino son conocidos por su interés en fomentar los derechos humanos internacionales, ¿qué sentido tenía entonces tocar ese tema en particular cuando había a mano asuntos más importantes – como la energía, la venta de armas y los acuerdos comerciales?
Y no hace falta un maestro de la diplomacia como Henry Kissinger para explicar la atención absolutamente decisiva que le prestan Riyadh y Beijing a este nuevo matrimonio por conveniencia.
Arabia Saudita es, por lejos, el mayor productor y la mayor fuente de largo plazo de petróleo del mundo, mientras que la economía china, que aún crece un notable 10% anual, rápidamente se está convirtiendo en el mayor consumidor de ese producto fundamental.
Conforme recorre el mundo en busca de petróleo, gas natural y otras materias primas para alimentar su boom económico, Beijing cultiva toda una nueva serie de relaciones con países que antes eran ideológicamente hostiles o, simplemente, no de mucho interés. Las relaciones de China con muchos países latinoamericanos son ejemplo de ello. Pero pocos o ninguno de esos lazos se equipara en importancia con el que mantiene con Arabia Saudita.
La visita del presidente Hu a Riyadh coincidió con la noticia de que el precio del petróleo había marcado un nuevo récord de más de 75 dólares por barril en los mercados mundiales. Fue, efectivamente, una coincidencia ya que los comerciantes de petróleo presentaban ofertas más altas como reacción a las incertidumbres políticas de Irak, Irán y Nigeria.
Pero, aun cuando estas dificultades se superaran y los países productores de petróleo aumentaran su producción (como los ministros de finanzas del G-7 prácticamente les rogaron que hicieran), es dudoso que los precios se derrumben hasta el punto que los estrategas de la Casa Blanca desean con tanto fervor. A menos que ocurran sorprendentes e imprevistos descubrimientos nuevos, el precio del petróleo parece destinado a mantenerse alto.
La brecha existente entre la de manda y la oferta mundiales es demasiado pequeña, y cualquier interrupción en la cadena de suministro —debida a otro huracán del Golfo o a un atentado terrorista contra una instalación petrolera o un oleoducto— haría subir desmesuradamente los precios.
De cualquier modo, países como China e India van a necesitar más y más energía importada en los próximos años, y sus necesidades por sí solas garantizarán que el automovilista estadounidense (y, si vamos al caso, también los países africanos agobiados por sus deudas) no podrá disfrutar de ninguna reducción en los precios del petróleo y la nafta. Si el suministro se volviera sumamente escaso, le resultará más fácil a China (con sus enormes superávit comerciales) pagar los mayores costos que a un Estados Unidos aquejado por sus gigantescos déficit actuales.
Hace dos siglos (en 1792), los británicos enviaron una delegación de alto nivel encabezada por Lord Macartney a la corte del emperador chino, con la esperanza de negociar un importante tratado comercial. Pero el emperador, al ver las diversas manufacturas y chucherías que se habían traído como regalo, declaró que no había absolutamente ningún producto extranjero que China necesitara —algo que probablemente era cierto en aquel momento. La legendaria “Misión Macartney” se retiró desconcertada.
Pero esta afirmación no sería cierta hoy, como han dejado en claro las visitas de Hu Jintao a Seattle y, especialmente, a Ridyadh. Esto no implica que China ahora haya entrado en un estado de dependencia que la obliga a rendirles tributo (“kowtow”) a Boeing, Microsoft o el ministro del petróleo saudita. Trata con los tres al menos de igual a igual, así como trata con la Casa Blanca como con una Gran Potencia equivalente pero no superior.
Y, en realidad, si uno lo piensa, lo que quizá esté ocurriendo es que China está retomando rápidamente su antigua y autoproclamada posición de centro del mundo conforme desempeña un papel cada vez mayor en numerosos escenarios de los asuntos internacionales, desde Irán a Africa y desde el Golfo Pérsico al estado de Washington.
Al comenzar el siglo XXI, ya no hay un emperador chino que viva todo el año en su palacio y sólo reciba a las delegaciones extranjeras de mala gana. Hoy hay muchas misiones políticas y comerciales que vuelan a Beijing y Shanghai, pero los dirigentes chinos ahora también pueden ver la importancia de viajar al exterior para hacer amigos e influir en la gente.
Todo esto significa invertir un tiempo precioso, por lo que no es de sorprender que los asesores del presidente Hu racionen cuidadosamente la duración de todas y cada una de sus visitas. Después de todo, el tiempo es oro. Por eso, quizá a un futuro cronista de los años de la administración Bush le resulte significativa la relativa brevedad de las reuniones que mantuvo el presidente con su colega chino, comparadas con las sesiones más prolongadas y aparentemente más minuciosamente preparadas que le dedicó la “Misión Jintao” a los grandes empresarios estadounidenses y al régimen petrolero saudita.
Sin duda, aquí hay algo raro. O la Casa Blanca pensó que no valía la pena hacer arreglos para una visita de Estado de mayor peso, o a sus visitantes chinos no les interesó quedarse mucho tiempo en Washington. Cualquiera sea la conclusión que se saque, esta no indica que la intrincada relación entre Estados Unidos y China haya mejorado como resultado del reciente viaje alrededor del mundo.
El autor es historiador de la Universidad de Yale.
Copyright Clarín y Tribune Media Services, 2006. Traducción de Elisa Carnelli.
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