Irak no puede escribir aún el capítulo final
Por Felipe A. M. de la Balze
Clarín
Por primera vez en su historia, el Estado iraquí tiene al frente un gobierno democrático de “unión nacional” que incorpora a chiítas, kurdos y sunnitas. El experimento es novedoso, pero no es posible todavía predecir su destino.
El pueblo iraquí ha estado sometido durante casi toda su historia a crueles tiranías. La violencia endémica que ha caracterizado la vida política iraquí halla sus orígenes en las profundas divisiones étnicas y sectarias que han corroído a su sociedad.
Desde la semana pasada, por primera vez en su historia, el Estado iraquí tiene al frente un gobierno democrático de “unión nacional” que incorpora a las tres comunidades más representativas: los chiítas, los kurdos y los sunnitas. El experimento es novedoso y su éxito o su fracaso tendrá repercusiones importantes para la economía y la política mundial.
Hace tres años, el régimen de Saddam Hussein se desplomaba ante la veloz ofensiva del ejército de los Estados Unidos y sus aliados. El plan militar para ganar la guerra fue eficaz tanto en su diseño como en su ejecución. El proyecto de reconstrucción puesto en marcha para ganar la paz no tuvo la misma suerte. Reconstruir la economía, restablecer el orden público y transferir la autoridad a un gobierno democrático no han sido objetivos fáciles de alcanzar.
Los Estados Unidos han realizado un esfuerzo importante para reconstruir la infraestructura destruida. Pero el restablecimiento de los servicios básicos (electricidad, gas y agua) ha sufrido prolongadas demoras. La exportación de petróleo se encuentra aún 30% por debajo de los niveles previos a la guerra. La brecha entre las expectativas y la realidad es grande.
La derrota de Saddam produjo un desbande generalizado de las fuerzas de seguridad que funcionaban como guardias pretorianas del régimen. La decisión de Paul Bremer (el jefe civil de la ocupación) de licenciar a las fuerzas armadas y de purgar a la administración pública de todos los miembros del partido gobernante debilitó el funcionamiento del aparato estatal.
Los elementos más militantes del régimen derrotado se organizaron en forma de guerrilla en el llamado triángulo sunni. Además, Osama bin Laden llamó a la Guerra Santa y movilizó a miles de militantes fundamentalistas a combatir a los “cruzados extranjeros”.
La violencia de origen sectario tomó vuelo: los ataques a mezquitas, los atentados suicidas y los asesinatos selectivos llevados a cabo por extremistas chiítas y sunnitas se volvieron moneda corriente. La suma de estas circunstancias creó un clima de permanente zozobra.
A pesar de este sombrío panorama Irak ha realizado durante los últimos meses un formidable progreso en el campo de la reforma política. Por primera vez la sociedad vive en un régimen de libertad de prensa. El juicio político a Saddam avanza en el marco de las leyes vigentes. Varios sectores de la dirigencia política —entre otros el gran ayatollah Al Sistani, líder de los chiítas— están actuando con madurez.
La primera elección libre en la historia de Irak ocurrió en enero de 2005. La nueva Asamblea acordó una nueva Constitución que fue sometida a referéndum y aprobada por más del 75% de los votantes registrados.
La negociación constitucional fue en realidad un tratado de paz tripartito donde se acordaron las bases políticas para resolver los problemas más conflictivos: los límites territoriales de cada comunidad, la distribución de la renta petrolera y el control de Bagdad.
Irak tendrá un gobierno central dominado por los chiítas y fuertemente influido por la ley islámica. Pero debajo del barniz islámico —requisito indispensable para obtener el apoyo de la mayoría chiíta— la nueva Constitución ratifica la creación de un Estado federal con tres regímenes políticos y administrativos descentralizados.
Los kurdos mantienen sus lealtades tribales, sus leyes, su milicia regional y aceptaron resolver a través de un referéndum las disputas territoriales pendientes. Los sunnitas también tienen sus propias leyes y milicia. Además reciben una cuota importante de la renta petrolera, a pesar de que los pozos están localizados en áreas que quedan bajo control de chiítas y kurdos.
Durante los próximos meses el pueblo iraquí enfrentará su hora decisiva. La dramática disyuntiva oscila entre la puesta en marcha de la república federal y descentralizada prevista en la nueva Constitución o, una guerra civil, cuyo desenlace sería una dolorosa partición, impuesta por la fuerza, del territorio y de los recursos.
Para los optimistas, la conformación de un gobierno de “unión nacional” es el primer paso para avanzar en la creación de un nuevo Irak. Para los pesimistas Irak se deslizará inexorablemente en el precipicio de la guerra civil: la lucha facciosa generará un espiral de “violencia-temor-venganza”. La limpieza étnica y sectaria, la militarización de la sociedad y la intervención de los vecinos (Irán y el movimiento Hezbollah del lado de los chiítas; Arabia Saudita, Jordania, Turquía y los fundamentalistas islámicos del lado de los sunnitas) desestabilizarán Oriente Medio, con repercusiones a nivel mundial.
Pero en Irak la suerte aún no está echada. La eventual guerra civil horroriza al pueblo iraquí. Para el gobierno norteamericano dicho escenario representa una derrota estratégica, casi una humillación. Los países vecinos, arrastrados a intervenir en la contienda, se embarcarían en una aventura de altos costos y beneficios inciertos. A veces lo bueno no resulta del amor, sino del espanto.
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