Los derechos del niño son una chiquilinada
En los útimos tiempos han tenido lugar numerosas campañas, tanto públicas como privadas, tendientes a concientizar a la comunidad acerca de los derechos que deben reconocérsele a los niños, tomando como base la mayoría de ellas a la Convención que en la materia adoptara la Asamblea General de las Naciones Unidas en noviembre de 1989, y que fuera recepcionada por el derecho positivo en distintos países del mundo.
Dejaremos para otra ocasión el debate respecto de si en verdad, tiene sentido que exista tal cosa como las Naciones Unidas, organización que a nuestro juicio consiste en un “club de burócratas” que realizan las mismas actividades perniciosas que venían llevando a cabo en sus países de origen, solo que con distinto clima; para concentrar nuestras reflexiones en los aspectos que entendemos más jugosos de la Declaración de la ONU.
El documento en cuestión parte del mismo error que cometen casi la totalidad de nuestras legislaciones: creer que porque algo aparezca escrito en un papel, necesariamente va a ocurrir de esa manera, sin tomar en cuenta que a la realidad no le interesa lo que un grupo de individuos pueda decidir en una asamblea, por más numerosa y solemne que la misma sea.
El establecer que “el niño debe estar plenamente preparado para una vida independiente en sociedad y ser educado………, en un espíritu de paz, dignidad, tolerancia, libertad, igualdad y solidaridad”; que debe crecer “en un ambiente de felicidad, amor y comprensión” (Preámbulo); que el niño debe tener acceso a la información y al material que tengan por finalidad “ promover su bienestar social, espiritual y moral y su salud física y mental” para lo cual los Estados Partes, entre otras cosas “alentarán la producción y difusión de libros para niños” (Art.17); que se reconoce “el derecho de todos los niños a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social” debiéndose hacer efectivos dichos derechos mediante “asistencia material y programas de apoyo, particularmente respecto de la nutrición, el vestuario y la vivienda” (Art.27); etc.; es meramente formular un largo y tedioso decálogo de pseudo-derechos, que en muchos casos ni siquiera nos atreveríamos a calificar de buenas intenciones, por la inmoralidad de sus implicancias y connotaciones.
Es conveniente destacar que el ser titular o no de derechos no es algo que dependa de cuantas velitas uno apaga el día de su cumpleaños. Los seres humanos tenemos derechos por nuestra condición de tales, y no por encontrarnos más cerca o más lejos del momento en que vinimos al mundo. En verdad, no existen los “derechos del niño”, como no existen los derechos de los de la “mediana edad” o de los ancianos. Lo mismo puede decirse de los supuestos "derechos del enfermo", ficción jurídica que deja supeditada la titularidad o no de derechos a lo que marque el termómetro clínico a lo largo de una jornada.
Los niños tienen exactamente los mismos derechos que los adultos: a la vida, a la propiedad , a la libertad, y a la búsqueda de la felicidad, los que son inherentes a la naturaleza humana y anteriores a toda actividad del legislador, nacional o supranacional. Lo único que cambia es que el ejercicio de los mismos estará tutelado por sus progenitores hasta tanto alcancen la mayoría de edad.
También es importante recordar que todo derecho genera como contrapartida una obligación para el resto de la sociedad, y que esa obligación sólo debería ser de índole negativa: la abstención de violar los derechos de nuestros semejantes. A lo único que deberíamos estar obligados es a no lesionar derechos de terceros, y a resguardar esto es a lo que debería avocarse exclusivamente un gobierno. Ahora bien, reconocer en algunas personas la titularidad de pseudo-derechos como lo hace la Convención de la ONU, implica gravar nuestras vidas con una hipoteca en favor de los demás, colocarnos en proveedores de los medios que permitan a otros la consecución de sus fines. En definitiva, nos convierte en el combustible que hará posible que otros transiten por la vida.
Es de esperar que algún día, quienes tienen a su cargo la función legislativa, antes de sancionar una norma observen cual es la naturaleza de un ser humano y cual es su rol dentro de una sociedad, y que se percaten de que los derechos individuales no son un juego.
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