El Club de los Mentirosos de la Oficina Oval

24 de November, 2002

Cuando los presidentes estadounidenses se preparan para las guerras en el exterior, mienten. Desde fines del siglo 19, si no antes, los presidentes han engañado al público respecto de sus motivos y sus intenciones de ir la guerra. Las enormes pérdidas de vida, de propiedad y de libertad que los estadounidenses han sostenido en las guerras han ocurrido en gran medida debido a la injustificable confianza del público en lo que sus líderes les dijeron antes de conducirlos hacia el conflicto bélico.

En 1898, el Presidente William McKinley, tras haber sido inducido por consejeros genuflexos y periodistas patrioteros a hacer la guerra contra España, buscó la guía divina sobre cómo debería lidiar con las posesiones españolas, especialmente las Filipinas, a las que las fuerzas de los EE.UU. habían expropiado en lo que el embajador John Hay célebremente describiera como una “espléndida pequeña guerra.” Evidentemente, su plegaria fue respondida, porque el presidente más tarde informó que había escuchado “la voz de Dios,” y no había nada más que hacer sino tomarlas y educar a los filipinos, y enaltecerlos y cristianizarlos.”

Las motivaciones de McKinley tenían poco o nada que ver con enaltecer al pueblo al cual William H. Taft, el primer Gobernador General de las Filipinas, bautizó como “nuestros pequeños hermanos marrones,” sino mucho que ver con las ambiciones políticas y comerciales de influyentes expansionistas tales como el Capitán Alfred T. Mahan, Theodore Roosevelt, Henry Cabot Lodge, y su género. La disculpa oficial por la brutal e innecesaria Guerra filipino-estadounidense fue un desvergonzado oropel.

Los católicos filipinos evidentemente no anhelaban ser “cristianizados” al estilo estadounidense, a punta de un rifle Springfield, y resistieron a los imperialistas de los EE.UU. tal como habían resistido previamente a los imperialistas españoles. La Guerra filipino-estadounidense, la cual terminó oficialmente el 4 de julio de 1902, pero que en realidad se prolongó por muchos años en algunas islas, costó la vida de más de 4.000 efectivos de los EE.UU., de más de 20.000 combatientes filipinos y de más de 220.000 civiles filipinos, muchos de los cuales perecieron en los campos de concentración misteriosamente similares a los campos de re-localización en los cuales las fuerzas de EE.UU. amontonaban a los campesinos vietnamitas unos 60 años más tarde.

Cuando la Primera Guerra Mundial comenzó en 1914, las condolencias del Presidente Woodrow Wilson estaban claramente con los británicos. Sin embargo, proclamó rápidamente la neutralidad de los EE.UU. e instó a sus compatriotas a ser imparciales tanto en el pensamiento como en los hechos. El propio Wilson, sin embargo, se inclinó más y más hacia el lado aliado a medida que la guerra se desarrollaba. Incluso reconoció que la gran mayoría de los estadounidenses no deseaban ninguna participación en la lucha en Europa, y en 1916 buscó exitosamente la reelección con el atractivo slogan de “Él Nos Mantuvo Fuera de la Guerra.”

Poco después de asumir su segunda presidencia, sin embargo, Wilson le solicitó al Congreso una declaración de guerra, la cual fue aprobada, pese a que seis senadores y cincuenta miembros de la Cámara de Representantes tuvieron el ingenio o la sabiduría de votar contra la misma. Wilson prometió que esta guerra sería “la guerra para terminar con todas las guerras,” pero las guerras han ocurrido en abundancia desde que las armas cayeron silenciosas en 1918, dejando su matanza sin precedentes—casi 9 millones murieron y más de 20 millones resultaron heridos, muchos de ellos horriblemente desfigurados o lisiados de por vida, así como quizás 10 millones de civiles murieron de hambre o por enfermedades. ¿Y qué ganaron los Estados Unidos o el mundo? Solamente un respiro de veinte años hasta que las ardorosas ascuas de la guerra estallaron otra vez en llamas.

Después de la Primera Guerra Mundial, los estadounidenses se sintieron traicionados, y resolvieron no incurrir nunca en el mismo error otra vez. No obstante ello, apenas dos décadas más tarde, el Presidente Franklin D. Roosevelt comenzó las maniobras por las cuales esperaba sumergir a la nación una vez más en la caldera europea. Fracasado en sus provocaciones navales a los alemanes en el Atlántico, puso eventualmente a los japoneses contra la pared mediante una serie de hostiles medidas de guerra económica y ultimátums claramente inaceptables, los cuales los indujeron a montar un ataque militar desesperado contra Pearl Harbor.

Haciendo campaña para su reelección en Boston el 30 de octubre de 1940, FDR había jurado: “He dicho esto antes, pero lo diré una y otra vez: sus muchachos no van a ser enviados a ninguna de las guerras extranjeras,” Bien, Peleliu no es Peoria. Roosevelt estaba mintiendo cuando hizo su declaración, tal como había mentido en varias ocasiones antes (el historiador David M. Kennedy de Stanford, cuidándose de no hablar con demasiada estridencia, se refiere a las “frecuentemente cautelosas malas argumentaciones hacia el público estadounidense” de FDR). Pese a ello muchos, muchos estadounidenses confiaron en Roosevelt con sus vidas, y durante la guerra más de 400.000 de ellos pagaron el precio final.

Entre los muchos acólitos políticos de FDR se encontraba un joven congresista, Lyndon Baines Johnson, quien eventualmente, y desafortunadamente para el mundo, se abrió camino hacia la presidencia. Como su mentor, confió fatigosamente en mentirle al público. En octubre de 1964, buscando ganar la elección retratándose a sí mismo como el “candidato de la paz” (en contraste con el supuesto bombardero demente Barry Goldwater), LBJ dijo ante una multitud en la Akron University: “No estamos por enviar a los muchachos estadounidenses nueve o diez mil millas lejos de su hogar para hacer lo que los muchachos asiáticos deberían estar haciendo por sí mismos.”
En 1965, sin embargo, poco después del comienzo de su periodo presidencial, Johnson sacó partido de la Resolución del Golfo de Tonkin, basada la misma en un relato ficticio de un ataque contra las fuerzas navales de los EE.UU. en Vietnam, e inició un enorme refuerzo paulatino de las fuerzas de los EE.UU. en el Sudeste Asiático, el que eventualmente involucró a más de 500.000 “muchachos” estadounidenses para pelear una guerra de los “muchachos asiáticos.” Unos 58.000 efectivos militares de los EE.UU. perderían sus vidas al servicio de la vanidad y de las ambiciones políticas de LBJ, para no hablar de los millones de vietnamitas, camboyanos, y laosianos muertos y heridos.

Hoy día el Presidente George W. Bush le está diciendo al pueblo estadounidense que enfrentamos el peligro mortal del ataque inminente de los iraquíes o de sus agentes, armados con armas de destrucción masiva. No habiendo presentado ninguna evidencia creíble o argumentos convincentes, nos invita simplemente a que confiemos en él, y a que por lo tanto lo apoyemos mientras emprende lo que alguna vez hubiese sido llamada una agresión desnuda.

Bien, David Hume hace mucho tiempo sostuvo que sólo porque cada cisne al que hemos visto es blanco, no podemos estar seguros de que no exista algún cisne negro. Por lo tanto, Bush puede estar diciendo la verdad. A la luz de la historia, sin embargo, estaríamos haciendo una apuesta de enormes riesgos al creerle.

Traducido por Gabriel Gasave

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