La Ministro de la Gordura—discúlpeme, la Ministro de Salud—Anne McLellan está brincando sobre el carro de la obesidad. ¡Buen ejercicio para ella! “Somos una nación,” dijo “o nos estamos volviendo una nación, de gente obesa”. De acuerdo con Statistics Canada, el 46% de los canadienses padecen de sobrepeso o son obesos. ¿Arribó la Sra. McLellan a la democrática conclusión de que más políticos gordos deberían ser electos, y más gordos burócratas contratados? No, ella desea hacer ingeniería social con la gente para convertirnos en la tierra del delgado y el obediente.

Sigamos el ejemplo, por caso, de los Estados Unidos. El Director de la Salud de los EE.UU. sostuvo recientemente que muere casi tanta gente debido al sobrepeso y la obesidad como a causa del hábito de fumar. La obesidad, como el fumar, es descrita como una “epidemia”. Un 36% de los estadounidenses presentan sobrepeso; otro 23% es clasificado como obeso. No existe ningún rótulo de la salud pública oficial que comprenda tanto a quienes padecen sobrepeso como a los obesos, por lo tanto podemos llamarlos “los gordos”, o tal vez los “no políticamente correctos gordos”. La nueva Jihad estadounidense está nuevamente siendo imitada por otros gobiernos alrededor del mundo, lo cual implica acometidas sobre lo que el titular del área de la salud denomina “hábitos dietarios no saludables y comportamiento sedentario”.

El Departamento de Salud de Quebec incluirá a la obesidad en su planeado programa “nacional” de salud pública. Las ideas que están circulando incluyen subsidios a los alimentos considerados saludables por los políticos y los burócratas, impuestos sobre la comida chatarra, y restricciones sobre la publicidad. “Debemos ser tan agresivos respecto de la mala nutrición como lo hemos sido con los cigarrillos”, declara un profesor de la Laval University. Otro especialista destaca que “necesitamos hacer más que tan solo educar a la gente”.

Como en todos los grandiosos esquemas de ingeniería social, las inconsistencias son numerosas. Enérgicamente estimulada por el estado, la caída del hábito de fumar puede haber contribuido al aumento de la obesidad. Tomas Philipson, profesor de economía en la University of Chicago, escribe en la revista especializada de Health Economics: “Las medidas contra el fumar pueden incrementar la obesidad y al hacerlo reducen los beneficios para la salud de estas medidas porque el fumar es un método de control del peso . . .”.

Pero el interrogante básico es: ¿por qué el Estado desea combatir la obesidad? Una respuesta intuitiva es la de que los amables políticos y burócratas se preocupan por el bienestar de la población. Esta respuesta parece ingenua dado lo que sabemos tanto respecto de la historia como de la naturaleza del Estado.

Históricamente, el Estado ha sido cualquier cosa excepto amable con sus súbditos. ¿Ha cambiado esto con el Estado democrático? Seamos serios. El Estado actual no se encuentra realmente gobernado por la mayoría. La mayor parte de la gente es “racionalmente ignorante” de las complejas cuestiones de la política y, en algunos casos, tan sólo votan periódicamente por turbios programas con consecuencias desconocidas e impredecibles. La gordura del Estado pertenece a la clase política y burocrática, y está influenciada por una hueste de grupos de intereses especiales minoritarios . E incluso si el estado fuese democrático, permitirle a una mayoría imponer su estilo de vida preferido estaría más cerca de lo que Alexis de Tocqueville denominaba la “tiranía de la mayoría” que de la maximización del bienestar social.

El peso de un individuo, lo que éste come, y cuánto se ejercita, son todas elecciones de un estilo de vida. El Profesor Philipson y el economista Richard Posner han analizado los amplios motivos económicos detrás del crecimiento en el largo plazo del peso de las personas. “Sí la salud no lo es todo en la vida”, escribe el Sr. Philipson, “los individuos racionales pueden . . . preferir sus empleos sedentarios pero altamente pagados a otros físicamente más exigentes pero menos pagos”.

Pero asumamos que el Estado ha cambiado, y que ahora podemos confiar en él para que cuide del bienestar público. El problema es que, como fuera demostrado por una corriente entera del análisis económico, no hay manera de maximizar el bienestar para todos. El Estado sólo puede promover los intereses de algunos individuos a expensas del bienestar de otros individuos. En el mejor de los casos, los desaventajados son una minoría, pero es aún cierto que sus preferencias son coactivamente denegadas por el bien de otros.

Está bien documentado que, a la inversa de los fumadores, los gordos imponen costos netos al resto de la sociedad. Un economista de RAND, Roland Sturm, demuestra que la obesidad acarrea más riesgos cardíacos y costos más elevados que el fumar o el beber. Las políticas contra la obesidad pueden beneficiar a los contribuyentes no obesos, quienes entonces tendrían que subsidiar menores gastos médicos para los obesos. Sin embargo, esta políticas perjudicarán a aquellos que soportarán sobre sus hombros la carga de las nuevas reglamentaciones, sean ellos individuos cuyos estilos de vida se tornen reglamentados, o propietarios de empresas (como las cadenas de comidas-rápidas) que abastecen de alimentos a los gordos, entre otros clientes. Ya, en Oakland, California, la venta de bebidas sin alcohol en las escuelas está prohibida.

El argumento estándar contra el sedentarismo ilustra el carácter arbitrario y peligroso del enfoque de la salud publica. Otro estudio de RAND concluyó: “Estimamos que la falta de ejercicio impone costos externos de 24 centavos por cada milla que las personas sedentarias no caminan, trotan, o corren”. ¿Cómo puede alguien imponerle un costo a otros al, digamos, permanecer tranquilamente frente a su televisor? Respuesta: porque el Estado Benefactor ha asumido parte de los costos de las elecciones de estilos de vida. Esto significaría que quien le cuesta algo al Estado Benefactor se convierte en una carga para los demás.

De hecho, los grupos más favorecidos por la futura Jihad contra la gordura serán probablemente la industria de la salud pública, por ej., los burócratas de la salud, los especialistas de la salud pública subsidiada, y los abogados.

Ahora, a pesar de sus obvios intereses, tal vez los burócratas y los cruzados de la salud pública subsidiada tengan una genuina preocupación por los individuos cuyas elecciones de estilos de vida ellos atacan. Quizás sinceramente crean que los gordos serán más felices si son coercitivamente restringidos en sus preferencias. A esto se lo denomina paternalismo: saber mejor qué es bueno para sus sujetos, y obligarlos a comportarse de conformidad con ello.

Un problema con el Estado paternalista es que el mismo requiere mucho poder y coerción. De hecho, existe una extraña correlación entre el poder del estado y las intervenciones por parte de la elite de la salud pública. “La comida”, decía un eslogan Nazi, “no es una cuestión privada”. El encargado de la salud de los EE.UU. es más prudente. “Algunas personas creen que tratar con el sobrepeso y la obesidad es una responsabilidad personal”, escribe. “En alguna medida están en lo cierto, pero es una responsabilidad de la comunidad”.

A cualquier nivel, ¿quién en su sano juicio elegiría que los políticos, los burócratas y los cruzados de la salud pública subsidiada, efectúen elecciones paternalistas por él? Tal vez ciertos individuos excéntricos lo harían, pero esto no justifica forzar para que quepan en el molde a aquellos que no. Escribe el Sr. Philipson: “Así como usted no quiere que su economista local realice su próxima intervención quirúrgica, usted no desea que la comunidad de la salud pública diseñe sus intervenciones sociales".

Traducido por Gabriel Gasave


Pierre Lemieux es co-director del Economics and Liberty Research Group en la University of Quebec en Outaouais y un Investigador Asociado en the Independent Institute en Oakland, California.