No tiene que haber una ley

28 de January, 2003

Uno de los peligros de defender una posición o estar contra ella es que cada uno piensa que usted está diciendo, “debe haber una ley.”

Tómese la cuestión de la discriminación en base al sexo o al género como un ejemplo. Si usted argumenta contra ella, la gente asume que usted desea prohibir la discriminación. Si usted defiende el derecho a discriminar, asumen que usted desea un retorno a las leyes de Jim Crow y obligar a la mujeres a volver a la cocina.

“Debe de haber una ley” es el tácito mensaje subyacente en gran parte del discurso público. Y ese mensaje torna a la gente renuente de escuchar imparcialmente porque el acuerdo podría conducir aún a otra regulación.

En la mayoría de las cuestiones que trato, mi mensaje subyacente es “no debería haber una ley .” Esto es debido a que las cuestiones involucran a la ética personal, no al orden público. La diferencia: La ética personal implica decisiones morales referentes al uso de su propio cuerpo y propiedad—es decir, a la virtud y el vicio. El orden público implica aquellas acciones que amenacen o violen los derechos de otros—es decir, el crimen.

Lysander Spooner, un teórico legal del siglo diecinueve, escribió un tratado clásico titulado Vices Are Not Crimes (“Los Vicios No son Crímenes.”) Él sostenía: “Los vicios son aquellos actos por los cuales un hombre se daña a sí mismo o a su propiedad. Los crímenes son aquellos actos por los cuales un hombre daña la persona o la propiedad de otro.” Prefiero una terminología diferente. Un vicio es el ejercicio malo o inmoral de un derecho, por ejemplo, el concluir que los negros o las mujeres son sub humanos y/o rechazar asociarse con ellos. Un crimen es un acto al que usted no tiene en absoluto derecho alguno de cometer—por ejemplo, el hurto, el asesinato, le violación.

Esta distinción yace en el corazón del Bill of Rights, el cual codificó los derechos individuales—el derecho de cada individuo de determinar el uso de su propia persona y propiedad. El Bill of Rights protegió la moralidad personal diciéndole al gobierno que se ocupe de sus propios asuntos con respecto a las cuestiones de conciencia. Considérese la Primera Enmienda, “El Congreso no hará ninguna ley concerniente al establecimiento de una religión, o prohibiendo el libre ejercicio de la misma; o reduciendo la libertad de expresión, o de prensa…”

El Bill of Rights no dice el “establecimiento de una religión apropiada” o “la libertad de expresión respetable.” El mismo protege el derecho de creer y de hablar, incluso si las ideas y las actitudes expresadas son incorrectas e inmorales. Como Mark Twain lo diría, “Cada hombre tiene el derecho de irse al infierno por los medios de su propia elección.”

James Madison, designado a menudo como el padre de la Constitución, escribió en Los Papeles Federalistas: “La diversidad en las facultades de los hombres, de la cual los derechos de propiedad se originan, es un obstáculo insuperable a una uniformidad de intereses. La protección de estas facultades es el primer objeto del gobierno.”

Hoy día, la distinción entre la moralidad personal y el orden público está colapsando. Mucha de la culpa reposa en la corrección política. Esta forma desarrollada de liberalismo declara que ciertas ideas y actitudes son impropias y, por lo tanto, deberían ser prohibidas mediante la ley. Por ejemplo, debido a que es impropio ver a las mujeres como inferiores a los hombres, la discriminación contra las mujeres debería ser prohibida. La ley debería alentar las actitudes correctas y desalentar las incorrectas.

La corrección política se presenta en agudo contraste con el tradicional valor estadounidense de legalmente respetar, no restringir, el derecho de cada uno a sus creencias personales. Las creencias pueden ser ciertas o falsas, virtuosas o viciosas, pero cada uno tiene el derecho de utilizar su propio juicio para llegar a sus propias conclusiones.

Y el derecho a discriminar basado en esas conclusiones proviene de la libertad de asociación. Es decir, el derecho de decidir a quién usted desea invitar a su hogar. A quién usted desea contratar como un empleado en un negocio que usted posee. Y esa decisión debería ser dejada al juicio y a la conciencia de cada ser humano. No a la ley.

El conflicto entre la libertad personal y el orden público se presenta cuando la sociedad desaprueba fuertemente ciertas opciones morales, tales como el discriminar en base a la raza o el género. Cuando una opción se vuelve extensamente vista como un vicio, la sociedad le dice a menudo al individuo errado, “usted no tiene ningún derecho de alcanzar esta conclusión y de vivir conforme la misma.” En otras palabras, “debería de haber una ley.”

Este enfoque asume que la libertad personal debe ser restringida a fin de promover la virtud: el mismo asume que las dos se encuentran en conflicto.

Considero que lo opuesto es lo cierto. La libertad de los individuos de elegir, sin la regulación intrusiva del estado, es el prerrequisito de la moralidad. Una “opción” forzada no refleja la virtud, tan solo la conformidad. Es decir, usted no puede forzar a una persona a ser moral; usted solamente puede hacerlos conformarse. La moralidad verdadera requiere de la libertad y no puede existir sin ella.

Aquellos quienes valoran la virtud deberían ser los primeros en la fila para declarar, “no debería haber una ley” que gobierne el vicio.

Lo que debería haber es un retorno a los remedios no-legales para el vicio: la educación, la presión de los pares, la negación de la calidad de miembro, el bochorno, la persuasión, la excomunión, la terapia, las perdidas comerciales, la protesta no-violenta… Las personas que creen tanto en la moralidad como en la libertad, como yo lo hago, deberían defender vigorosamente la virtud sin negar jamás la libertad del individuo para decidir. Porque sin libertad no hay moralidad. Solamente control social.

Traducido por Gabriel Gasave

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