Las personas que defienden los vales escolares financiados mediante impuestos para ser utilizados en las escuelas privadas, con frecuencia señalan como un modelo los vales educativos del G.I. Bill of Rights para los veteranos de la Segunda Guerra Mundial. En verdad, el G.I. Bill fue un esquema prebendario para la clase media que laceró el presupuesto y que tuvo efectos destructivos sobre la educación superior, estableciendo virtualmente el escenario para la totalidad de nuestros problemas educacionales actuales.

El propósito público del G.I. Bill era el de suavizar la transición desde la vida militar a la civil tras la guerra. Pero intenciones ulteriores estaban también presentes. Los keynesianos de Washington le temían equivocadamente a las consecuencias económicas de insertar a todos estos individuos en el sector privado de una sola vez; era mejor dejarlos deambular en las escuelas durante unos pocos años.

Los izquierdistas liberales deseaban que las universidades fuesen “democratizadas” y purgadas de las nociones tradicionales del mérito y de las clases. Estos ideólogos veían a los veteranos como una herramienta útil (el 90 por ciento estaba en condiciones de recibir los fondos) en este esfuerzo igualitario. Además, los establecimientos universitarios a lo largo del país deseaban los subsidios gubernamentales, tal como los desean en la actualidad.

Existe un mito acerca de que la gran mayoría de los veteranos no hubiesen concurrido a la universidad sin la asistencia del gobierno federal. De hecho, una miríada de programas existían en todos los niveles de la sociedad. Virtualmente cada iglesia importante, organización cívica, y grandes corporaciones recaudaban dinero para proporcionárselo a ellos, y la mayoría de los estados establecieron también programas de préstamos. Todo esto podría haber funcionado sin efectos negativos sobre las escuelas. Pero dichas instituciones fueron desalojadas por los federales y la más grande infusión de dólares públicos de la historia de la educación.

En 1946, el primer año del programa, el gobierno vertió $1.3 mil millones (billón en inglés) en la educación superior. Esto no parecería mucho hoy día, pero en aquel entonces era el mayor programa que otorgaba pagos directos a individuos, superando a los beneficios por desempleo, a los de la Seguridad Social (en unas cuatro veces), a los retiros militares (en un tercio), e incluso a los subsidios agrícolas durante el apogeo de la planificación rural centralizada. Dos años más tarde, sus costos habían explotado en un 250 por ciento.

A medida que los veteranos envejecieron, el gasto se estabilizó y declinó, pero el programa dejó un desagradable legado político. Sirvió como un modelo para cómo los políticos pueden hacer crecer al gobierno sin provocar una revuelta popular, y provocó que una generación entera mirase al gobierno como a un benefactor. Como lo dijera Bob Dole durante su campaña, promoviendo los vales financiados federalmente: “Quiero ayudar a que los jóvenes tengan una educación, así como yo tuve una educación después de la Segunda Guerra Mundial con el G.I. Bill of Rights.”

El perjuicio causado por el programa fue mucho más que fiscal. Hizo posible por primera vez en la historia estadounidense la centralización de la educación. Eso a su vez abrió la puerta a la ruinosa politización de la educación superior que marcó a la segunda mitad del siglo veinte.

La herramienta empleada por el gobierno fue la agencia de acreditación universitaria. Una cadena de ellas fue establecida originalmente a fines del siglo 19 para operar como espacios privados intermedios entre los ámbitos académicos y el gobierno. Su propósito era el de asegurar estándares altos, y evitar que los subsidios gubernamentales condujesen al control gubernamental.

Después de la Segunda Guerra Mundial, él gobierno federal utilizó a varias de las agencias de acreditación universitaria para garantizar de manera ostensible la calidad en la educación para los veteranos. Solamente los establecimientos acreditados recibirían los fondos del G.I. Bill, por lo que las agencias de acreditación rápidamente se transformaron a sí mismas. Se volvieron los porteros del dinero de los impuestos y virtuales adjuntas del poder federal. Este papel de portero se expandía a medida que el financiamiento federal de la educación superior se incrementaba.

“Los cursos individuales así como la totalidad de los programas de enseñanza” deben estar “a tono con el nuevo tiempo de la sociedad,” escribió J. Hillis Miller, el comisionado para la educación de Nueva York. Los tradicionalistas pelearán “una batalla perdida” porque “cualquier nostálgico de post guerra ansioso por un plan de estudios universitarios como los de antaño es improbable que sea comprendido.” “La educación superior puede tener que perder su vida a fin de volver a encontrarla,” escribe con regocijo, “y en su transformación puede bien descubrir que ha ayudado a crear un nuevo mundo de luz y de esperanza.”

Este nuevo mundo arribó casi inmediatamente, cuando virtualmente cada universidad en el país clamó por dinero y estudiantes, y descartó de buena gana a los estándares tradicionales. Esta infusión de dólares de los impuestos creó, destaca Robert Nisbet, “al agente más poderoso de cambio que podamos encontrar en la larga historia de la universidad.” Cualquiera que hubiese objetado eso en aquella época, hubiese sido tildado de egoísta y antidemocrático.

En la actualidad, las agencias de acreditación, las que de privadas tan sólo tienen el nombre, poseen un tremendo poder sobre las universidades, y son serviles a la agenda gubernamental. Hoy día, estas agencias son la principal fuente de la corrección política y de la ideología del gobierno grande en los establecimientos universitarios.

Como Patrick Riley, profesor de antig�edad clásica en el Concordia College en Wisconsin, ha sostenido, las agencias de acreditación actualmente miran más allá de los criterios tradicionales tales como los recursos de las bibliotecas, el espacio de las aulas, y los títulos académicos del personal docente. Imponen “estándares de diversidad,” los cuales intentan decirles a las universidades qué deberían enseñar, quién debería enseñarlo, y a quiénes debería serle enseñado.

Las universidades se encuentran bajo una presión acosadora para imponer preferencias raciales en la contratación, en las admisiones, e incluso en los programas de estudio, tal como le otorgaban la acción afirmativa a los veteranos.

A Joel Segall, ex presidente del Baruch College en la Ciudad de Nueva York, le fue dicho por la Middle States Association of Colleges and Schools que la excelencia académica debía ubicarse detrás de la “justicia social.” En consecuencia, Baruch fue forzado a desarrollar un “plan comprensivo” de preferencia racial previo a que el mismo pudiese ser reacreditado. La independencia de las escuelas religiosas se encuentra también amenazada por los acreditadores políticamente correctos trabajando en favor de las metas gubernamentales. En 1989, la Middle States anunció que procuraba retirar la reacreditación del Westminster Theological Seminary, un escuela de estándares muy elevados y uno de los pocos seminarios Calvinistas que quedan en el país. ¿Por qué? Debido a que los miembros de la junta clerical eran todos hombres. No importaba que el seminario veía a la ordenación de las mujeres como contraria las Escrituras.

Sabiendo que las agencias de acreditación veían mal el sectarismo religioso, comenzando en los días del G.I. Bill, muchas escuelas Católicas hace mucho que echaron por la borda su caracterización doctrinal y se ubicaron en la cultura de la corriente mayoritaria. Eso protege el financiamiento de la escuela, y alienta los préstamos gubernamentales a sus estudiantes, pero les niega a esos mismos estudiantes y a sus padres una auténtica elección en los planes de estudios.

El dinero gubernamental ha también politizado a la investigación. Como escribe Joseph Martino en Science Funding, “el financiamiento federal de la ciencia significa el control federal del contenido de la ciencia.”

Siempre que el gobierno ha financiado alguna clase de educación, esa educación se ha vuelto politizada, los estándares académicos han declinado, y la independencia intelectual se ha perdido. La historia del G.I. Bill ilustra esta verdad.

Esto es también porque los vales escolares convertirían a lo que queda de las escuelas independientes de los Estados Unidos en pupilas del estado, patéticas y buscadoras de subsidios, más preocupadas en adoctrinar a sus estudiantes en los más recientes caprichos políticos que en educarlos.

*Nota del Traductor:
El G.I Bill of Rights (Declaración de Derechos Emitida por el Gobierno) formaba parte de la Servicemen''''''''s Readjustment Act (Ley de Reajuste del Personal de Servicio) de 1944.

Traducido por Gabriel Gasave


Thomas J. DiLorenzo es Investigador Asociado en The Independent Institute, Profesor de Economía en la Loyola College en Maryland, y autor colaborador del libro, Taxing Choice: The Predatory Politics of Fiscal Discrimination.