Bajo la sotana

13 de May, 2009

Washington, DC—El escándalo sexual del reverendo Alberto Cutié, un sacerdote católico conocido en el mundo hispanoparlante que fue fotografiado retozando con una mujer en una playa de Miami, ha reavivado el debate acerca del celibato clerical.

El Padre Alberto estaba a cargo de la parroquia San Francisco de Sales en una zona de Miami Beach y era director de las estaciones de radio de la Arquidiócesis de Miami. Condujo hace años un “talk show” televisivo y su popularidad parece intacta: una encuesta realizada por el Miami Herald entre católicos indica que el 78 por ciento sigue teniendo una opinión favorable de él a pesar de sus pecaminosas acrobacias areneras.

Fiel a su naturaleza, la entrevista que dio el reverendo Cutié en “The Early Show”, en la CBS, fue la actuación de un virtuoso de los medios. Parecía sincero cuando explicó que está enamorado de la mujer; que la relación desbordó los confines de la amistad hace dos años; que nunca antes había deshonrado sus votos; que se disculpa ante la Iglesia y sus feligreses, y que ahora está en el desgarrador trance de elegir entre su sacerdocio y ella.

¿Es el Padre Alberto el héroe que dicen sus partidarios por desafiar el antinatural celibato católico y demostrar que uno puede amar a Dios y a una mujer al mismo tiempo? No estoy tan seguro.

No es el primer sacerdote que choca con el celibato. El debate dentro de la Iglesia se remonta al menos al Sínodo de Elvira (303 D.C.), el primer concilio eclesiástico que exigió a las autoridades religiosas desactivar lo que yace al sur del ombligo. Incluso cuando el celibato clerical se convirtió en reglamento definitivo en el Concilio de Trento del siglo 16, algunos ritos católicos siguieron desconociéndolo. El Evangelio no ordena el celibato, por mucho que el ejemplo de Jesús y las opiniones de Pablo valoricen la abstinencia. Pedro, a quien los católicos consideran el primer Papa, era casado, como lo fueron muchos de sus sucesores.

Karl Popper definió la Utopía como “un estado diseñado racionalmente sobre una tabula rasa carente de tradiciones”. Cuando la Iglesia adoptó el celibato, diseñó un mundo nuevo apartado de la tradición, sustituyendo la elección personal de los clérigos en materia de sexo con un mandato. Uno siempre puede iniciar algo y obrar con la esperanza de que se convierta en tradición. Pero “tradición” es lo opuesto a designio deliberado, motivo por el cual el mandato del celibato, que la Iglesia discutiblemente llama “tradición”, es una receta para el desastre en un mundo en el que hombres como el Padre Alberto aman al mismo tiempo a Dios y a una mujer.

Sin embargo —y aquí me distancio de quienes lo están elogiando de forma incondicional—, el mandato del celibato es perfectamente legal y bien conocido por quienes ingresan al seminario. Por irreal que sea, la Iglesia, en tanto que organización privada, tiene derecho a decidir sus reglas; quienes no las aceptan tienen el derecho a no ordenarse sacerdotes. Me permito sugerir que si un sacerdote descubre los placeres de la carne, tiene la obligación moral de decirlo y de escoger entre la sotana y la dama. Incluso podría luego hacer campaña pública a favor de suprimir el celibato (sería lo honrado). Pero lo que no es aceptable es que el Padre Alberto llevara una doble vida durante años, haciendo conocer su relación a sus allegados —como algunas de las fotografías tomadas en compañía de amigos sugieren que hizo— y ocultara la verdad tanto a su institución, para la cual el celibato es un precepto esencial, como a sus feligreses, que esperaban de él que honrase las reglas que había aceptado representar. Para no mencionar que en muchos países la Iglesia Católica recibe subsidios.

¿Debe un sacerdote tener vida privada? Si, claro. Incluso a un político que comete un adulterio debería, a mi juicio, ahorrársele la humillación pública de un escándalo mediático a menos que la relación afecte el ejercicio del cargo o él (o ella) adopte poses moralizantes. Pero la relación del Padre Alberto viola un precepto central de una institución que predica un código moral. Lo cual significa que su relación no es cuestión privada.

“Bajo esta sotana hay un hombre”, proclamó el Padre Alberto tras ser pillado comportándose como tal. En realidad, había dos. Y eso fue en parte culpa suya por no encarar la verdad antes y en parte culpa de la Iglesia por una regla impráctica e injusta para con sacerdotes como él.

(c) 2009, The Washington Post Writers Group

Artículos relacionados