A medida que la recesión se ha profundizado y la debacle financiera ha ido de mal en peor durante los últimos siete u ocho meses, los comentarios sobre los problemas económicos han proliferado tremendamente. Los expertos han pontificado; los periodistas y editores han informado y opinado; los participantes de los programas radiales se han quejado; los funcionarios públicos han proferido incluso más ambigüedades que de costumbre; los torpes expertos académicos, atrapados en el resplandor de las cámaras como un cervatillo en las luces delanteras de un automóvil, han parpadeado y trastabillado en sus breves participaciones como televisivos parlanchines. Hemos sido inundados por una enorme chorrera de diagnosis, prognosis y recetas, de las cuales al menos un noventa y cinco por ciento han sido terriblemente malas.
El resultado de ello ha sido malo por los mismos motivos. La mayor parte de la gente que pretende tener pericia en temas económicos reposa en un conjunto común de presupuestos y modos de pensar. Denomino a este revoltijo seudo-intelectual un keynesianismo vulgar. Es la misma charlatanería que ha pasado por sabiduría económica en este país durante más de cincuenta años y que parece haberse originado en la primera edición de Economics de Paul Samuelson (1948), el texto de economía que se convirtió en el “best-seller” de todos los tiempos y del cual infinidad de generaciones de estudiantes universitarios adquirió todo lo que aprendió acerca del análisis económico. Hace mucho tiempo, esta visión se coló en el discurso y la escritura educada de los medios noticiosos y la política y se instituyó a sí misma como una ortodoxia.
Desafortunadamente, esta forma de pensar acerca del funcionamiento de la economía, particularmente sus fluctuaciones a nivel general, es una maraña de errores tanto por comisión como por omisión Lo más desgraciado ha sido las implicancias políticas derivadas de este modo de pensar, fundamentalmente la idea de que el gobierno puede y debería utilizar a las políticas fiscales y monetarias para controlar a la macroeconomía y estabilizar sus fluctuaciones. A pesar de haberse originado hace más de medio siglo, esta opinión parece estar tan vital en 2009 como lo estaba en 1949.
Consideremos brevemente seis de los aspectos más destacados de esta desafortunada postura para comprender y lidiar con los auges y depresiones económicas.
Los agregados económicos
John Maynard Keynes persuadió a sus colegas economistas y luego persuadió al público de que tiene sentido pensar a la economía en términos de un puñado de extensos agregados económicos: el ingreso o el producto total, el gasto de consumo total, el gasto de inversión total y las exportaciones netas totales. Si la gente recuerda algo de su curso de introducción a la economía, es muy probable que se acuerde de la ecuación:
Y = C + I + G + (X—M).
(Y: Ingreso nacional, C: Consumo, I: Inversión, G: Gasto público, X: Exportaciones y M: Importaciones)
A veces Q • P es equivalente a las variables del lado derecho de la ecuación. Así, la idea es que la oferta agregada (la producción física establece el nivel de precios) iguale a la demanda agregada que es igual a la suma de los cuatro tipos de gastos dinerarios en los bienes finales y servicios recientemente producidos.
Esta forma de condensar a las diversas y amplias transacciones económicas en simples variables tiene el efecto de excluir el reconocimiento de la existencia de complejas relaciones y diferencias dentro de cada uno de los agregados. Así, en este encuadre, el efecto de adicionar un millón de dólares de gasto de inversión para inventarios de ositos de peluche es similar al efecto de añadir un millón de dólares de gasto de inversión para cavar una nueva mina de cobre. Así mismo, el efecto de agregar un millón de dólares de gasto de consumo para entradas de cine es igual al efecto de sumar un millón de dólares de gasto de consumo para gasolina. Igualmente, el efecto de adicionar un millón de dólares de gasto gubernamental para vacunar a los niños contra la polio es idéntico al efecto de sumar un millón de dólares de gasto gubernamental para municiones de 7,62 milímetros. No hace falta pensar demasiado para concebir formas en las cuales la eliminación de las diferencias existentes dentro de cada uno de los agregados pueda provocar que nuestro pensamiento acerca de la economía se torne seriamente defectuoso.
En verdad, “la economía” no produce una masa homogénea a la que llamamos “producto”. En cambio, los millones de productores que generan la “oferta agregada” proporcionan una variedad casi infinita de bienes y servicios específicos que se diferencian de innumerables maneras. Además, una vasta parte de lo que acontece en una economía de mercado consiste en acuerdos entre productores que no proporcionan ningún bien o servicio “final”, sino que en cambio se suministran recíprocamente materias primas, componentes, productos intermedios y servicios. Debido a que estos productores están conectados mediante un intrincado patrón de relaciones, el cual debe asumir ciertas proporciones si se pretende que la totalidad del arreglo funcione de manera efectiva, las consecuencias criticas dan lugar a qué es producido en particular, cuándo, dónde y cómo.
Estas micro-relaciones extraordinariamente complejas son a lo que en verdad nos estamos refiriendo cuando hablamos de “la economía”. Definitivamente no se trata de un proceso unipersonal y simple para producir cualquier cosa agregada uniforme. Además, cuando hablamos de “acción económica”, nos estamos refiriendo a las elecciones que millones de diversos participantes realizan al escoger un curso de acción y descartar una alternativa posible. Sin elección, constreñidos por la escasez, ninguna acción económica verdadera tiene lugar. De ese modo, el keynesianismo vulgar, que pretende ser un modelo económico o al menos un encuadre coherente de análisis económico, en realidad excluye a la propia posibilidad de una acción económica genuina, substituyéndola por una concepción simple y mecánica, el equivalente intelectual al juguete de un bebé.
Los precios relativos
El keynesianismo vulgar no toma en cuenta a los precios relativos o los cambios en dichos precios. Después de todo, en este esquema, existe solamente un precio, al que se denomina “el nivel de precios” y representa un promedio ponderado de todos los precios monetarios al que son vendidos los innumerables bienes y servicios existentes en la economía. (Existe también la tasa de interés, que es tratada como un precio de un modo limitado y engañoso; acerca de la cual me referiré más adelante) Si los precios relativos cambian, lo cual por supuesto siempre hacen en alguna medida, aún en los periodos más estables, estos cambios son “promediados” y afectan al cambio calculado, de existir, en el nivel de precios agregado solamente de una manera velada y analíticamente irrelevante.
Por lo tanto, si la economía se expande en ciertas áreas, pero no en otras, en respuesta a un cambio en la configuración de los precios relativos, los keynesianos vulgares saben que la “demanda agregada” y la “oferta agregada” se han elevado, pero no tienen idea alguna de por qué o de qué manera han aumentado. Tampoco les interesa. En su visión, el producto agregado de la economía, el único producto al que consideran que vale la pena conocer, está impulsado por la demanda agregada, a la que la oferta agregada responde más o menos automáticamente, y no importa si solamente la demanda de pepinos ha subido o, para mencionar un ejemplo utilizado por el propio Keynes, si solamente la demanda de pirámides se ha elevado. La demanda agregada es demanda agregada y es demanda agregada.
En virtud de que el keynesiano vulgar carece de una concepción de la estructura de producto de la economía, no puede concebir cómo una expansión de la demanda en ciertos sectores pero no en otros podría ser problemática. Según esta opinión, uno no puede llegar a tener, por ejemplo, demasiadas casas y departamentos. Considerará que el incremento del gasto en casas y departamentos es siempre bueno, mientras la economía tenga recursos ociosos, sin considerar cuántas casas y departamentos actualmente se encuentran vacías y sin considerar qué clases específicas de recursos están ociosos y dónde están ubicados en nuestro vasto territorio. Aunque los trabajadores desocupados puedan ser trabajadores calificados de minas de plata en Idaho, supuestamente sigue siendo algo bueno si de algún modo la demanda de condominios aumenta en Palm Beach, debido a que para el keynesiano vulgar, no existen clases individuales de trabajadores ni mercados laborales separados. Si alguien, cualquiera sean sus habilidades, preferencias o ubicación, está desocupado, entonces, en este encuadre de pensamiento, podemos esperar hacer que regrese al trabajo mediante un incremento de la demanda agregada, independientemente de en qué gastamos el dinero, ya sea en cosméticos o computadoras.
Esta simplicidad extrema existe, comprenda usted, debido a que el producto agregado es una simple función creciente de la mano de obra empleada agregada:
Q = f (L), donde dQ/dL > 0.
Nótese que esta “función de producción agregada” tiene solamente un factor de producción, la mano de obra agregada. Los trabajadores aparentemente producen sin la ayuda de capital! Si se lo presiona, el keynesiano vulgar admitirá que los trabajadores emplean capital, pero insistirá con que el stock de capital puede ser considerado como “dado” y fijo en el corto plazo. y ― lo que es muy importante ― la totalidad de su esquema de pensamiento está ideado exclusivamente para ayudarlo a entender este corto plazo. En el largo plazo, insistirá, estaremos, tal como lo sostuvo Keynes con sarcasmo, “todos muertos”; o sencillamente puede negar que el largo plazo sea lo que obtenemos cuando colocamos a una serie de corto plazos espalda con espalda. El keynesiano vulgar trata en efecto de vivir el momento, y solamente para él, como una gran virtud. En cualquier época, puede dejarse con seguridad que el futuro se cuide solo.
La tasa de interés
El keynesiano vulgar puede preocuparse por la tasa de interés, pero solamente en un sentido restringido. Para él, la tasa de interés es el “precio del dinero”, es decir, el precio que se paga por pedir dinero prestado. Dicho endeudamiento es siempre bueno, y cuanto mayor sea mejor, debido a que los individuos emplearán el dinero que les fue prestado para adquirir bienes de consumo, y de ese modo estarán “creando empleos”. De allí que cuanto más baja sea la tasa de interés, más gente se endeudará y gastará, y mejor funcionará la economía, nuevamente siempre que algo de desempleo exista en alguna parte del país. En virtud de que algo de desocupación existe siempre, el keynesiano vulgar desea siempre que la tasa de interés sea más baja de lo que es. Si puede ser disminuida artificialmente mediante el accionar del banco central, favorecerá firmemente dicho accionar.
No comprende lo que en verdad es la tasa de interés. Falla en entender que es un precio relativo crucial ― a saber, el precio de los bienes disponibles en el presente con relación a los bienes disponibles en el futuro. Recordemos: no piensa en absoluto en términos de precios relativos, por lo que resulta enteramente natural que falle en reconocer cómo la tasa de interés afecta la elección entre el consumo presente y el ahorro (es decir, posibilitando más consumo futuro al no consumir el ingreso actual). En un mercado libre, una reducción en la tasa de interés refleja un deseo de diferir más consumo presente al futuro.
Un mercado libre comprenderá a los oferentes y demandantes privados de fondos prestables y la tasa de interés de mercado prevaleciente será aquella que iguale a la cantidad de demandantes que desean endeudarse con la cantidad de oferentes que desean prestar. Sin embargo, tanto los deudores como los prestamistas, están tomando sus decisiones a la luz de su “preferencia temporal”, lo que equivale a decir, a la tasa a la cual están deseosos de negociar bienes presentes por bienes futuros. La gente con una “tasa de preferencia temporal alta” es partidaria de consumir en el presente, antes que hacerlo más adelante, y para inducirlos a que abandonen su consumo presente, los que solicitan dinero prestado deben compensarlos mediante el pago de una tasa de interés alta por el uso de sus fondos.
A pesar de que los keynesianos vulgares reconocen que una tasa de interés más baja estimulará a las empresas a solicitar más dinero prestado y a invertirlo, imaginan que los planes de inversión empresariales son naturalmente volátiles y esencialmente irracionales ― impulsados, tal como lo sostenía Keynes, por los “espíritus animales” de los emprendedores. De esa forma, el grado con el cual la inversión responde a un cambio en la tasa de interés es pequeño y puede ser más o menos olvidado. Para ellos, la importancia de la tasa de interés es que regula la suma que los individuos pedirán prestado para financiar sus compras de bienes de consumo. Esas compras, según la opinión del keynesiano vulgar, son el elemento esencial en la determinación de cuánto desean producir las empresas y cuánto desean invertir en la expansión de su capacidad para producir. Nuevamente, en este encuadre, no interesa qué clase de inversión tiene lugar: la inversión es inversión y es inversión.
El capital y su estructura
Como ya lo señalamos, el keynesiano vulgar ve al stock de capital como algo “dado”. Si algo piensa acerca de él, lo considera una clase de herencia masiva del pasado y asume que nada que pudiese ser añadido o sustraído de él en el corto plazo lo modificará lo suficiente como para justificar preocuparse. Pero si el capital le merece poca reflexión, su estructura no le despierta absolutamente ninguna: la fina textura de los patrones de especialización e interrelación entre las incontables formas especificas de capital en las que el ahorro y la inversión del pasado se han personificado. En este esquema de análisis, no importa si las empresas invierten en nuevos teléfonos o represas hidroeléctricas: el capital es capital y es capital.
En virtud de que la estructura del stock de capital es desdeñada ― incluso economistas sofisticados, tales como Frank Knight, han insistido en que el stock de capital es esencialmente una gota indiferenciada de valor monetario, de la que cualquier parte puede ser perfectamente sustituida por alguna otra parte de igual valor monetario ― ninguna atención se le presta a cómo los cambios en la tasa de interés producen cambios en la estructura del stock de capital. Después de todo, ¿qué diferencia posible puede generar? Esta ceguera voluntaria ha hecho que muchos economistas, incluido el más reciente ganador del Premio Nobel, Paul Krugman, malinterpreten a la teoría austríaca del ciclo económico como una teoría de “sobre inversión”, lo que definitivamente no es.
En su lugar, esta teoría forjada por Ludwig von Mises y F. A. Hayek en la primera mitad del siglo veinte ― una teoría que cayó en casi ene l olvido después de la Revolución Keynesiana en la microeconomía ― es una teoría de la mala inversión, lo que equivale a decir, una teoría de cómo una tasa de interés artificialmente reducida lleva a las empresas a invertir en las clases equivocadas de capital ― en particular, en bienes de capital de mayor duración, tales como los edificios residenciales e industriales, como opuestos a los inventarios y el equipamiento con una vida relativamente breve.
Así, para la postura austríaca, las bajas tasas de interés inducidas por la Reserva Federal, como aquellas entre 2002 y 2005, llevan a las empresas a sobrevaluar los proyecto de capital de largo plazo y a modificar su gasto en inversión en esa dirección, produciendo, por ejemplo, auges en la construcción de edificios. Este cambio tendría sentido económico si la tasa de interés hubiese caído en un mercado libre, indicando de ese modo que la gente desea diferir más consumo al ahorrar más de su ingreso actual. Pero si la gente en verdad no ha cambiado sus preferencias en este sentido y sigue prefiriendo el consumo presente relativamente tanto como antes, entonces las empresas cometerán errores al escoger esta clase de proyectos de inversión, que son, en efecto, intentos de anticipar demandas futuras que jamás ocurrirán. Cuando en definitiva los proyectos comienzan a fracasar, el auge que generó la disminución artificial de las tasas de interés colapsará en una ruina, con las consiguientes quiebras y mano de obra desocupada, en la medida que los proyectos insostenibles son liquidados y los recursos encausados, en muchos casos dolorosamente, hacia usos más viables.
Porque el keynesiano vulgar es ciego a estas micro-distorsiones y a la necesidad de su corrección frente a los resultados de un auge artificialmente inducido, fallará en ver cualquier necesidad de que se produzcan bancarrotas y desempleo. Supone que si tan solo el gobierno interviene y utiliza su propio gasto deficitario para suplir la reducción en la inversión y el gasto de consumo privado, entonces las empresas serán restauradas con rentabilidad y los trabajadores vueltos a contratar sin ninguna restructuración económica.
No sorprende en absoluto entonces, que individuos que comparten estos argumentos estén trabajando actualmente para continuar con una política que contribuyó enormemente a producir el insostenible auge de 2002–2006, a saber, los préstamos subsidiados a los aspirantes a propietarios de viviendas que no pueden cumplir con las condiciones comerciales normales para recibir tales prestamos. No se le ocurre al keynesiano vulgar que demasiados recursos han sido dirigidos a la construcción de casas y condominios y que los préstamos a los propietarios que no pueden darse el lujo de comprar viviendas a menos que sean subsidiados para hacerlo, indica una utilización antieconómica de los recursos a expensas de los contribuyentes que, directa o indirectamente, financian estos subsidios.
Las malas inversiones y la inflación de dinero
Con su enorme y natural fe en la eficacia del gasto gubernamental como eje del equilibrio macroeconómico, los keynesianos vulgares menosprecian a las malas inversiones, pasadas y futuras, y apoyan el gasto gubernamental más allá de los ingresos del gobierno, y que la diferencia sea cubierta mediante el endeudamiento. Por supuesto, favorecen las acciones de la banca central para abaratar dicho endeudamiento a favor del gobierno. En verdad, prefieren crónicamente el “dinero fácil” a las políticas del banco central más restrictivas. Como lo destacamos previamente, prefieren el dinero fácil no solamente porque disminuye el costo de financiar el gasto deficitario del gobierno, sino también porque induce a los individuos a pedir prestado más dinero y a gastarlo en bienes de consumo ― dicho gasto de consumo incrementado es siempre visto como algo bueno, sin importar la reciente tasa de ahorro individual cercana a cero en los Estados Unidos. A efectos de reflejar la actitud keynesiana vulgar respecto de la política de la Reserva Federal, sigo recordando una vieja canción campestre cuyo estribillo era: “el whisky más añejo, los caballos más veloces, las mujeres más jóvenes, más dinero”.
Los keynesianos vulgares no desperdician mucho tiempo preocupándose por la inflación potencial; por el contrario, están obsesionados con un temor irracional de incluso el más ligero indicio de deflación. Si la inflación se tornase un problema innegable, podríamos contar con ellos para apoyar los controles de precios, pues están convencidos sobre la base de un conocimiento incompleto de dichos controles durante la Segunda Guerra Mundial, de que pueden llegar a funcionar bien.
Régimen de incertidumbre
Los keynesianos vulgares no son otra cosa que activistas políticos. Al igual que Franklin D. Roosevelt, consideran que el gobierno debería “intentar algo”, y si no funciona, probar con otra cosa. Mejor todavía es que el gobierno pruebe un conjunto de cosas al unísono, y si ello no resuelve el problema, entonces que vierta más dinero en ellas e intente algo más, para darle inicio. Las épocas que estiman son las más gloriosas en la historian político-económica de los EE.UU. son el primer mandato de Roosevelt como presidente y los primeros años de Lyndon B. Johnson en la presidencia. Estos periodos atestiguaron una chorrera de nuevas medidas gubernamentales para gastar, gravar, reglamentar, subsidiar y generar generalmente conductas desacertadas en una escala extraordinaria. Los ambiciosos planes de la administración Obama a favor de la acción del gobierno en numeroso frentes llena a los keynesianos vulgares con la esperanza de que un tercer Gran Salto Adelante está actualmente comenzando.
El keynesiano vulgar no comprende que el propio activismo político opera en contra de la prosperidad económica al crear lo que denomino un “régimen de incertidumbre”, una penetrante incertidumbre acerca de la propia naturaleza del orden económico inminente, especialmente respecto de cómo el gobierno tratará a los derechos de propiedad privada en el futuro. Esta clase de incertidumbre desalienta especialmente a los inversores a que coloquen dinero en proyectos de largo plazo. Dicha inversión, que prácticamente desapareció después de 1929, no se recuperó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Más de un observador ha comentado en las últimas semanas que el régimen de incertidumbre ha surgido recientemente de la frenética serie de salvatajes financieros, infusiones de capital, préstamos de emergencia, “takeovers”, paquetes de estímulo y otras medidas extraordinarias del gobierno amontonadas en un periodo de menos de un año, muchas de ellas en los últimos seis meses. Con el inicio de la administración Obama, las perspectivas parecen ser favorables a una continuación de esta clase de frenético activismo político. No puede ayudar, pero puede hacer mucho daño.
Traducido por Gabriel Gasave
Recesión y recuperación
A medida que la recesión se ha profundizado y la debacle financiera ha ido de mal en peor durante los últimos siete u ocho meses, los comentarios sobre los problemas económicos han proliferado tremendamente. Los expertos han pontificado; los periodistas y editores han informado y opinado; los participantes de los programas radiales se han quejado; los funcionarios públicos han proferido incluso más ambigüedades que de costumbre; los torpes expertos académicos, atrapados en el resplandor de las cámaras como un cervatillo en las luces delanteras de un automóvil, han parpadeado y trastabillado en sus breves participaciones como televisivos parlanchines. Hemos sido inundados por una enorme chorrera de diagnosis, prognosis y recetas, de las cuales al menos un noventa y cinco por ciento han sido terriblemente malas.
El resultado de ello ha sido malo por los mismos motivos. La mayor parte de la gente que pretende tener pericia en temas económicos reposa en un conjunto común de presupuestos y modos de pensar. Denomino a este revoltijo seudo-intelectual un keynesianismo vulgar. Es la misma charlatanería que ha pasado por sabiduría económica en este país durante más de cincuenta años y que parece haberse originado en la primera edición de Economics de Paul Samuelson (1948), el texto de economía que se convirtió en el “best-seller” de todos los tiempos y del cual infinidad de generaciones de estudiantes universitarios adquirió todo lo que aprendió acerca del análisis económico. Hace mucho tiempo, esta visión se coló en el discurso y la escritura educada de los medios noticiosos y la política y se instituyó a sí misma como una ortodoxia.
Desafortunadamente, esta forma de pensar acerca del funcionamiento de la economía, particularmente sus fluctuaciones a nivel general, es una maraña de errores tanto por comisión como por omisión Lo más desgraciado ha sido las implicancias políticas derivadas de este modo de pensar, fundamentalmente la idea de que el gobierno puede y debería utilizar a las políticas fiscales y monetarias para controlar a la macroeconomía y estabilizar sus fluctuaciones. A pesar de haberse originado hace más de medio siglo, esta opinión parece estar tan vital en 2009 como lo estaba en 1949.
Consideremos brevemente seis de los aspectos más destacados de esta desafortunada postura para comprender y lidiar con los auges y depresiones económicas.
Los agregados económicos
John Maynard Keynes persuadió a sus colegas economistas y luego persuadió al público de que tiene sentido pensar a la economía en términos de un puñado de extensos agregados económicos: el ingreso o el producto total, el gasto de consumo total, el gasto de inversión total y las exportaciones netas totales. Si la gente recuerda algo de su curso de introducción a la economía, es muy probable que se acuerde de la ecuación:
Y = C + I + G + (X—M).
(Y: Ingreso nacional, C: Consumo, I: Inversión, G: Gasto público, X: Exportaciones y M: Importaciones)
A veces Q • P es equivalente a las variables del lado derecho de la ecuación. Así, la idea es que la oferta agregada (la producción física establece el nivel de precios) iguale a la demanda agregada que es igual a la suma de los cuatro tipos de gastos dinerarios en los bienes finales y servicios recientemente producidos.
Esta forma de condensar a las diversas y amplias transacciones económicas en simples variables tiene el efecto de excluir el reconocimiento de la existencia de complejas relaciones y diferencias dentro de cada uno de los agregados. Así, en este encuadre, el efecto de adicionar un millón de dólares de gasto de inversión para inventarios de ositos de peluche es similar al efecto de añadir un millón de dólares de gasto de inversión para cavar una nueva mina de cobre. Así mismo, el efecto de agregar un millón de dólares de gasto de consumo para entradas de cine es igual al efecto de sumar un millón de dólares de gasto de consumo para gasolina. Igualmente, el efecto de adicionar un millón de dólares de gasto gubernamental para vacunar a los niños contra la polio es idéntico al efecto de sumar un millón de dólares de gasto gubernamental para municiones de 7,62 milímetros. No hace falta pensar demasiado para concebir formas en las cuales la eliminación de las diferencias existentes dentro de cada uno de los agregados pueda provocar que nuestro pensamiento acerca de la economía se torne seriamente defectuoso.
En verdad, “la economía” no produce una masa homogénea a la que llamamos “producto”. En cambio, los millones de productores que generan la “oferta agregada” proporcionan una variedad casi infinita de bienes y servicios específicos que se diferencian de innumerables maneras. Además, una vasta parte de lo que acontece en una economía de mercado consiste en acuerdos entre productores que no proporcionan ningún bien o servicio “final”, sino que en cambio se suministran recíprocamente materias primas, componentes, productos intermedios y servicios. Debido a que estos productores están conectados mediante un intrincado patrón de relaciones, el cual debe asumir ciertas proporciones si se pretende que la totalidad del arreglo funcione de manera efectiva, las consecuencias criticas dan lugar a qué es producido en particular, cuándo, dónde y cómo.
Estas micro-relaciones extraordinariamente complejas son a lo que en verdad nos estamos refiriendo cuando hablamos de “la economía”. Definitivamente no se trata de un proceso unipersonal y simple para producir cualquier cosa agregada uniforme. Además, cuando hablamos de “acción económica”, nos estamos refiriendo a las elecciones que millones de diversos participantes realizan al escoger un curso de acción y descartar una alternativa posible. Sin elección, constreñidos por la escasez, ninguna acción económica verdadera tiene lugar. De ese modo, el keynesianismo vulgar, que pretende ser un modelo económico o al menos un encuadre coherente de análisis económico, en realidad excluye a la propia posibilidad de una acción económica genuina, substituyéndola por una concepción simple y mecánica, el equivalente intelectual al juguete de un bebé.
Los precios relativos
El keynesianismo vulgar no toma en cuenta a los precios relativos o los cambios en dichos precios. Después de todo, en este esquema, existe solamente un precio, al que se denomina “el nivel de precios” y representa un promedio ponderado de todos los precios monetarios al que son vendidos los innumerables bienes y servicios existentes en la economía. (Existe también la tasa de interés, que es tratada como un precio de un modo limitado y engañoso; acerca de la cual me referiré más adelante) Si los precios relativos cambian, lo cual por supuesto siempre hacen en alguna medida, aún en los periodos más estables, estos cambios son “promediados” y afectan al cambio calculado, de existir, en el nivel de precios agregado solamente de una manera velada y analíticamente irrelevante.
Por lo tanto, si la economía se expande en ciertas áreas, pero no en otras, en respuesta a un cambio en la configuración de los precios relativos, los keynesianos vulgares saben que la “demanda agregada” y la “oferta agregada” se han elevado, pero no tienen idea alguna de por qué o de qué manera han aumentado. Tampoco les interesa. En su visión, el producto agregado de la economía, el único producto al que consideran que vale la pena conocer, está impulsado por la demanda agregada, a la que la oferta agregada responde más o menos automáticamente, y no importa si solamente la demanda de pepinos ha subido o, para mencionar un ejemplo utilizado por el propio Keynes, si solamente la demanda de pirámides se ha elevado. La demanda agregada es demanda agregada y es demanda agregada.
En virtud de que el keynesiano vulgar carece de una concepción de la estructura de producto de la economía, no puede concebir cómo una expansión de la demanda en ciertos sectores pero no en otros podría ser problemática. Según esta opinión, uno no puede llegar a tener, por ejemplo, demasiadas casas y departamentos. Considerará que el incremento del gasto en casas y departamentos es siempre bueno, mientras la economía tenga recursos ociosos, sin considerar cuántas casas y departamentos actualmente se encuentran vacías y sin considerar qué clases específicas de recursos están ociosos y dónde están ubicados en nuestro vasto territorio. Aunque los trabajadores desocupados puedan ser trabajadores calificados de minas de plata en Idaho, supuestamente sigue siendo algo bueno si de algún modo la demanda de condominios aumenta en Palm Beach, debido a que para el keynesiano vulgar, no existen clases individuales de trabajadores ni mercados laborales separados. Si alguien, cualquiera sean sus habilidades, preferencias o ubicación, está desocupado, entonces, en este encuadre de pensamiento, podemos esperar hacer que regrese al trabajo mediante un incremento de la demanda agregada, independientemente de en qué gastamos el dinero, ya sea en cosméticos o computadoras.
Esta simplicidad extrema existe, comprenda usted, debido a que el producto agregado es una simple función creciente de la mano de obra empleada agregada:
Q = f (L), donde dQ/dL > 0.
Nótese que esta “función de producción agregada” tiene solamente un factor de producción, la mano de obra agregada. Los trabajadores aparentemente producen sin la ayuda de capital! Si se lo presiona, el keynesiano vulgar admitirá que los trabajadores emplean capital, pero insistirá con que el stock de capital puede ser considerado como “dado” y fijo en el corto plazo. y ― lo que es muy importante ― la totalidad de su esquema de pensamiento está ideado exclusivamente para ayudarlo a entender este corto plazo. En el largo plazo, insistirá, estaremos, tal como lo sostuvo Keynes con sarcasmo, “todos muertos”; o sencillamente puede negar que el largo plazo sea lo que obtenemos cuando colocamos a una serie de corto plazos espalda con espalda. El keynesiano vulgar trata en efecto de vivir el momento, y solamente para él, como una gran virtud. En cualquier época, puede dejarse con seguridad que el futuro se cuide solo.
La tasa de interés
El keynesiano vulgar puede preocuparse por la tasa de interés, pero solamente en un sentido restringido. Para él, la tasa de interés es el “precio del dinero”, es decir, el precio que se paga por pedir dinero prestado. Dicho endeudamiento es siempre bueno, y cuanto mayor sea mejor, debido a que los individuos emplearán el dinero que les fue prestado para adquirir bienes de consumo, y de ese modo estarán “creando empleos”. De allí que cuanto más baja sea la tasa de interés, más gente se endeudará y gastará, y mejor funcionará la economía, nuevamente siempre que algo de desempleo exista en alguna parte del país. En virtud de que algo de desocupación existe siempre, el keynesiano vulgar desea siempre que la tasa de interés sea más baja de lo que es. Si puede ser disminuida artificialmente mediante el accionar del banco central, favorecerá firmemente dicho accionar.
No comprende lo que en verdad es la tasa de interés. Falla en entender que es un precio relativo crucial ― a saber, el precio de los bienes disponibles en el presente con relación a los bienes disponibles en el futuro. Recordemos: no piensa en absoluto en términos de precios relativos, por lo que resulta enteramente natural que falle en reconocer cómo la tasa de interés afecta la elección entre el consumo presente y el ahorro (es decir, posibilitando más consumo futuro al no consumir el ingreso actual). En un mercado libre, una reducción en la tasa de interés refleja un deseo de diferir más consumo presente al futuro.
Un mercado libre comprenderá a los oferentes y demandantes privados de fondos prestables y la tasa de interés de mercado prevaleciente será aquella que iguale a la cantidad de demandantes que desean endeudarse con la cantidad de oferentes que desean prestar. Sin embargo, tanto los deudores como los prestamistas, están tomando sus decisiones a la luz de su “preferencia temporal”, lo que equivale a decir, a la tasa a la cual están deseosos de negociar bienes presentes por bienes futuros. La gente con una “tasa de preferencia temporal alta” es partidaria de consumir en el presente, antes que hacerlo más adelante, y para inducirlos a que abandonen su consumo presente, los que solicitan dinero prestado deben compensarlos mediante el pago de una tasa de interés alta por el uso de sus fondos.
A pesar de que los keynesianos vulgares reconocen que una tasa de interés más baja estimulará a las empresas a solicitar más dinero prestado y a invertirlo, imaginan que los planes de inversión empresariales son naturalmente volátiles y esencialmente irracionales ― impulsados, tal como lo sostenía Keynes, por los “espíritus animales” de los emprendedores. De esa forma, el grado con el cual la inversión responde a un cambio en la tasa de interés es pequeño y puede ser más o menos olvidado. Para ellos, la importancia de la tasa de interés es que regula la suma que los individuos pedirán prestado para financiar sus compras de bienes de consumo. Esas compras, según la opinión del keynesiano vulgar, son el elemento esencial en la determinación de cuánto desean producir las empresas y cuánto desean invertir en la expansión de su capacidad para producir. Nuevamente, en este encuadre, no interesa qué clase de inversión tiene lugar: la inversión es inversión y es inversión.
El capital y su estructura
Como ya lo señalamos, el keynesiano vulgar ve al stock de capital como algo “dado”. Si algo piensa acerca de él, lo considera una clase de herencia masiva del pasado y asume que nada que pudiese ser añadido o sustraído de él en el corto plazo lo modificará lo suficiente como para justificar preocuparse. Pero si el capital le merece poca reflexión, su estructura no le despierta absolutamente ninguna: la fina textura de los patrones de especialización e interrelación entre las incontables formas especificas de capital en las que el ahorro y la inversión del pasado se han personificado. En este esquema de análisis, no importa si las empresas invierten en nuevos teléfonos o represas hidroeléctricas: el capital es capital y es capital.
En virtud de que la estructura del stock de capital es desdeñada ― incluso economistas sofisticados, tales como Frank Knight, han insistido en que el stock de capital es esencialmente una gota indiferenciada de valor monetario, de la que cualquier parte puede ser perfectamente sustituida por alguna otra parte de igual valor monetario ― ninguna atención se le presta a cómo los cambios en la tasa de interés producen cambios en la estructura del stock de capital. Después de todo, ¿qué diferencia posible puede generar? Esta ceguera voluntaria ha hecho que muchos economistas, incluido el más reciente ganador del Premio Nobel, Paul Krugman, malinterpreten a la teoría austríaca del ciclo económico como una teoría de “sobre inversión”, lo que definitivamente no es.
En su lugar, esta teoría forjada por Ludwig von Mises y F. A. Hayek en la primera mitad del siglo veinte ― una teoría que cayó en casi ene l olvido después de la Revolución Keynesiana en la microeconomía ― es una teoría de la mala inversión, lo que equivale a decir, una teoría de cómo una tasa de interés artificialmente reducida lleva a las empresas a invertir en las clases equivocadas de capital ― en particular, en bienes de capital de mayor duración, tales como los edificios residenciales e industriales, como opuestos a los inventarios y el equipamiento con una vida relativamente breve.
Así, para la postura austríaca, las bajas tasas de interés inducidas por la Reserva Federal, como aquellas entre 2002 y 2005, llevan a las empresas a sobrevaluar los proyecto de capital de largo plazo y a modificar su gasto en inversión en esa dirección, produciendo, por ejemplo, auges en la construcción de edificios. Este cambio tendría sentido económico si la tasa de interés hubiese caído en un mercado libre, indicando de ese modo que la gente desea diferir más consumo al ahorrar más de su ingreso actual. Pero si la gente en verdad no ha cambiado sus preferencias en este sentido y sigue prefiriendo el consumo presente relativamente tanto como antes, entonces las empresas cometerán errores al escoger esta clase de proyectos de inversión, que son, en efecto, intentos de anticipar demandas futuras que jamás ocurrirán. Cuando en definitiva los proyectos comienzan a fracasar, el auge que generó la disminución artificial de las tasas de interés colapsará en una ruina, con las consiguientes quiebras y mano de obra desocupada, en la medida que los proyectos insostenibles son liquidados y los recursos encausados, en muchos casos dolorosamente, hacia usos más viables.
Porque el keynesiano vulgar es ciego a estas micro-distorsiones y a la necesidad de su corrección frente a los resultados de un auge artificialmente inducido, fallará en ver cualquier necesidad de que se produzcan bancarrotas y desempleo. Supone que si tan solo el gobierno interviene y utiliza su propio gasto deficitario para suplir la reducción en la inversión y el gasto de consumo privado, entonces las empresas serán restauradas con rentabilidad y los trabajadores vueltos a contratar sin ninguna restructuración económica.
No sorprende en absoluto entonces, que individuos que comparten estos argumentos estén trabajando actualmente para continuar con una política que contribuyó enormemente a producir el insostenible auge de 2002–2006, a saber, los préstamos subsidiados a los aspirantes a propietarios de viviendas que no pueden cumplir con las condiciones comerciales normales para recibir tales prestamos. No se le ocurre al keynesiano vulgar que demasiados recursos han sido dirigidos a la construcción de casas y condominios y que los préstamos a los propietarios que no pueden darse el lujo de comprar viviendas a menos que sean subsidiados para hacerlo, indica una utilización antieconómica de los recursos a expensas de los contribuyentes que, directa o indirectamente, financian estos subsidios.
Las malas inversiones y la inflación de dinero
Con su enorme y natural fe en la eficacia del gasto gubernamental como eje del equilibrio macroeconómico, los keynesianos vulgares menosprecian a las malas inversiones, pasadas y futuras, y apoyan el gasto gubernamental más allá de los ingresos del gobierno, y que la diferencia sea cubierta mediante el endeudamiento. Por supuesto, favorecen las acciones de la banca central para abaratar dicho endeudamiento a favor del gobierno. En verdad, prefieren crónicamente el “dinero fácil” a las políticas del banco central más restrictivas. Como lo destacamos previamente, prefieren el dinero fácil no solamente porque disminuye el costo de financiar el gasto deficitario del gobierno, sino también porque induce a los individuos a pedir prestado más dinero y a gastarlo en bienes de consumo ― dicho gasto de consumo incrementado es siempre visto como algo bueno, sin importar la reciente tasa de ahorro individual cercana a cero en los Estados Unidos. A efectos de reflejar la actitud keynesiana vulgar respecto de la política de la Reserva Federal, sigo recordando una vieja canción campestre cuyo estribillo era: “el whisky más añejo, los caballos más veloces, las mujeres más jóvenes, más dinero”.
Los keynesianos vulgares no desperdician mucho tiempo preocupándose por la inflación potencial; por el contrario, están obsesionados con un temor irracional de incluso el más ligero indicio de deflación. Si la inflación se tornase un problema innegable, podríamos contar con ellos para apoyar los controles de precios, pues están convencidos sobre la base de un conocimiento incompleto de dichos controles durante la Segunda Guerra Mundial, de que pueden llegar a funcionar bien.
Régimen de incertidumbre
Los keynesianos vulgares no son otra cosa que activistas políticos. Al igual que Franklin D. Roosevelt, consideran que el gobierno debería “intentar algo”, y si no funciona, probar con otra cosa. Mejor todavía es que el gobierno pruebe un conjunto de cosas al unísono, y si ello no resuelve el problema, entonces que vierta más dinero en ellas e intente algo más, para darle inicio. Las épocas que estiman son las más gloriosas en la historian político-económica de los EE.UU. son el primer mandato de Roosevelt como presidente y los primeros años de Lyndon B. Johnson en la presidencia. Estos periodos atestiguaron una chorrera de nuevas medidas gubernamentales para gastar, gravar, reglamentar, subsidiar y generar generalmente conductas desacertadas en una escala extraordinaria. Los ambiciosos planes de la administración Obama a favor de la acción del gobierno en numeroso frentes llena a los keynesianos vulgares con la esperanza de que un tercer Gran Salto Adelante está actualmente comenzando.
El keynesiano vulgar no comprende que el propio activismo político opera en contra de la prosperidad económica al crear lo que denomino un “régimen de incertidumbre”, una penetrante incertidumbre acerca de la propia naturaleza del orden económico inminente, especialmente respecto de cómo el gobierno tratará a los derechos de propiedad privada en el futuro. Esta clase de incertidumbre desalienta especialmente a los inversores a que coloquen dinero en proyectos de largo plazo. Dicha inversión, que prácticamente desapareció después de 1929, no se recuperó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Más de un observador ha comentado en las últimas semanas que el régimen de incertidumbre ha surgido recientemente de la frenética serie de salvatajes financieros, infusiones de capital, préstamos de emergencia, “takeovers”, paquetes de estímulo y otras medidas extraordinarias del gobierno amontonadas en un periodo de menos de un año, muchas de ellas en los últimos seis meses. Con el inicio de la administración Obama, las perspectivas parecen ser favorables a una continuación de esta clase de frenético activismo político. No puede ayudar, pero puede hacer mucho daño.
Traducido por Gabriel Gasave
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