Nuestros gobernantes están destrozando la economía. No de a poquito, como suelen hacerlo, sino a grandes golpes. Cada gran ataque contra el mercado libre, ya sea que se lo denomine un salvataje financiero, un estímulo o alguna otra especie de una pretendida salvación, nos pone visiblemente más cerca de la ruina completa de un orden económico que llevó siglos construir. Consternados, como si estuviésemos observando como un tsunami azota una isla, solamente podemos contemplar las devastadoras acciones de los mandatarios, por las cuales, aunque resulte extraño, esperan que el público esté agradecido ―y, a decir verdad, la mayor parte de la gente está agradecida, y clama por más de lo mismo. Escuchamos los lunáticos desvaríos de los cabecillas describir sus percepciones de la situación actual y declarar solemnemente su determinación de “hacer algo” a fin de restaurar la prosperidad que ellos mismos han demolido al previamente “hacer algo” de la misma clase.

Contemplan una debacle financiera enraizada en las distintas políticas gubernamentales que indujeron a los prestamistas a hacer negocios con millones de deudores que carecían de una posibilidad realista de repagar los prestamos. ¿Y que proponen estos guardianes? Apuntan a relevar a los prestamistas incumplidores de sus obligaciones contractuales, a adquirir los “actives tóxicos” de los prestamistas defraudados y a “poner en marcha al crédito nuevamente”, de modo tal que se otorguen nuevos préstamos, nuevamente a tasas de interés artificialmente reducidas para los deudores que no cuentan con perspectivas objetivas de cancelarlos. Están vertiendo un descalabro crediticio sobre otro debido a que carecen de una verdadera comprensión de cómo opera en verdad el mundo económico y, aún si lo entendiesen, se encuentran políticamente obligados con los dueños y administradores de los fracasados colosos económicos que se beneficiaron a lo grande con la prosperidad artificial del “auge” y que ahora contemplan el abismo.

A nuestros antepasados les ha tocado vivir situaciones similares en anteriores ocasiones horrendas, y la sensación de absoluta desesperación que actualmente sentimos recuerda la que ellos sentían por entonces. Cuando el mundo se estaba encaminando a pasos agigantados hacia una guerra total a finales de la década de 1930, todas aquellas personas inteligentes podían imaginar el matadero hacia el que los grandes líderes estaban arrastrando a sus naciones, y sin embargo nadie pudo detenerlos de la espantosa destrucción en la cual parecían determinados a hundirlas.

En 1939, en su poema “En memoria de W. B. Yeats,” W. H. Auden escribió:

En la pesadilla de la oscuridad

Todos los perros de Europa ladran.

Y las naciones vivas aguardan,

Todas ellas aisladas en su odio;

La ignominia intelectual

Observa fijamente desde cada rostro humano

Y los mares de la mentira piadosa

Encerrada y congelada en cada ojo.

Si bien todos previeron la catástrofe, nadie pudo apartar a sus líderes de su ejecución.

Experimenté esta sensación de impotencia en 2002 mientras observaba a la administración Bush apresurarse locamente hacia su ataque asesino contra los iraquíes. El 23 de septiembre de ese año, descargué mis sentimientos en un artículo intitulado “Aguardamos inútilmente por la catástrofe que nuestros gobernantes están creando”. Escribí entonces,

Los perros de la guerra no están ladrando en Europa sino en el Distrito de Columbia, y de nuevo la gente está observando con incredulidad como se desarrolla la tragedia. Advertimos como el desastre es diseñado y pregonado, observamos a la desgracia intelectual mirándonos fijamente desde los rostros de George W. Bush y sus colaboradores, y notamos los mares de mentiras piadosas atrapadas y congeladas en sus ojos. Sin embargo, nada podemos hacer para evitar que quienes crearon esta calamidad en ciernes lleven adelante la devastación.

La calamidad que Bush y su gobierno generó en Irak se ha tornado actualmente crónica, al parecer permanente, un dolor que nunca se alivia, una emergencia destinada a llegar tan lejos como el ojo pueda ver, y prácticamente todos han claudicado en sus esperanzas de que algo bueno pueda resultar alguna vez de ella, o incluso que sus horrores cotidianos alguna cambien y que no prosigan brotando episódicamente en espasmos de locura política y violencia fortuita.

Sin embargo, Irak se encuentra a miles de millas de distancia, y de todos modos muy pocos estadounidenses podrían concentrar su atención en él durante mucho tiempo. Ahora que el desastre financiero y la recesión que se profundiza está afectando a todos los estadounidenses y elevando temores acerca del bienestar económico futuro de todo el país, Irak ha quedado relegado a breves artículos en la página A-23 de los periódicos. La crisis económica se ha convertido de manera abrumadora en la principal preocupación, y en este frente, las buenas noticias han sido algo muy escaso durante el año pasado.

En la situación actual, la fórmula que nuestros gobernantes emplean para guiar sus acciones es simple: endeudarse y gastar—cuanto más, mejor. Si se les recuerda que el gobierno no puede acumular ya más deuda sin graves repercusiones, siempre responden que la emergencia actual es tan acuciante que la preocupación respecto del futuro debe ser postergada hasta que las exigencias actuales hayan sido resueltas. No queda claro sí sinceramente creen en la sarta de estupideces económicas que pregonan ante los medios noticiosos. Quizás meramente sean lo suficientemente sagaces como para apreciar la admonición de Rahm Emanuel, “Usted nunca desea que una crisis grave sea desperdiciada”.

Mi parecer, no obstante, especialmente cuando considero el modo en que describen la situación económica y justifican sus propuestas para solucionarla, es que virtualmente carecen de todo sano entendimiento de la economía básica y también de todo interés por adquirir dicha comprensión. Si los principales perros de la elite del poder ya están viviendo sus vidas de una manera reprehensible, probablemente no contribuya a su felicidad convivir con la posibilidad de que, mientras tanto, puedan también contribuir a la ruina pública.

Ya sea que se trate de tontos o charlatanes, o de ambos, tal como supongo que son, sus acciones representan una tragedia genuina, en virtud de que su liderazgo, mientras la gente lo tolere, solamente asegura devastación. La gente, en general, tiene miedo y es inmoral, de modo tal que son felices al aprovecharse de cualquier ventaja y enriquecimiento momentáneo que el gobierne les dé, sin entrar a considerar el quiebre moral que representa esta transferencia coercitiva de riqueza.

Los mandatarios entienden la debilidad moral del pueblo y la explotan en cada oportunidad. Su propio ejemplo de una acuciante corrupción, por supuesto, solamente universaliza el carácter moral de la totalidad de la sociedad ―después de todo, ¿qué clase de persona tolera, y mucho menos apoya afirmativamente, tales desmadres en los altos cargos?. En el cuerpo político, no obstante, las masas son el rabo, no el perro. Los gobernantes, al igual que los tigres que yacen expectantes a la vera de una fuente, sabiendo que su presa acudirá eventualmente allí para beber, tientan al pueblo para gratificar sus apetitos por las ganancias mal habidas, y, sin duda, las masas no necesitan ser invitadas dos veces. No se les ocurre a los comensales que esta comida consiste en carne podrida y que por ende, a su debido momento, deberán padecer las consecuencias de haber ingerido alimentos tóxicos.

El crédito artificialmente fácil, el rápido crecimiento monetario, la adquisición subsidiada de viviendas para individuos que no pueden efectuar los pagos de la hipoteca, los privilegios exclusivos otorgados a las deshonestas agencias calificadoras de títulos, las garantías gubernamentales explícitas e implícitas de las cuentas bancarias, los bonos y otros activos financieros ―estas políticas y otras que tienden en la misma dirección, han creado nuestras actuales dificultades económicas.

Suponer y actuar en base a la suposición de que precisamente esta misma clase de políticas resolverán las cosas es una supina estupidez. Aumentar estos errores al desembolsar un billón (trillón en ingles) de dólares de deuda en nuevos desembolsos gubernamentales para cualquier cosa que les plazca a los codiciosos miembros de un Congreso totalmente corrupto solamente catapulta el absurdo a una escala cósmica. No obstante, ninguna empresa ni familia en apuros desea fracasar, y todos prefieren superar el problema sin tener que realizar ningún ajuste doloroso, aún cuando hacerlo exija comer ignominiosamente de la inmunda vasija del Estado.

Todo este espectáculo es doloroso de contemplar. Todo lo bueno que el pueblo y sus dirigentes esperan que estas alocadas medidas puedan proporcionar, en el mejor de los casos, será solamente un alivio temporario. No muy lejos por ese sendero, el diablo está aguardando recoger su parte.

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review