El más reciente pronunciamiento del Tribunal de Apelaciones del Cuarto Distrito en el caso José Padilla es una amenaza para la libertad de todos los estadounidenses.

El 9 de septiembre de 2005, el Tribunal sostuvo la autoridad del gobierno federal para detener indefinidamente a un ciudadano estadounidense arrestado dentro de los Estados Unidos sin entablar en su contra cargos criminales. Todo lo que el presidente tiene que hacer es llamar a un ciudadano un “combatiente enemigo,” y los derechos de esa persona a un debido proceso desaparecen.

El Juez J. Michael Luttig redactó el fallo unánime del Tribunal, con afirmaciones de que una resolución parlamentaria posterior al 11/09/01 le otorgó al presidente “la facultad para detener a enemigos identificados y comprometidos tales como Padilla, quienes asociados con al Qaeda y el régimen Talibán, que tomaron las armas contra esta nación en su guerra contra estos enemigos, y que ingresaron a los Estados Unidos con el propósito declarado de seguir adelante esa guerra mediante el ataque a ciudadanos y a objetivos estadounidenses en nuestro propio territorio.”

¿Pero cómo saben los jueces tan siquiera si Padilla es culpable? Parecería que en los Estados Unidos de la actualidad, el gobierno federal puede encarcelar para siempre a un ciudadano estadounidense mediante un mero decreto.

El del terrorismo es un crimen monstruoso, y aquellos culpables del mismo difícilmente merezcan nuestra simpatía. Pero sin el debido proceso, resulta imposible proteger al inocente. Toda la razón por la cual tenemos el debido proceso es porque al gobierno no puede serle confiado un poder absoluto y sin control sobre la vida y la libertad.

El falso arresto es un ataque fundamental contra la justicia y significa que, en el caso de un crimen real, el culpable tiene aún que ser atrapado. Durante cientos de años, la civilización occidental ha desarrollado estrictos procedimientos sobre el poder—desde el Habeas Corpus y la Anulación de un Jurado al derecho del acusado a contar con un abogado y a hacerle frente a su acusador—la mayor parte de los cuales se encuentran incorporados en la Constitución estadounidense y en su Bill of Rights.

Algunos sostienen que, en épocas de guerra, posiblemente no le pueda ser proporcionado un juicio a todos los “combatientes enemigos.” Si embargo, a Padilla tampoco se le ha otorgado el estatus de prisionero de guerra (POW comos se lo conoce en inglés), tal como lo determinan las convenciones de guerra. Ni tampoco la guerra ha sido constitucionalmente declarada: la resolución parlamentaria después del 11/09 no fue una declaración de guerra.

El Juez de los EE.UU. Michael B. Mukasey decidió en 2002 que Padilla debe tener acceso a un abogado, y de esa manera le asignó uno. El abogado le pidió al juez que anulase la orden judicial contra Padilla, dado que no había sido acusado de crimen alguno. En ese punto, la administración Bush declaró a Padilla un “combatiente enemigo” y lo trasladó a un calabozo naval en Carolina del Sur, donde permanece en la actualidad sin acceso a un abogado, a la prensa, o al mundo exterior.

En ese momento, Padilla había sido acusado de conspirar con al Qaeda para hacer explotar una bomba sucia en los Estados Unidos. Eventualmente el gobierno dejó de acusarlo de eso, y en su lugar sostuvo que Padilla deseaba hacer volar un edificio de departamentos empleando gas natural. Uno podría seguramente sospechar que, con esta historia tan cambiante, la evidencia no podría resistir el examen y el interrogatorio de un juicio por jurados.

En febrero un Tribunal Federal en Carolina del Sur falló que la administración Bush no podía legalmente mantener a Padilla como un “combatiente enemigo” sin acusarlo de un crimen. Al anular ese sensible pronunciamiento, el Cuarto Tribunal ha anulado un principio básico de la libertad constitucional estadounidense—los derechos del acusado.

El gobierno federal ha actuado más o menos dentro de los confines del debido proceso en otros casos recientes de terrorismo. El Departamento de Justicia ha acusado criminalmente a sospechados de terroristas tales como Timothy McVeigh, el “secuestrador número veinte” Zacarias Moussaoui, y, apenas este mes de agosto, los cuatro hombres acusados de conspirar para atacar edificios de la Guardia Nacional, sinagogas de Los Angeles y el consulado israelí.

Sin embargo, con el caso Padilla hemos visto al Bill of Rights y al debido proceso totalmente a un lado. Si el gobierno tiene evidencia de la maldad de Padilla, debería enjuiciarlo. Si no la posee, lo debería dejar en libertad. El concepto de que la mera pronunciación de “combatiente enemigo” pueda mantener a un hombre privado de forma indefinida de un abogado, de un juicio, o incluso de una audiencia de Habeas Corpus se opone a cientos de años de precedentes procesales y se compadece más con una tiranía comunista que con un país libre.

Traducido por Gabriel Gasave


Anthony Gregory fue Investigador Asociado en el Independent Institute y es el autor de American Surveillance.